Pablo Ramírez Uribe
28 Agosto 2022

Pablo Ramírez Uribe

DE REGRESO DE MI MUERTE

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—Bueno, ya —dijo mi mamá ayer alistándose para cuando tuviera que salir de la clínica— intenta dormir. No te pongas muy trascendental.

 Pero ¿qué más puede hacer uno si se muere e, improbablemente, por un milagro regresa a la vida?

Explico, como si yo fuera un detective metafísico investigándome a sí mismo, los hechos: el viernes 22 de julio, al mediodía, me dio un paro cardíaco. Se me detuvo el corazón, no tuve pulso y al mundo de los vivientes lo dejé por unos veinticuatro minutos. Me resucitaron los paramédicos, lo cual no garantizaba necesariamente mi total recuperación. A la espera de la decisión del tribunal cósmico, mi familia no sabía si despertaría en estado vegetal, con problemas mentales o complicaciones motrices.

Ya es el sábado 30 en la mañana, y tengo sostenida sobre mis piernas la libreta en la que escribo estas palabras, la mano danzando a través de las páginas, tomando decisiones estilísticas de qué escribir y cómo hacerlo.

De los casos de paros cardíacos que suceden fuera del hospital se salvan, en el mejor de los casos, un 12 por ciento, y en el peor de los casos un 8 por ciento. Y de todos estos, menos de un 5 por ciento se recupera por completo. Ahora hago parte de dicha estadística. Así me lo dijo uno de los paramédicos que me salvó: en sus veinte años de experiencia yo era el segundo caso improbable e imposible que se recuperaba por completo.

Dijo Einstein, perturbado por la posibilidad caótica de la mecánica cuántica, que Dios no juega a los dados. No pretendo compararme con la mecánica cuántica, porque ella, al menos, sí existe de manera constante. Hace una semana, y por veinticuatro minutos, yo no.

¿Qué vi en el más allá?

No me acuerdo, o no sé. Recuerdo haber dejado a mi mamá en el aeropuerto.  Recuerdo que como es mi costumbre estaba dándole vueltas mentalmente a una misma canción en “repeat”, y que al despertarme en la clínica aún seguía intentando comprobar si me había aprendido la letra. Antes de perder la consciencia llegué a la casa de mis papás en Bethesda, Maryland (primer milagro: no haber estado manejando al darme el paro), donde estaba mi novia lavando la ropa (segundo y tercer milagro: que estaba ella y que estaba en la sala de la casa). Parece que antes de entrar me caí porque tenía barro en la camiseta y las llaves del carro las encontraron luego en el jardín. Ella me preguntó si me estaba sintiendo mal, le dije que sí, que tenía sed, y ahí me dio el patatús. Se me detuvo el corazón. Ella llamó a los paramédicos que llegaron en pocos minutos y me amarraron a una máquina de resucitación, llamada el LUCAS device, para las compresiones de pecho, y cuando faltaban seis minutos para que me declararan muerto volví a tener pulso.

Vaya uno a saber si lo que lleva a la vida eterna es lo más inane del planeta. Si debo dar una respuesta, confesaré que la perspectiva de las novelas Lincoln en el Bardo, de George Saunders y Zoológico humano, de Ricardo Silva Romero, son las que más pueden explicar por qué morí y por qué carajos volví.

En los momentos más inesperados, más aleatorios, caigo en cuenta de la existencia del corazón humano. Cómo circula la sangre, llegando a todas las extremidades, desafiando la gravedad y hasta ganándole; las suelas de los pies hacen como el ru-tun-tum-tum del tamborilero, y detrás de la nuca forman como una piscina alojando a un nadador persistente. Qué importa el dolor de las costillas rotas por la resucitación, aun así respiro a fondo y mantengo el aliento como si fuera un regalo, como si en cualquier momento me lo pudieran quitar. Y sí.

En CNN hablan de las elecciones estadounidenses que se vienen en noviembre. A mi derecha mi mamá está cuadrando cuentas. A mi izquierda me están pasando yo-no-sé-qué-cosa por la vena. Y en la trasescena de todo esto tan efímero (o, como le dije por chiste a uno de los enfermeros, por lo e-femoral), Próspero, ese mago que protagoniza la última obra de William Shakespeare, me recuerda que estamos hechos del mismo material que los sueños, y nuestra breve vida culmina en un cerrar de ojos, literalmente. Luego le encontraré un significado satisfactorio a mi muerte y resurrección. Ya mi abuelo me había apodado Lázaro hace muchos años, cuando antes de cumplir tres pensaron que me había llegado la hora de cerrar esos ojitos.

Lo ha sido así toda la vida: desde que me diagnosticaron con la enfermedad ultrarrara síndrome polilglandular autoinmune tipo 1, APS Tipo1, que afecta a un .0003 por ciento de la población mundial (si es que queremos retomar la discusión de las estadísticas sin sentido). Ha sido una vida de lucha, una danse macabre constante, una que casi se me acaba.

En abril falleció otro paciente con mi misma condición, también por paro cardíaco. Ese joven vivaz de veinte años, inglés, nunca se despertó. Yo sí.

Por ahora es suficiente regalo respirar, sentir latir el corazón, ponerles palabras a las páginas y danzar con el lapicero sobre las hojas de papel.

Instalé un nuevo fondo de pantalla para mi celular, un mission statement, si así se puede llamar. Es un fragmento del discurso de Elie Wiesel aceptando su premio Nobel de la paz. Su versión pasada, joven, improbable sobreviviente, le pregunta a su versión presente: “Dime, ¿qué has hecho con mi futuro? ¿Qué has hecho con tu vida?”.
Como al Jaromir Hladik de Borges, se me ha otorgado la oportunidad de responder esa pregunta. Que me guíen esas palabras de Elie Wiesel. Que no las desperdicie.

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