Ana Bejarano Ricaurte
7 Agosto 2022

Ana Bejarano Ricaurte

DUQUE PARA LA HISTORIA

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Iván Duque siempre dio la impresión de ser un personaje intrascendente. Por su mediocridad y vanidad, evidentes desde muy pronto. Por la pequeñez de sus gestos y de sus intenciones, la carencia de políticas públicas sustanciales, su incapacidad de hablar con el país que lo eligió. Pero nada de lo que ha sucedido en este cuatrienio pasará desapercibido en la historia política del país. Es cierto que ha sido desastroso, pero no irrelevante. 

En los últimos cuatro años se violaron sistemáticamente los derechos humanos, en especial durante las diversas expresiones del paro nacional, incluso mediante la posible comisión de crímenes de lesa humanidad. Se avalaron continuos abusos de la fuerza pública, se desfinanció el acuerdo de paz y se libró una batalla contra las estructuras legales que lo sostienen. Duque deshonró la silla que ocupó y se dedicó a pasar vergüenzas desde su soliloquio despótico: la llegada de la memecracia.

Un mandatario absolutamente impermeable por la realidad, incapaz de escuchar y tramitar cualquier crítica, tristemente embelesado con los elogios falsos de su séquito y obsesionado con hostigar a la prensa libre. Sí, todo esto fue muy grave, pero el verdadero legado de Duque y su pandilla es la corrupción flagrante, que empujó a nuevos niveles lo que ya parecía insuperable en Colombia, uno de los países más corruptos del mundo.        

Durante el mandato de Duque se desplegaron todas las formas de cooptación perversa del Estado: aquellas prohibidas por la ley y las que atentan contra la decencia y la lógica. Por supuesto, las más evidentes, como el robo de 70.000 millones de pesos en su Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, ante el cual se le vio más preocupado por defender a la Ministra emproblemada. También fue expresamente corrupto su esfuerzo por tumbar −aunque momentáneamente− la Ley de Garantías para emplear los contratos con entidades públicas como forma de coerción electoral. 

Lo rodearon pequeños escándalos que pasaron desapercibidos cual moneda corriente, como la contratación desaforada del asesor de María Paula Correa, Andrés Mayorquín, y su esposa, una desconocida que recibió más de mil millones de pesos en contratos públicos irregulares. Incluso se mencionó a su madre, dentro del esquema de podredumbre y desfalco liderado por Mario Castaño. 

Muchos otros asuntos se manejaron con poca transparencia: dinero que aún no podemos dar por robado, pero que no sabemos dónde está. Según el Observatorio Fiscal de la Universidad Javeriana, la administración de los recursos para atender la pandemia fue opaca y hace poco la Contraloría registró más de 402 mil millones de pesos en subsidios girados a muertos.

Las formas oscuras y cuestionables se replicaron en todas las esquinas del ejecutivo, desde las maniobras para atornillar a Luigi Echeverri en Ecopetrol, hasta los sombríos manejos en la venta de ISA y quién sabe cuántas otras “estrategias empresariales” que se escaparon del ojo público. 

Y después viene la otra forma de corrupción, la blanda, la que hemos normalizado. Los excesos en los viajes inútiles al exterior, el abuso de las gabelas presidenciales; la fiesta infantil a Panaca en el avión oficial, la patota de amigotes para ir a conocer al papa, el hermano trotamundos...  

Por eso era tan apremiante cooptar los órganos de control, sofocar la protesta y perseguir  la crítica. Para montar semejante cleptocracia era necesario el ejercicio del poder sin supervisores. Sin la fiscalización de las ías, sin permitir el clamor de la manifestación pública, sin la presencia incómoda de los periodistas que contrapreguntan. Hacía falta apagar esa luz incandescente que solo puede emanar de una sociedad civil informada y con dientes. Lo denunció Transparencia Internacional en su último informe.  

Y quién puede decir que es exageración cuando ahora, antes de dejar el poder, se le ve desesperado por repartir todo entre los suyos, para raspar hasta el último pedacito de cucayo de la olla. Tan solo el pasado mes nombró a once notarios, incluyendo a su consejero de seguridad, Rafael Guarín. Se preocupó por dejar a sus consentidos con papeles diplomáticos y escoltas a perpetuidad, sin merecerlo. Corrió para licitar todo de afán y a las patadas. Y esto, aunque sutil y montado sobre estructuras legales, también es corrupción.  

Pero cómo esperar algo distinto cuando los mismos votos que lo eligieron fueron comprados por el Ñeñe Hernández, asunto que silenció con la ayuda de su fiscal de bolsillo. Y claro que le quedó muy fácil, pues acá lo raro es que no roben, que no beneficien a su círculo de amigos, que ejerzan el servicio público pensando en alguien diferente a ellos mismos. A pesar de todo eso, es notable lo que hizo el gobierno Duque con el Estado y sus arcas. 

Con razón, entonces, ha anunciado que hará un voto de silencio tras dejar el Palacio de Nariño, porque en su estela viajan vientos fétidos que deberán ser investigados y desinfectados por los jueces. Duque no fue anodino, elevó los niveles de corrupción y descaro en el manejo de la cosa pública a proporciones peligrosas para la frágil institucionalidad colombiana. Y por eso será recordado. Ojalá el señor que hoy lo reemplaza entienda que antes de imponernos la grandilocuencia de su “política de la vida” necesitamos que desmonte algo de este régimen del abuso, y solo con eso habrá servido bien a su país. 

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