Daniel Samper Ospina
4 Julio 2021

Daniel Samper Ospina

Si la vacuna fuera Colombiana

En la ampolleta del presidente, el chip sería de chocolate. Y el daño colateral sería volverse uribista y, en casos extremos, aspirar a la presidencia.

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La pandemia me ha afectado los nervios y la dignidad, no digo que no, pero me precio todavía de no haber utilizado el sinónimo “biológico” para no referirme a la palabra vacuna y de no haber gastado dinero vacunándome en Estados Unidos. Y no lo digo con resentimiento sino con envidia: más de una noche imaginé que viajaba a Miami y una enfermera parecida a Pamela Anderson me ofrecía un bufet completo de vacunas, un “All you can eat” de todas las marcas, frente al que bastaba señalar una para ser inoculado:

—Deme dos Pfizer y una AstraZeneca, por favor…
 
Pero esperé pacientemente a que llegara mi turno, como en efecto sucedió hace unos días, cuando liberaron vacunas en Bogotá para personas mayores de 40 (o de 45): aquel día me acerqué al punto de vacunación silbando la canción de “Música, más música, es lo que queremos en El show de Jimmy” como muestra  irrefutable de que ya tenía la edad suficiente para recibir la primera dosis: de que el turno había llegado para esta generación que se alimentó con perros Alonsín y los helados Holanda por aquellos años en que el presidente Duque se sacaba la lengüeta de las botas Reebok y montaba su primer grupo de rock.

Era domingo y el lugar lucía como la colección de triunfos diplomáticos de Pachito Santos: desierto. A la mejor manera de Simón Gaviria —esto es, con decisión y sin leer—, estampé mi firma en un formulario, y a los pocos minutos un celador se hizo presente: 

—¡Jansen! ¬—gritó de golpe.
—La que tenga está bien —le dije.
—No, no: Jansen es la persona que le pondrá la vacuna.

A a los pocos minutos apareció el enfermero Jansen, efectivamente. 

—¿Cuál es el bracito con el que escribimos? —me preguntó en plural y diminutivo, como corresponde a todo miembro del personal de la salud. Es parte de lo que estudian en la facultad: un curso de cómo hablar en plural, en diminutivo y sin artículo, para que tanto órdenes como tragedias parezcan menos bruscas: “tenemos cancercito de pulmón, lo dice esta manchita”.

—Escribo con el centro —le dije para defender mi objetividad.
—Me refiero a cuál es la manita que más usamos —insistió con el diminutivo, como si hablara con Germán Vargas Lleras.

Desnudé entonces el mejor trozo de mi hombro izquierdo, que, expuesto de ese modo, pálido, tibio y blandengue, parecía un homenaje al voto en blanco.

—Tomemos airecito —me pidió Jansen. 

No alcancé a hacerlo porque, con un movimiento limpio y rápido, hizo con mi hombro lo que inteligencia militar con los teléfonos de la oposición: me chuzó sin reparo alguno, y recibí en el torrente el líquido frío como un regalo del cielo. Por poco grito ¡Ajúa!

Jansen me informó que mi vacuna era marca Pfizer y, la verdad, no esperaba menos de mí: fue la que siempre soñé. Me dio una fecha para regresar por la segunda dosis, y durante algunos días miré con conmiseración a quienes llevan en su sistema vacunas chinas, vacunas rusas, ¡“biológicos” cubanos! y enseñé a mis hijas que sintieran piedad por todos ellos. 

—Hazle un dibujo a tu abuelito, que le dieron la AstraZeneca, pobre. Pero no te le acerques mucho.

Sin embargo, cuando visité a Jansen para que me pusiera la segunda dosis de mi Pfizer, me dijo que no había: que sufrían un retraso.

—¡Per cómo puede ser! ¿Y el plan de vacunación? 
—Es un retrasito —me dijo.

No había vacunas Pfizer y tuve el temor entonces de que el Ministerio de Salud desarrollara la propia, la Ganoderma, con aportes de Tito Crissen (o de la persona de quien Tito Crissen los haya tomado), Patarroyo y la Virgen de Chiquinquirá: por pedido de Duque —y del general Ajúa— vendría con un chip para hacer seguimientos.  En la ampolleta del presidente, el chip sería de chocolate. Y el daño colateral sería volverse uribista y, en casos extremos, aspirar a la presidencia. 

Le pregunté a Jansen si al menos tenía otra vacuna, acaso la antirrábica o cualquiera que me ayudara a soportar la vida en Colombia. Porque por estos días nada se soporta. Petro propone imprimir billetes; Claudia López no conversa con la primera línea; la Coalición de la esperanza organiza reuniones deprimentes; Uribe se sigue negando a hablar en la Comisión de la verdad.  La única nota optimista de la semana fue la charla de Duque con Biden: ¿cómo pudo suceder? ¿La entrevista que se concedió a sí mismo en inglés era acaso para ensayar? Imagino la conversación:

—Hello, president Biden: saludes le mandó el presidente Uribe, que lo quiere mucho. 
—¿Is there police abuse in Polombia, Mr Duque? ¡Colombians lives matter!
—No, Mr. president: my opponent said he was going to protest all my term… 
—What about the “estallidou soucial”?
—Lo que hay acá es un estallido del emprendimiento: nuestros jóvenes utilizan materiales de reciclaje para hacer sus escudos; gracias a nuestro modelo de desarrollo, los oftalmólogos están teniendo trabajo: somos la Silicon Valley de la región.
—What about Memo Phantom; what about Ñeñe; what about lawyer Chain? What means “se le llorosea la breva”?

Pero Jansen me dijo que tampoco tenían la antirrábica: que no quedaban existencias.

Regresé a la casa con la promesa de que en el país del estallido del emprendimiento algún día llegaría la segunda dosis: acaso cuando construyan la tercera casa en San Andrés, acaso cuando vuelva a la televisión el programa del presidente. Ojalá sea pronto e incluya un nuevo segmento musical. Puede ser el de “Cante aunque no cante” en homenaje al mismo tiempo a Jimmy Salcedo y a Álvaro Uribe en la Comisión de la verdad.

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