Enrique Santos Calderón
23 Octubre 2022

Enrique Santos Calderón

BIENES ESFUMADOS

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Al perro no lo capan dos veces, pero a los colombianos sí nos pueden robar una y mil veces. No deja de asombrar la incapacidad del Estado para defender el tesoro público. Para cuidar sus propios recursos, que son los de todos nosotros. Cuando logra adquirir o recuperar algunos, se los arrebatan por la puerta trasera, como ha ocurrido con los bienes incautados al narcotráfico.
 
Hablando de lo que ocurre con la Sociedad de Activos Especiales (SAE), heredera de la liquidada por corrupta Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE), el presidente Petro advirtió que el país está frente a “uno de los peores hechos de corrupción”. Historia vieja que se repite sin cesar.  La SAE fue creada hace más de diez años para acabar, precisamente, con la podredumbre de la DNE.
 
Como si cambiar de nombre fuera solución. Como si, por ejemplo, haber rebautizado a la Dirección Nacional de Prisiones como INPEC hubiera aliviado el infierno carcelario de Colombia. La corrupción con los bienes de la mafia arrancó desde que comenzaron a ser incautados en los años 90, continuó en este siglo con los peculados del primer director de la DNE, el político conservador nariñense Carlos Albornoz, y ha seguido imperturbable hasta hoy según denuncia Petro.
 
Cuando en 1989 el gobierno de Virgilio Barco expidió el célebre decreto de estado de sitio sobre enriquecimiento ilícito y extinción de dominio (respondiendo al terrorismo del Cartel de Medellín), muchos celebramos que el Estado tendría ahí el instrumento para propiciar un gran cambio social con los bienes expropiados a los narcos. Qué ingenuidad. Aparecieron trabas legales, abogados de la mafia se dedicaron a enredar todo y políticos torcidos a meter el zarpazo. Se consolidó en ese entonces un engranaje narcopolítico que aún padecemos.  
 
La administración de los bienes incautados se convirtió mediante sobornos, testaferros y manejo de información privilegiada en una repartija en la que participaron funcionarios, jueces, notarios, congresistas, concejales e inclusive inmobiliarias y empresarios privados. Suntuosas mansiones, fincas, apartamentos, vehículos de lujo eran “subastados” o vendidos por precios muy inferiores a su valor real. Sin hablar de los miles de propiedades y activos embargados que simplemente se “esfumaron”. Nadie da razón de ellos. Y es la hora en que el Estado aún no tiene un inventario de lo que ha decomisado. Increíble pero cierto.
  
Por todo lo que esto representa como radiografía de la incompetencia y/o corrupción del Estado es crucial que Petro vaya a fondo en su anunciada investigación sobre los bienes de la mafia; que asuma un liderazgo activo del tema para que no se quede en la denuncia o el discurso. Tendrá que comprometer a fondo a la Fiscalía y a una Corte Suprema donde hace años reposan, intocadas, denuncias de toda índole contra políticos y congresistas implicados. Tarea urgente pero nada fácil cuando vivimos en lo que Alfonso Gómez Méndez ha llamado “un sistema de complicidades mutuas”.
 
El director saliente de la SAE aseguró que hoy ya están identificados bienes por más de 1.5 billones de pesos listos para monetizar. ¿Se logrará que esta vez dichos recursos sí beneficien a los campesinos según el plan agrario del Gobierno? Sería inaudito que se repitiera la misma historia.  La recuperación de los bienes de la mafia es casi una obligación moral con todos los que murieron combatiéndola.

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Frente a esta incompetencia estatal (la Procuraduría recibe nada menos que cuatro mil quejas diarias contra entidades y servidores públicos) aterra pensar en lo que pueda pasar con la compra de las tres millones de hectáreas a ganaderos para entregar a campesinos. Sería también inconcebible que por ineptitud o improvisación este justo propósito terminara enredado en interminables trámites, costosos pleitos o —peor aun— beneficiando a los que no son. Todo es posible cuando en Colombia el 65 por ciento de la tierra todavía no está formalizado. “El Estado no sabe quiénes son los propietarios, poseedores u ocupantes del sector rural colombiano”, dijo en términos escuetos el director de la Agencia Nacional de Tierras Gerardo Vega.
 
Lo que sí se sabe es que las vacas tienen más tierra que los campesinos. Según el experto en el tema Alejandro Reyes Posada, hay siete millones de hectáreas dedicadas a la agricultura y 39 millones a la ganadería extensiva con un hato de 26 millones de cabezas, que podrían caber en 10 millones de hectáreas bien aprovechadas, lo que —dice Reyes— liberaría el doble para la producción agrícola empresarial y campesina en un país que está importando el 30 por ciento de los alimentos que consume.
 
Buena parte de la tierra ganadera ha sido usurpada (baldíos de la Nación adjudicados por jueces comprados, apropiaciones indebidas, expulsión de campesinos, narcoinversiones...) y es muy poco productiva, por lo cual estudiosos de la cuestión agraria sostienen que se debería contemplar la extinción de dominio sobre las grandes propiedades que no producen ni cumplen función social alguna. Sin son productivas, la Dian podría certificar los ingresos por este concepto.
 
En el caso de las tres millones de hectáreas por adjudicar a campesinos, si el Estado aplica la ley de extinción se ahorraría las billonadas que costaría comprarlas. Pero hay que imaginar la garrotera --aquí si el “tierrero”— jurídica y política que se armaría.  Para tranquilidad de ganaderos y hacendados Petro ya dijo que no es por ahí. Un gobierno que comienza a desfallecer en las encuestas no se va dar semejante pela. O, por el contrario, podría radicalizarse. 

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