El ministro de Defensa, Diego Molano, que este mes se ganó un sitial privilegiado en la historia de la infamia de Colombia, dijo en una declaración inflamada por la insolencia y el cinismo, que el operativo del Ejército en Putumayo se planeó con cinco meses de antelación. Esa afirmación es una confesión que se torna prueba incontrovertible de la premeditación del crimen y de la responsabilidad directa de Molano en su consumación.
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La evidencia recolectada por Cambio, El Espectador y Vorágine –medios que hace rato empezaron a llenar, por fortuna, el vacío que deja la mediocridad de la Fiscalía bajo la dirección del súper veloz Barbosa– muestra que el Ejército cumplió un papel central, si no protagónico, en lo que se convirtió en un asesinato doloso, intencional, de personas inermes, incluyendo un menor de edad.
Si los supuestos guerrilleros estaban armados, resulta inexplicable la supuesta decisión de aventurar su captura justo cuando estaban rodeados de civiles y más aún, que las víctimas fueran 11 y el Ejército no tuviera bajas sustantivas. Si no lo estaban, es claro que hubo un ataque militar innecesario. En cualquiera de los dos casos, el ministro Molano y la cúpula militar salen mal librados.
La investigación de los periodistas también permite concluir que los militares actuaron con la decisión deliberada de encubrir los delitos cometidos. Abundan testimonios que dan fe de ráfagas de fuego provenientes de hombres vestidos de negro, que tras cometer la masacre, se calzaron impertérritos las botas y el uniforme del Ejército. Y que también dan cuenta de la manipulación de la escena del crimen.
Toda la operación militar debió contar con la supervisión del ministro. Y muy seguramente del presidente también. Es lo que opinan al menos dos exministros de Defensa y dos expertos en el funcionamiento de esa cartera, consultados por esta columna. Una operación con ese nivel, que ponía en riesgo la vida de civiles, difícilmente pudo haberse llevado a cabo sin la aprobación del jefe de Estado.
Las consecuencias de este episodio trascienden lo político y navegan en el cauce de lo penal. Si como lo dice Molano, la operación se planeó meses antes, estaríamos frente a una masacre que contó con el respaldo del ministro. Si quiso la muerte de las víctimas, habría actuado con dolo directo; y si solo asumió el riesgo de su posible muerte, con dolo eventual. Es decir, asumió como probable la muerte de civiles en desarrollo de la operación, y aún así dio luz verde.
Mejor dicho, ambos serían responsables de los delitos ejecutados por el Ejército, pero planeados, orquestados y teledirigidos por el ministro y el presidente desde la Sala de Estrategia de la Casa de Nariño. O cualquier otro lugar.
Estos hechos no solo exigen la citación a un debate de moción de censura por el Congreso. Exigen también que, como mínimo, la Corte Suprema de Justicia inicie una investigación en contra del ministro Diego Molano y sus generales, por su papel en los hechos que desencadenaron la muerte de 11 colombianos.
Si eran guerrilleros o no, es irrelevante en este punto. Entrar en esa discusión es caminar por las aguas de la relativización de los derechos humanos, que lleva a algunos a creer que hay “muertos buenos”. Es decir, lleva al terreno de la doctrina central del uribismo. Lo relevante en este punto es terminar de desenredar el ovillo y entender qué pasó con mucha precisión.
¿Quién ordenó el ataque? ¿Quién lo aprobó? ¿Cuál fue la ponderación del riesgo que se hizo? ¿Qué resultados arrojan las autopsias de los cuerpos? ¿Quién tomó la decisión de autorizar el ataque a pesar de la presencia de civiles y menores? ¿Quiénes eran los hombres de negro y qué relación tienen con el Ejército? ¿Son militares? ¿O son paramilitares vestidos de militares?
Hasta ahora hay muchas preguntas y pocas respuestas. Lo cierto, por ahora, es que bajo el gobierno de Iván Duque y el liderazgo de Diego Molano, los Camisas Negras regresaron.