Enrique Santos Calderón
20 Febrero 2022

Enrique Santos Calderón

¿NOS INTERESA UCRANIA?

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El mundo sigue pendiente del tema de Ucrania, que para muchos colombianos parece tan distante como irrelevante. No lo es tanto pues una guerra allí tendría, entre otras, repercusiones económicas que todos sentiríamos. Es un escenario impensable por lo absurdo y desastroso, pero la retórica pugnaz de ambos lados sigue alta y persisten choques entre el ejército ucraniano y fuerzas separatistas prorrusas en el oriente del país.     
 
En el abrumador cubrimiento informativo de este tema no he visto mayor esfuerzo por explicar la posición de Rusia y las razones de lo que se podría llamar su “paranoia” con el posible ingreso de Ucrania a la OTAN, que Vladimir Putin considera como una provocación y amenaza inaceptables. Putin es un autócrata capaz de todo, no cabe duda. Persecución y asesinato de opositores dentro y fuera de sus fronteras, anexión de Crimea (que era ucraniana), intervención militar en Georgia, ciberataques por todo lado retratan el talante del exoficial de la KGB que desde hace veinte años gobierna Rusia con mano de hierro.  Pero fue él quien le devolvió la dignidad perdida a su país, el más grande del mundo, orgulloso, nacionalista, nostálgico de un pasado imperial, cuyo poderío e influencia habían caído en picada.     
 
Estuve en 1973 en la Unión Soviética por invitación de la agremiación de periodistas de ese país en una gira de quince días que incluyó a Kiev, la capital de Ucrania, visitas a decenas de fábricas y cooperativas, encuentros con miembros de la prensa, recorrido inolvidable del museo del Hermitage en Leningrado (hoy San Petersburgo) e incontables brindis en cada comida a la amistad colombo-soviética. La URSS era entonces una sólida potencia mundial regida por Leonid Breznev y en su capital, Moscú, me impresionaron no solo su arquitectura singular, la amplitud de sus relucientes avenidas, la imponencia de su Plaza Roja o la fastuosidad de su metro, sino el discurso monolítico de todos mis interlocutores y el aire de resignada tristeza que alcanzaba a percibir entre sus ciudadanos.  
 
Regresé por mi cuenta en 1990 durante la era de Gorbachov y de la perestroika, que precipitaron la desintegración de la URSS. Rusia sufría una profunda crisis económica heredada del régimen comunista y la pobreza en Moscú se veía en todas las esquinas. Me impresionaron las patéticas figuras de ancianos veteranos de guerra, cargados de condecoraciones, mendigando en las calles desde sillas de ruedas, así como las viejas matryoshkas de raídos pañolones aferradas a bolsas de cebollas y pedazos de pan. Después de Gorbachov vino Boris Yeltsin, que liquidó el comunismo pero agudizó la crisis económica. Por desgracia, la transición democrática rusa no resultó lo que el mundo esperaba: la privatización de empresas del Estado introdujo una corrupción de nuevo tipo, afloraron crecientes desigualdades sociales, el país entró en bancarrota y los nostálgicos del viejo orden cobraron fuerza. Terreno abonado para el surgimiento de un Putin.
 
A fines de 1991 se disolvió formalmente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y al mismo tiempo en que la bandera roja fue arriada del Kremlin y remplazada por la tricolor rusa, Estados Unidos y sus aliados dejaron de tratar a Rusia como una gran potencia y la OTAN se expandió hacia Europa Oriental, que había estado bajo la órbita soviética. Fue cuando Vladimir Putin entró en escena para llegar al poder en 2000, con la meta de restaurar la vieja gloria de una Rusia humillada y detener el avance de potencias extranjeras en su vecindario.  
 
En todo este lío hay que entender el concepto de seguridad nacional que tiene Rusia, país que a lo largo de su historia fue invadido por los mongoles de Genghis Khan, los franceses de Bonaparte y los alemanes de Hitler. El amo del Kremlin dice no tener intenciones expansionistas sino que no quiere a la OTAN en sus propias fronteras, y aquí cabe preguntarse cuál es la urgencia de que Ucrania se sume a esa alianza militar. ¿Que opte por la neutralidad no sería lo mejor? Putin quedaría sin argumento y si persistiera en sus provocaciones, el águila calva de Washington tendría que mostrarle —ahí sí—sus afiladas garras al oso ruso. Pero no resulta fácil lidiar con este sagaz estratega  geopolítico que ha sabido aprovechar bien las debilidades de liderazgo de Washington y Londres, cortejar a la derecha nacional populista europea que abomina de la democracia liberal, fortalecer nexos con países islámicos que detestan a USA como Irán y Siria y, en días pasados, firmar una muy significativa declaración conjunta  con el premier de China, Xi Jinping, en la que rechazan de tajo la pretensión de USA y sus aliados de “imponer sus propios estándares democráticos “. Esta declaración es el “símbolo emergente” de un nuevo orden mundial abanderado por Xi y Putin, dice El País de Madrid.

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Subcapítulo del tema es la presencia rusa en América Latina y no cabe duda de que a Putin le gusta puyar al Tío Sam en su patio trasero. Para Colombia es de obvia inquietud el impresionante armamento que le ha vendido a Venezuela (24 superbombarderos Sukhoi, cincuenta helicópteros de combate, tanques, misiles antiaéreos, 100.000 fusiles Kalashnikov) y el incondicional respaldo que ha recibido del dictador Maduro. Esto le sirve a Putin para mostrar que Moscú recobró influencia global bajo su mandato, pero según The Economist es un ejemplo “pintoresco” porque Rusia carece de recursos para sostener el cañazo y Venezuela está arruinada.

Quién sabe en que termine esta crisis en un mundo con una tecnología de guerra cada vez más sofisticada y compleja pero no exenta del error humano.  Los expertos coinciden en que el único camino es el diálogo y la negociación —la diplomacia— no importa todo lo que se demoren. Hablar, hablar y seguir hablando. Y rezar para que entretanto a nadie se le ocurra soltar el primer misil.

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