Laura Restrepo
21 Agosto 2022

Laura Restrepo

SARAMAGO, O EL REGRESO A CASA

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¿Por qué las novelas de Saramago nos llegan tan hondo y nos estremecen, de dónde tanta intensidad, tan dolorosa belleza? La mejor respuesta que encuentro es que su escritura propicia una suerte de regreso a casa, a la casa del hombre, de la mujer, ese lugar donde por fin somos quienes somos, donde logramos acercarnos los unos a los otros y descubrimos el rincón que nos corresponde en la historia individual y colectiva. Porque el regreso es “ese hogar supremo, el más íntimo y profundo, la pobrísima morada de los abuelos maternos”. O la casa de la Rua do Milagre de Santo António, donde nos espera el amor en una cama con sábanas limpias. O la habitación a donde llega de noche y cansado el chelista, sabiendo que allí lo espera su perro negro... Porque qué deliciosamente humano es Saramago cuando habla de los perros, el perro Encontrado, el perro Constante, el perro solitario de las Escandinhas de San Crispim, el perro lobo que por poco mata del susto a Zezito, los perros de Cerbère, que ladran como locos. Y por supuesto ese otro, compasivo y compañero, que tanto nos hace llorar: el perro de las lágrimas.

¿Quiénes somos nosotros, los seres humanos, qué significado tiene lo que hacemos, para qué hemos venido a esta tierra? No es fácil saberlo, y con frecuencia lo olvidamos al distraernos con extrañas representaciones de nosotros mismos. En medio del desconcierto, nos caen en las manos las novelas de Saramago y nos vuelven a colocar tras la huella, como al sabueso al que le dan a oler una prenda de aquel que debe rastrear. A esto huele el ser humano, nos indica la escritura de José, por aquí anda, síguelo, por este atajo tomó, éste es el olor que despide, éste es el color de su aura, ésta la ferocidad de su contienda. 

En una ocasión le escuché decir a Saramago que ciertos personajes literarios son más humanos que muchas de las personas que conocemos. La afirmación es válida para los suyos, como ese José, padre de Jesús, el carpintero-guerrillero, abrumado por una carga de sueños y de culpas. Y ese otro José, a quien el amor rescata del pozo de la soledad. Y ese niño José, que es el mismo Saramago según figura en sus memorias de infancia, y que vuelve a sentarse a orillas del río de su aldea para pescar las imágenes, los sonidos, los recuerdos, las sensaciones, los ecos que habrían de ser la sustancia de sus novelas. 

En su literatura no interesa el triunfo ni el fracaso, sino el resultado del tesón y del trabajo del hombre o de la mujer, sea alfarero, como Cipriano Algor; campesino, como los Mau-Tempo; inventor de una máquina de volar, como el padre Bartolomeu; camarera, como Lidia; directora de correctores, como la doctora María Sara. 

A la competencia, Saramago contrapone la solidaridad; 
al egoísmo, el respeto por sí mismo y por los semejantes; 
a lo prestigioso, la elegancia de una humildad bien llevada; 
al lujo, lo despojado; 
a la conquista, la rebeldía; 
a la satisfacción, la ansiedad y el anhelo; 
al dominio, la resistencia; 
al poder, la desigual pelea; 
a la fama, la sobriedad del anonimato; 
a las estridencias del triunfo, la discreta dignidad de la derrota. 

Y aquí llegamos a una palabra clave en su obra, dignidad. Si miramos al conjunto de sus personajes como una tribu, tendríamos que decir que es, ante todo, una tribu de gente digna. Los actos humanos, empezando por los primarios —copular, orinar, comer, trabajar, descansar— adquieren dignidad y grandeza. Saramago va juntando las piezas del rompecabezas disperso. Contra la visión fragmentaria, se impone en él una vocación de totalidad, como si escribiera con la convicción de que, aunque cambien los nombres, la historia de cada uno de los hombres es la historia de todos los hombres, la de cada mujer es la historia de todas las mujeres: “Mogueime pregunta [...] cómo te llamas, cuántas veces nos habremos preguntado unos a otros, desde el inicio del mundo, Cómo te llamas, añadiendo luego nuestro propio nombre...” 

Para Saramago, los hechos de los humanos se vienen repitiendo una y otra vez desde la noche de los tiempos, un hombre y una mujer que caminan bajo la lluvia con sus trebejos a cuestas hasta encontrar resguardo donde se haga posible la vida con sus rituales de amor y de muerte: el zapatero Domingo y su mujer bajo la lluvia del Alentejo, o el carpintero José y María, su mujer, bajo la lluvia de Galilea. Así, cada pareja será todas las parejas; cada una de las historias de amor será todo el amor. Y quedan para siempre en nuestra memoria sus enamorados, Blimunda y Sietesoles, Raimundo Silva y María Sara, la viuda Isaura y Cipriano Algor. 

El hombre al que de repente el amor rescata suele ser solitario, más bien melancólico, absorto en su oficio y atado a su rutina de manera un poco hipnótica, como aquel taciturno chelista del perro negro, que “vive en un modesto domicilio de artista, con aquel su perro, su piano, su chelo, su sed nocturna y su pijama de rayas”. En cambio, la mujer que hace irrupción en la vida del hombre es un soplo de energía; como la esposa del médico, o la María de Magdala, o la Joana Carda… Esa mujer que posee el don de arreglar la realidad con la misma naturalidad con que arreglan la alcoba en las mañanas. Esa mujer que resucita en las otras, “las honradas resucitan en las putas, las putas resucitan en las honradas, dijo la chica de las gafas oscuras. Después hubo un largo silencio, por parte de las mujeres todo estaba dicho, los hombres tendrían que buscar las palabras, y de antemano sabían que no iban a ser capaces de encontrarlas”. 

El prodigioso narrador de historias de amor que es Saramago propicia el encuentro con diálogos maestros, como el que sostienen el pastor y la prostituta, 
“—No tienes ninguna herida [le dice el pastor].
— La encontrarás si la buscas [responde ella].
— ¿Qué herida es?
—Esa puerta abierta por donde entran otros y mi amado no”. 

Cipriano Algor, el viejo alfarero, regresa a casa tras varios días de ausencia para descubrir que quien le abre la puerta es justamente la mujer a la que desde hace tiempo ama en silencio; ella, avergonzada, le pide disculpas por haber dormido una noche en su cama durante su ausencia; él, “sin saber cómo, descubre en medio de su confusión las palabras exactas: Nunca más dormirás en otra”.

Nunca, siempre, sí, no, amo, deseo, confío: son los términos rotundos de Saramago, quien a la hora de escribir sobre el amor no tiembla ni duda, y sabe sellar el pacto entre un hombre y una mujer convirtiéndolo en piedra angular, complicidad básica, acto fundacional. “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”, dice la abuela de Saramago, y esta melancolía, que el nieto hereda y convierte en libros, hace que éstos sean tristes, sí, pero “Dios mío, qué dulce y suave tristeza, y que no nos falte nunca, ni siquiera en las horas de alegría” 

Cipriano —uno de sus grandes personajes—, va murmurando los nombres de los seres que ama, de los objetos de su vida, su propio nombre, “Cipriano, Cipriano, Cipriano, lo repitió hasta perder la cuenta de las veces, hasta sentir que un vértigo lo lanzaba fuera de sí mismo hasta dejar de comprender el sentido de lo que estaba diciendo, entonces pronunció la palabra horno, (...) la palabra perro. (...) la palabra agua (...), la palabra mujer (...), la palabra hombre, la palabra, la palabra, y todas las cosas de este mundo, las nombradas y las no nombradas, las conocidas y las secretas, las visibles y las invisibles”. Así como Cipriano, Saramago va poniendo en sus libros todas aquellas palabras que han hecho de él un escritor, pese a que cuando las escuchó por primera vez no las sabía escribir porque era analfabeta, al igual que su madre, él que seguiría siéndolo todavía algún tiempo, ella durante toda su vida. 

Y cómo no mencionar aquí, para terminar, esa forma suya tan propia de establecer complicidad con nosotros, sus lectores, llevándonos de la mano, orientándonos, haciéndonos guiños, como si nos dijera al oído: esto es entre tú y yo, lectora, lector, porque mis personajes son sólo eso, personajes, y tienen un alma, sí, pero es un alma de papel, y por tanto esta historia que te estoy contando se trata en realidad de ti y de mí, que somos los únicos de carne y hueso; se trata de tu vida y de la mía, que de verdad acontecen e importan; se trata en el fondo solamente de ti, que esto lees, y de mí, que esto escribo. 

Lo demás son palabras: el regalo de las palabras de José Saramago, un camino hermoso y consistente que nos lleva a recorrer los territorios de lo humano hasta llegar al corazón. 

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