La democracia, que a menudo cojea, tropieza, se arrastra, cae y se ensucia, es capaz también de ofrecer momentos esplendorosos. Vimos un ejemplo de ello el jueves pasado, cuando una jueza, apoyada en una catedral de argumentos jurídicos, rechazó presiones, amedrentamientos y el peso formidable de un personaje ante el cual se han arrodillado leyes y autoridades, y dijo NO a las pretensiones de impunidad que acariciaban el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el aparato estatal, social y propagandístico que lo rodea y protege.
El pronunciamiento adverso al omnipresente y omnipotente político, actual mandatario por interpuesta persona, era un incidente normal en un proceso; el que se le sigue desde hace cuatro años por presunto fraude procesal y soborno de testigos. En este caso, no obstante, revestía características casi heroicas. Se trataba de decidir si para la justicia colombiana la preclusión que pedía el acusado era aceptable, de modo que de serlo, muriese allí el proceso prematuramente y se archivase la causa. Era un punto crítico que había convocado y alineado todas las armas que maneja el reo desde cuando renunció a su curul en el Senado en agosto de 2020 por temor a la Corte Suprema de Justicia y se puso en las manos amigas de la Fiscalía y la justicia ordinaria.
El juicio se veía a través de internet. Las casillas de la transmisión anunciaban a algunos de los abogados más pesados y cotizados del país, casi todos ellos al servicio de Uribe. También formaban parte del temible equipo la Fiscalía y la Procuraduría. Como observadores ocupaban ventana en el mosaico varios periodistas y también abogados, políticos y testigos que han demandado a Uribe. Cientos de miles de personas esperaban en el país la trascendental decisión que, de ser afirmativa a la solicitud, archivaría uno de los episodios más atendidos de la historia reciente de Colombia; o, de lo contrario, sería una luz verde para que continuara el viaje procesal.
En medio de estas fieras se hallaba la jueza 28 del Conocimiento de Bogotá, Carmen Helena Ortiz Rassa, bajo cuya jurisdicción se encuentra el caso. No era un grupo colegiado, como en un tribunal o una corte, sino una sola ciudadana calificada por sus conocimientos, su talante y su juramento de imparcialidad para representar la majestad de la Justicia y, en última instancia, la independencia de poderes que es base de la democracia. Nacida hace una cuarentena de años en Ancuyá, Nariño, un pueblo de siete mil habitantes distante dos horas de Pasto, la doctora Ortiz se graduó de abogada en 1998 en la Universidad Santo Tomás de Aquino, se especializó en la Nacional y en 2000 empezó su carrera en la judicatura, donde ha ocupado diversos cargos y presidido despachos en la rama penal. Quienes la conocen la describen así en la prensa: “Tiene la capacidad para sacar adelante el proceso y juzgar sin distingos políticos”... “Es persona seria, juiciosa y de bajo perfil”... “Está al frente de un equipo de trabajo muy bueno”... Ofrece, además, un aspecto amable y atractivo (No se trata de un piropo asimilable a acoso sexual, querida y admirada Claudia Palacios, sino de una mera descripción. Pero, para evitar regaños, la retiro. También retiro aquello de querida y dejo sin tocar la admiración).
Bajo el mando de la jueza Ortiz empezó el jueves la importante sesión que iba a prolongarse por doce horas. El fiscal especial Gabriel Jaimes Durán, abogado archicristiano y uribista entrenado en la escuela ultraconservadora del sancionado exprocurador Alejandro Ordóñez, leyó su documento en que pedía la preclusión, figura jurídica que consiste en dar por terminado un proceso sin que este haya llegado a su fin, ante la notoria falta de mérito de la acusación. A pesar de las dudosas credenciales de Jaimes como profesional (famosos catedráticos de Derecho dicen que no tiene el nivel que exige su cargo) y los altibajos de su hoja de vida laboral en chanfas del Estado, era el hombre encargado de salvar a Uribe. Lo escogió para tan alta misión el fiscal general Francisco Barbosa, quien debe su puesto al primer mandatario Iván Duque, ungido, a su vez, por Uribe como carta presidencial. En billar esta jugada se llama tastás. En política, rosca de influencias.
Muchos esperaban que la jueza cediera ante la magnitud del poder del procesado. Parecía desigual la confrontación. No faltaron las analogías con los arrasadores tanques rusos frente a los inermes hospitales ucranios. Pero el uribismo no supo calibrar el coraje innato de los nariñenses. Los pastusos no le tuvieron miedo a Bolívar, mucho menos iba a temblar ante Uribe la ancuyana Ortiz. Código y Constitución en la mano, la jueza demolió el deleznable alegato de Jaimes. Las causales de preclusión que señala el artículo 332 del Código de Procedimiento Penal son siete. Ninguna sirvió para decretar la impunidad del acusado. Es más: la magistrada le tiró las orejas al fiscal por la pobreza de sus conocimientos de Derecho. (La famosa y prendediza mediocridad del mandato).
Su conclusión cayó como una bomba: “Resulta claro para el despacho que sí existe una hipótesis posible acerca de la materialidad del delito de soborno a la actuación penal”, dijo la jueza. En consecuencia, “el despacho rechaza la petición de preclusión de investigación por los delitos de soborno en actuación penal y fraude procesal”.
A ese democrático momento luminoso me refiero. El instante en que una mujer nacida en la provincia lejana pone en su sitio a una jauría de abogados al servicio del político más poderoso del país y, en pronunciamiento sosegado e intachable, dice: “Negada la petición. El proceso sigue adelante”.
Es casi poético.