Helena Urán Bidegain
23 Mayo 2022

Helena Urán Bidegain

¿Qué hará el próximo comandante en jefe?

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A un paso de las elecciones creo importante hablar sobre la institución y la doctrina militar.

No solo se elegirá a un presidente, sino también a quien la Constitución en su artículo 189 designa como “Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de la República”. Es decir, un civil que estará por encima del general en servicio de mayor rango, aunque en Colombia esa relación, sea desde hace décadas bastante difusa.

La fuerza pública (FP) goza de un poder extremo que se remonta a más de medio siglo atrás cuando durante el Frente Nacional se convirtió, según el sociólogo Francisco Leal Buitrago, en el instrumento más eficaz del Estado para consolidar una ideología (doctrina de la Seguridad Nacional/ Guerra Fría) que articuló políticamente a los militares con la vida nacional y con ello la aceptación de su dominación. Desde entonces la FP, sobre todo su ala más intransigente, es respaldada y retroalimentada por los sectores más autoritarios y antidemocráticos de las élites políticas y empresariales a las que hasta ahora ningún gobierno ha vuelto a poner en su lugar.

El gobierno saliente, destacado por su incapacidad en muchos ámbitos, también lo ha sido en cuanto a recordarle a la institución castrense que en una democracia ellos deben estar al servicio de todo un país y subordinados al poder civil. 

Pero los anteriores jefes de Estado/comandantes en jefe, poco interesados en fortalecer la democracia y en consonancia con los partidos políticos tradicionales, tampoco se esforzaron en superar y dejar atrás el militarismo característico del país, posiblemente porque entendían que de hacerlo atentarían contra un sistema del que en todos los ámbitos han sabido aprovechar bien. En cuanto a su relación con la FP el comportamiento refleja un acuerdo tácito entre ellos: Tú me proteges a mí yo te encubro a ti y el poder se mantiene entre nosotros.

Bajo esta lógica, investigaciones científicas, periodísticas, procesos jurídicos nacionales e internacionales, han llegado a la conclusión de que en Colombia muchos miembros de la fuerza pública y su inteligencia han actuado bajo el convencimiento de que nunca tendrán que responder ante la ley. 

La institución ha sido acusada de asesinar civiles indefensos en el campo, atentar contra la vida de manifestantes, silenciar e intimidar a periodistas, amedrentar a defensores de derechos humanos, sindicalistas y líderes sociales, de espiar a magistrados y operadores de justicia, torturarlos y ejecutarlos, llenarse los bolsillos con fondos públicos, trabajar de la mano con un ejército armado ilegal y también asesino paramilitar, de tener nexos con el narcotráfico, y encima el país empobrecido soporta la falta de transparencia en cuanto a lo que debe pagar para mantener sus privilegios corporativos excepcionales (fondos de pensiones, cajas de vivienda, prebendas, bonificaciones, vacaciones, entre otro tipo de beneficios); y sin algún tipo de vergüenza también opinan públicamente sobre política sin que el ejecutivo los llame a respetar la Constitución del país.

En Colombia ninguna institución estatal tiene tanto poder como la castrense, y en esa correlación, posiblemente ninguna otra rompa con tanta constancia y frecuencia lo que le está permitido por la ley. Además, al no estar ni siquiera sujeto a los cuatro años que sí limitan, al menos en tiempo, a un mal gobierno empapado en actos de corrupción, como el que aún está en el poder, el país permanece a la deriva y navegando en la suma de abusos cometidos por la institución militar sin poder contar con que desde el gobierno alguien protegerá su vulnerabilidad.

Actualmente, gracias a la proliferación de cámaras/teléfonos personales, los abusos cometidos por la fuerza pública son cada vez más visibles y dejan en evidencia su regularidad. Y como si los hechos mismos no fueran un acto suficientemente indigno, ante acusaciones, la institución en vez de corregir, ejemplarmente, tiende a negar, insiste en las supuestas “manzanas podridas” o inculpa desvergonzadamente a otros, para legitimar su manera ilegal de actuar respondiendo que tales cuestionamientos suponen una afrenta a la honra o el honor militar.

Es precisamente por esta razón que la institución le teme tanto a la memoria y a la verdad histórica.

La fuerza pública y la memoria histórica

La fuerza pública ha logrado con facilidad que aquellos acostumbrados a obedecer y que no saben reclamarle al poder, se convenzan de que Colombia se divide entre buenos y malos y que ellos, por supuesto, son los héroes; los que siempre vendrán a proteger. 

En la narrativa dominante se presentan como los salvadores de la democracia; solo basta con recordar al tristemente célebre coronel que con sus tanques entró a disparar dentro del Palacio de Justicia, la máxima sede del poder judicial (1985), repleto de personas inocentes, para después explicar como lo más natural, que eso lo hacían para “salvar la democracia, maestro”. Y el país, en su momento, le creyó.

Por eso no es de sorprender que después de años de construir una narrativa dominante que los ha puesto bajo el mejor foco, una de sus grandes batallas, en la actualidad, sea precisamente la de la memoria histórica. Evitar que sus responsabilidades frente a las víctimas y en los engranajes de la guerra se tematicen y sea conocido por el conjunto de la sociedad. Nada que conlleve a que su reputación se desmorone entre los que en su fanatismo bélico siguen disciplinados creyendo y acolitando su forma deshonrosa de actuar.

Tal como lo plantea María Emma Wills en su reciente libro Memorias para la Paz o Memorias para la Guerra, “El fin último de los ejercicios que las FFMM y la Policía impulsan no es ante todo reparar a su víctima dejando que ellas encuentren su propia voz y recuerdos, ni esclarecer lo acontecido, sino por, sobre todo, mantener la legitimidad institucional. Esto supone que lo que sus propias víctimas recuerden no puede señalar fallas o expresar agravios frente a las instituciones y que la elaboración de contextos y reconstrucción de dinámicas violentas debe ante todo mostrar a la fuerza pública bajo su mejor cara”.

Acorde a Wills, incluso en 2018 el Comando General de las Fuerzas Militares expidió el “Plan narrativa marco del conflicto armado colombiano” con unos lineamentos en memoria histórica, es decir, un libreto uniforme para presentar. Este plan contenía unas “líneas de contraargumentación” para ser expuestas por sus integrantes en procesos de “contribuciones a la Comisión de la Verdad y a la Justicia Especial para la Paz; (organizaciones que no se establecieron para reproducir la versión oficial sino para el esclarecimiento histórico de los hechos y la búsqueda de la paz. Llama además la atención que, no solo han usado manuales ajustados a la doctrina de la Seguridad Nacional, para interrogar y después torturar/desaparecer a inocentes, tal como lo demostró la organización Forensic Architecture en su investigación sobre la retoma del Palacio de Justicia https://forensic-architecture.org/investigation/enforced-disappearance-at-the-palacio-de-justicia, sino que ahora metódicamente nuevos manuales son piezas claves para seguir dominando a la sociedad con la construcción de la memoria del país).

Así que aquel miembro de la fuerza pública que busque acogerse a la JEP o dé su testimonio ante la Comisión de la Verdad tiene previamente claro qué es lo que tiene y puede decir. Y una vez más vuelven a incurrir en una violación a la ley. Y me refiero a la Ley 1448, art.143, que define claramente que “… en ningún caso las instituciones del Estado podrán impulsar o promover ejercicios orientados a la construcción de una historia o verdad oficial.”.

La transparencia, la verdad o la defensa de la vida de sus conciudadanos (cualquiera que sea) no parece ser un valor arraigado, ni su mayor afán, sino más bien que siga imperando la memoria desde el poder oficial y con ello mantener viva su doctrina en la que el enemigo (interno) es quien tiene ideas distintas de país, se atreve a pensar, cuestionar o busca construir una sociedad más justa y plural.  
Ellos, “héroes”, estarán siempre libres de cualquier sospecha, actitud que todos sabemos genera un daño tremendo al Estado de derecho y la democracia del país.

Fuerza pública y persecución

Por otro lado, es por eso por lo que aún vivas las doctrinas políticas de la Guerra Fría para este sector del país con pavor a cualquier intento de reforma o cambio democrático, se busca debilitar la labor de los defensores de DDHH, sindicalistas o periodistas en Colombia, asediándolos y estigmatizándolos como sucedió desde la inteligencia militar con el conocido caso de las carpetas secretas (2019), eso sin entrar a mencionar los actos ilegales cometidos por el desmantelado Departamento de Seguridad Administrativa (DAS), que, aunque dependía directamente del ejecutivo, procesaba la información y trabajaba coordinadamente con otras instituciones como la militar. 

En las declaraciones ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pocos días atrás, https://www.youtube.com/watch?v=hx6Bh81l8_s&t=13402s los miembros del Colectivo José Alvear Restrepo, CCAJAR, denunciaron el espionaje, persecución y estigmatización del que han sido víctimas por defender los derechos de otros. Declararon que con el tiempo, el modelo de represión no cesó, sino que se ha vuelto más penetrante y sofisticado. 

La manera ilegal de operar de la inteligencia colombiana y de la institución militar, refleja la débil democracia en Colombia que es hora ya de fortalecer.

Entonces los retos para el próximo presidente son muchos, y tendrá que responder una a una las siguientes preguntas: ¿Cuál va a ser su relación con la institución militar? ¿Se buscará una reforma de la doctrina militar? ¿Habrá depuración? ¿Tendrá acceso la sociedad civil a la información y archivos militares, o se seguirá escondiendo con la excusa de tratarse de temas de Estado y de seguridad nacional? ¿Cómo se tratarán los ascensos dentro de la institución y quién estará en los puestos de mayor responsabilidad? ¿Se mantendrá el negacionismo y la construcción de una memoria oficial o por el contrario se apoyará a las instituciones y organizaciones que en su trabajo creen en la necesidad de democratizar la memoria? ¿Buscará generar consensos dentro de la sociedad e instituciones estatales en cuanto a que personas inocentes han sido asediadas y han muerto por políticas de Estado utilizando al ejército como su más eficaz herramienta para lograrlo? ¿Dignificará el comandante en jefe y la institución castrense a sus víctimas o se mantendrá la relativización? 
Por último: ¿Pondrá el próximo jefe de Estado a la fuerza pública en el lugar en el que deben estar y con ello dirigir al país hacia un Estado más democrático? 


 


 

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