Daniel Samper Pizano
3 Abril 2022

Daniel Samper Pizano

TODO POR UNA PELADA

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Cuando Will Smith asestó una cachetada e insultó a gritos a su colega Chris Rock en la premiación de los Oscar por un mal chiste de este sobre la mujer de aquel, pocos pensaron que se trataba de un pescozón de verdá verdá; creían que el golpe era parte del libreto. Un sector de la audiencia aplaudió al agresor y, sin embargo, tan pronto como se aquietaron las aguas, el propio Will midió el catastrófico efecto de su metida de pata y, arrepentido, gritó el mea culpa.

Aquella bofetada fue más que un guantazo: esa noche estalló un petardo que reventó la frágil caja de Pandora y liberó numerosos demonios, tensiones, problemas sin resolver, debates filosóficos y miedos. La monologuista Kathy Griffin advirtió: “Ahora tememos que aparezca en un club nocturno o un teatro el próximo Will Smith”. Otro cómico, Jim Carrey, no vaciló en condenar al que había sido hasta entonces el simpático amigo de todos. “No hay derecho a subirse a un escenario y pegarle a alguien porque dijo algo que no te gusta”.

Con la palmada saltaron los fantasmas más calientes. El racial, por ejemplo. A nadie se le escapaba la paradoja de que en el planeta Hollywood, donde triunfar ha sido tan difícil para los artistas negros (solo han ganado 20 premios Oscar en 93 años), dos de los más célebres y queridos humoristas afroamericanos protagonizaran tan bochornoso espectáculo. Los que bucean más profundo abundaron en teorías psico-sociológicas sobre la discriminación que sufre el pelo chuto en una sociedad de blancos. Precisamente Chris Rock es autor del interesante documental Good Hair (Buen pelo), donde revela los prejuicios capilares de algunos morenos y la lucha por esconderlos, complejo del que se lucra una poderosa industria cosmética productora de menjurjes para alisar las mechas. El título del video procede de una pregunta que le disparó alguna vez su atribulada hija de tres años: “Papá, ¿por qué no tengo buen pelo?”.

También brincó el espectro del género. Hubo quienes se alegraron de que un hombre le cascara a otro por defender a una mujer herida. Era como una reedición de los viejos duelos viriles a garrote, espada o pistola por causa de una dama. Pero hubo también quien señaló el episodio como un caso más de machismo: así se resuelven las diferencias en el mundo patriarcal.

No faltaron los que calibraron lo sucedido como fruto de la violencia que palpita bajo el pellejo de la sociedad norteamericana, donde el camino expedito para enfrentar problemas son los puños o los balazos. ¿Acaso no es eso lo que enseñan las películas de Hollywood, precisamente? 
Los etólogos fueron más allá: la ira de Smith ante los sollozos de su compañera ofendida por el chiste sobre su calvicie (Jada Pinkett Smith es una bella mujer que se mandó tusar para combatir la alopecia) responde a una reacción instintiva del alfa de la manada cuando algo afecta a la hembra. Los monos y los lobos actúan igual, y no son actores de cine.

Otros súcubos y mandingas fugados de la caja se refieren a desajustes menores: la vanidad de los divos con sus débiles personalidades y su hipocresía... La envidia cainita entre supuestos colegas: dos de los mejores y más queridos humoristas negros gringos (no tan buenos, eso sí, como Kevin Hart) fueron capaces de pelear ante 15 millones de espectadores... También la desproporción entre transgresión y castigo: Chris hizo un chiste de mal gusto (nunca faltan en una rutina cómica algunos chascarrillos malvados y otros flojos) y el ofendido acudió a la violencia y el insulto, aunque luego se arrepintió públicamente de su zafada.

Y aquí viene lo interesante, porque, a mi juicio, el coscorrón plantea dos grandes temas: los alcances del humor y el ámbito de la libertad de expresión. Sobre este último volveré en otra columna, pues pienso que se trata de uno de los bienes democráticos más amenazados en el convulso siglo XXI.
Parte de la libre expresión es el humor satírico como manifestación esencialmente humana y garantía de una sociedad libre. El caso Smith y Rock constituye interesante ejemplo. Se dijo que el chiste en torno al cráneo pelado de misiá Jada era inaceptable porque la alopecia es una enfermedad y en los temas de salud no caben bromas. Pero lo malo no es la enfermedad sino la calidad del chispazo. He oído magníficos cuentos sobre diversos males y conozco pacientes crónicos que combaten sus achaques con química y buen humor. Aceptémoslo: los defectos físicos son inseparables del chiste. Ya divertían a los romanos, que sustituían nombres por apodos, como Cicerón, que significa garbancito. ¿Quién no recuerda, además, cuentos sobre gordos, flacas, cojos, gagos, bajitos, tetonas, calvos? El que los narra no lo hace con el ánimo de burlarse, sino porque los defectos son excepciones y lo inusual es el semillero de la risa.

¿Todo chiste vale? Por supuesto que no. Pero el secreto no está en el retruécano sino en las circunstancias: quién dice lo que dice y a quién lo dice. Un judío puede matar de la risa a sus correligionarios contando chistes sobre judíos, pero el más inocente de esos gracejos haría merecedor a un goy (no judío) del calificativo de antisemita.

El apunte de Rock fue una pifia. Mas, pasado un primer momento de emotiva solidaridad, la reacción violenta y destemplada de Smith recibió rechazo casi unánime. Aun las figuras públicas más ridiculizadas por los comediantes aceptan que es indispensable en una comunidad la dosis de crítica, distensión, diversión y humildad que los chistes aportan. Pues, como escribió el guionista Allan Sherman, “La sátira es furiosa y optimista: ella cree que es posible atacar el mal y abolirlo”.

Esquirlas. Alias Fico entró al tarjetón electoral. ¿De modo que ya se aceptan sobrenombres? Si lo hubieran aplicado a Culo ‘e hierro, Casandro, la Pola, Mascachochas, el Mono, el Zorro Plateado, el Sordo, el Monstruo, Gurropín, el Monarca, Remache y Bojote, la historia de Colombia sería un cuaderno de cómics.

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