Daniel Samper Ospina
22 Enero 2023

Daniel Samper Ospina

SIGNOS DE QUE ENVEJEZCO

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Confirmé que estaba viejo el jueves 19 de enero de 2023, a las 9:42 de la noche: ese día, a esa hora, en esos minutos, escuché las declaraciones de la ministra de Minas Irene Vélez en Davos, según las cuales no pensaba renovar contratos de exportación minera, mientras yo descubría que el joven que fui, entusiasta y soñador, yacía ahogado bajo un mar de gastritis: como decía el ex ministro de Duque,  ¿de verdad vamos a renunciar  al 40 % de ingresos de exportaciones para dejar de aportar el 0,54 % de emisiones de CO2? ¿No es acaso preocupante? ¿No resulta angustioso terminar alineado con las opiniones de un ex ministro de Iván Duque? ¿Esa es la paz de Petro? 

La semana había comenzado con un mal presagio cuando quise observar la coronación de Miss Universo en familia.

—¡Apúrenle que empezó el reinado! —llamé a mis hijas con emoción.

Me sorprendió que cada una continuara en lo suyo; que apenas se apiadaran de mí cuando, al quinto llamado, su mamá les rogó el favor de que compartieran piadosamente con su padre aquel momento, semejante a un partido del mundial.

Pero evidentemente el reinado ya no es lo que algún día fue. Las candidatas de esta edición desfilaban enfundadas en unas capas elementales en cuya espalda se leían mensajes de corrección política: cuidemos el agua, respetemos la diferencia. Y cosas semejantes. 

—¡Cómo hacen de falta los trajes de fantasía de Alfredo Barraza! —comenté en voz alta.
—¿Quién es Alfredo Barraza? —preguntó mi hija mayor.
—Un ser de otro planeta —le aclaré—; literalmente. De hecho hablamos de Miss Universo, y no de Miss Planeta Tierra, gracias a él.

Poco les importó que eliminaran a la señorita Colombia en un robo a mano armada por culpa del cual amenacé con salir a la calle a echar bala en lugar de Maizena. Mi hija menor fue la única que se dignó a opinar. 

—Los reinados solo tendrán valor cuando reconozcan que no puede haber un modelo único de belleza —puntilló. 

Cómo ha cambiado todo, pensé mientras cambiaba de canal. Transmiten semejante evento hoy desde Nueva Orleáns, mañana desde cualquier lugar del mundo, y las nuevas generaciones lo consideran un anacronismo: ¿dónde está doña Tera, entonces? ¿Dónde quedó Jairo Alonso con su frac color vinotinto? ¿Dónde la narración de Pilar Castaño, aquella maravillosa presentadora cuya capacidad de improvisación solo es comparable con la de algunos funcionarios de Petro?

A punto de cruzar el umbral de los 50 años, sospeché entonces que me estoy haciendo viejo; que mi vida comienza a ser un cúmulo de nostalgias; que estoy a tres Doritos de escandalizarme con los tenis de Irene Vélez, como si fuera un viejo pendejo del Gun Club; a tres Doritos de no entender la expresión “estoy a tres Doritos”. El único plan nocturno que despierta mi entusiasmo es observar el noticiero CMI, labor en la que me entrego mientras editorializo cada noticia en voz alta, así me encuentre solo: “¿Ahora la gran idea del ministro de Justicia es dejar salir de cárcel a los ladrones durante el día?”, alegaba hace un par de noches frente a la pantalla. “¿No se dan cuenta acaso de que la ciudad está muy insegura? ¡Los van a robar!”.

Me he vuelto melancólico. Añoro los tiempos en que Twitter era un lugar divertido y seguro y no la carnicería de bodegas pagadas por políticos en que se transformó: “¡Twitter bueno el de la época de la ola verde!”, le decía hace poco a un amigo, porque ahora mi vida es una eterna quejadera. “¡Ese era el Twitter bueno, cuando el mayor trol era el Juglar del Zipa y uno recomendaba cuentas utilizando el numeral #FF y los recomendados devolvían atenciones con amabilidad! ¡Ese era el Twitter bueno!”.

Me marchito como un señor conservador. Me sorprendo calculando el predial; me descubro recogiendo basura de la calle.  Voy por toda la casa apagando las luces mientras protesto porque las han dejado encendidas. Ya no compro ropa para mí sino electrodomésticos para la cocina. Disfruto visitar viveros. Me despierto sin necesidad de utilizar la alarma. Se me olvida a qué diablos iba a la cocina. Me preocupan los hijos de Shakira. Solo me gusta ponerme un saco: los demás me parece o que acaloran mucho o que no cobijan nada. No hay restaurante en que no pida que le bajen a la música. Hallo un feliz espacio de silenciosa reflexión cuando lavo la loza. Ya no peleo con mi papá: ahora me enternece.  Y a veces temo que el siguiente paso sea perder del todo cualquier filtro y escribir trinos en los que le diga a una congresista, a modo de insulto, que parece una vendedora de pueblo, como si ya fuera un verdadero viejo cacreco, encorbatado y con boronas en el bigote, facho del todo aunque milite en la izquierda: casos se han visto. Pero para caer tan bajo hay que degradarse mucho más.

Por si necesitara detectar nuevos síntomas de vejez, el jueves pasado —acá retomo la historia— la ministra de Minas contradijo en un evento internacional a José Antonio Ocampo y afirmó que cortará la exploración de gas e hidrocarburos (y con ella el chorro que alimenta la economía de la nación).

—¿Y ahora? —alegué frente a la presentadora de CMI que daba la noticia—. ¿Con cuál dinero vamos a financiar la transición en la que todos creemos? ¿Por qué no puede rodearse Petro de técnicos, como Char con Julio Comesaña?

Esta fue la semana en que di el paso por completo.  Envejecer es cambiar el entusiasmo por la responsabilidad; detectar el populismo del Gobierno; creer en el ministro Ocampo y no en Irene Vélez, aquella mujer que sería el amor platónico de mi versión de muchacho de treinta años y ahora me produce gastritis: ¿a ese nivel llegué? ¿En qué momento dejé enterrada mi efusiva versión de activista digital para dar paso a este ser reflexivo que vive preocupado?

Iba a comentárselo a mi esposa, pero me quedé dormido, porque envejecer es dormirse antes de los tres chismes de CMI. Y al día siguiente amanecí convencido de que estoy a tres Doritos de exiliarme en otro planeta: incluso en aquel del que proviene Alfredo Barraza.


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