
Teresa, una de las madres que busca sin descanso a su hijo en La Escombrera
Teresa Gómez de Mejía con la foto de su hijo Ermey, una de las víctimas de desaparición forzosa en la comuna 13 de Medellín.
Crédito: Pablo David
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El miércoles 18 de diciembre de 2002, Ermey Mejía Gómez, un estudiante joven fabricante de correas, salió de su casa: “Ahora vengo”, dijo, y desapareció. Su familia es una de las 502 que buscan saber qué pasó con sus seres queridos en la comuna 13. Esta es su historia.
Por: Rainiero Patiño M.


La pala de la excavadora barre la arena con firmeza y cuidado, como una madre que raspa un algodón sobre la costra de una herida profunda en el cuerpo de su hijo. Cada movimiento, por sutil que sea, reaviva el dolor, pero es el único camino para la sanación completa. Son dos máquinas las que remueven la tierra con calma en la cima de una montaña. Mientras tanto, los forenses observan de cerca. Buscan pistas sobre 502 personas desaparecidas en La Escombrera en Medellín. Veintidós años después, la tierra ha empezado a hablar en la comuna 13, dice Teresa Gómez de Mejía, que aún llora a su hijo Ermey y dicen todas las familias incompletas.
A un lado, 37.022 metros cúbicos de tierra y escombros se alzan como evidencia del dispendioso trabajo que adelantan los profesionales de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD). Las nuevas montañas están cubiertas con plásticos negros que son como un manto de duelo. Recuerdan los crímenes ocurridos allí, los cuerpos arrojados sin compasión y la negligencia de los gobiernos, que han ignorado a quienes, por años, pidieron buscar en la tierra en La Escombrera.
El lugar es pieza clave para la reconstrucción de la memoria de lo ocurrido a finales de la década de 1990 y comienzos de 2000, cuando la comuna 13 fue un territorio en disputa por el control de los grupos armados. Guerrilla y paramilitares se enfrentaron de manera desalmada y, en medio de la confrontación, siempre estuvo la población civil, lo que produjo un saldo trágico. Entre 2001 y 2004, se llevaron a cabo 34 operaciones militares en este lugar.
El terreno delimitado es de 6.800 metros cuadrados y está organizado por cuadrantes con letras y números. No hace falta ver sangre ni partes humanas para sentir escalofríos. Cintas lilas y amarillas demarcan zonas, banderitas verdes y naranja en la punta de estacas de madera detallan los puntos donde el 18 de diciembre y luego el 8 y 9 de enero se hallaron restos óseos.
Estas osamentas, según las valoraciones preliminares corresponden, al menos, a cuatro personas, entre ellas una mujer joven. Todas las víctimas presentan signos de violencia peri mortem; es decir, como causa de muerte, y marcas de haber sido asesinadas con tiros de gracia. Esto demuestra, como lo han gritado cientos de activistas y decenas de murales, que “las cuchas tenían razón”.

En estos 22 años de búsqueda, 24 de las mujeres buscadoras de la comuna 13 han fallecido sin saber la verdad sobre su familiar. El caso más reciente es el de Luz Ángela Velásquez, esposa de Carlos Mario Pérez, que fue raptado por tres hombres el 18 de noviembre de 2002. La mujer, al enterarse de los hallazgos del pasado 18 de diciembre, subió hasta La Escombrera y la impresión le generó un fuerte dolor de cabeza por el que tuvo que ser hospitalizada. Murió el 20 de diciembre.
“No saben cómo yo lo extraño”
Era el miércoles 18 de diciembre de 2002 y por la temporada de fin de año el pequeño negocio familiar de fabricación de bolsos y cinturones andaba a tope. Ermey estaba apurado. Había hecho 48 correas de las 50 que se había puesto de meta. Quería terminar ese lote para poder darle la sorpresa a su novia Alexandra: comprarle un vestido para el estreno del 24 de diciembre.
En el momento de su desaparición, Ermey tenía 22 años y estudiaba de lunes a viernes reparación de computadores en el instituto Compuestudio. Entraba a las siete de la mañana y salía a las seis de la tarde. Dedicaba los sábados a formación laboral en la corporación Censa. Casi nunca se quedaba en la calle. Cuando iba a demorarse, llamaba a Teresa desde un teléfono público, pues los celulares eran un lujo que no podían darse. Los sábados, después de trabajar, Ermey se acostaba un rato y a las siete de la noche “se organizaba” para visitar a Alexandra en la casa de enfrente.
Además del hijo mayor, Ermey y Teresa eran los mejores amigos. Tirados en el piso de la terraza, el joven solía contarle sus secretos más íntimos. Era muy cariñoso y cuidaba mucho a sus hermanitos, de 11 y 7 años. “Me trataba como si fuera una porcelana. No saben cómo yo lo extraño. Van 22 años y no he sido capaz de superarlo”, dice Teresa, con la garganta rasgada.
Norley, un amigo de Ermey, se asomó por el balconcito de la casa al final de la tarde. Le silbó, lo llamó por su nombre, le dijo que lo acompañara al Seis, un sector arriba del barrio El Salado. El rostro y los labios de Ermey, siempre rojizos, se pusieron pálidos. “No vaya por allá. Esto como está de peligroso”, le dijo Teresa. “El que nada debe, nada teme. Ahora vengo”, respondió el muchacho. Fueron unas de las últimas palabras que le escuchó decir.
Al rato, Norley regresó. No supo dar respuestas sobre Ermey. “Él baja ahora”, fue lo único que dijo. Pero no llegó. A las siete de la mañana del día siguiente, Teresa, de la mano de su hija, lo buscó por todas partes. A la una de la tarde, le avisó a un hermano. Juntos subieron hasta el Seis y hablaron con un paramilitar conocido como Junior.
“Yo sé que ustedes mandaron por mi hijo anoche, bajó la Costeña y José Licario (los alias con que eran reconocidos dos paramilitares en el sector) Si lo mataron, entréguenmelo, por favor”, les dijo. Como no le dieron respuesta, Teresa empezó gritar y a darle cabezazos a un quiosco del lugar. Ante el reclamo, la amenazaron y le dijeron que, si no se marchaba, iban a acabar con todos en su casa.

Después vinieron las visitas repetidas a Medicina Legal, los reportes seguidos a las autoridades, las búsquedas en los sitios de reclusión. En los centros donde estudiaba Ermey les dieron unas cartas de recomendación. Decían que era una buena persona, por si servían para algo.
El 29 de diciembre, una joven que se identificó como la pareja de Jorge Enrique Aguilar, un temido excabecilla del Bloque Cacique Nutibara de las AUC, quien ya fue condenado a 26 años de cárcel por desapariciones en la comuna 13, llegó a la casa de Alexandra y le dijo a su mamá que a Ermey lo habían matado ese día en la mañana. La señora le contó a Teresa, quien, al no conocer a la joven, no quiso creer.
El hermano menor y el trapo blanco
Los únicos días en que Juan Diego, de 7 años, no lloraba al dejarlo en el colegio, era si su hermano Ermey lo llevaba en la moto. Por las calles altas de El Salado, en la comuna 13, los hermanos bajaban. Juan sentado en el tanque de la gasolina y con las manos apoyadas en los retrovisores; Ermey, conduciendo alegre.
Juan ahora tiene 29 años, es historiador y se dedica a investigar temas de memoria en América Latina, principalmente de desaparición forzada en Colombia y la comuna 13. Los recuerdos que tiene de su hermano están relacionados con su grupo de amigos, la forma en que ellos, sin importar que fueran más grandes, lo integraban a los “parches” para escuchar música salsa o baladas americanas. También recuerda los días en que exploraban la montaña o simplemente caminaban por el barrio cuando aún se podía.
Las balaceras ya eran parte del paisaje. Por eso, a pesar de que era un niño, Juan tiene el recuerdo vivo de tres grandes operativos militares en el barrio. Uno de estos fue el del 21 de mayo de 2002, conocido como la operación Mariscal. En su memoria aún está el sonido fuerte de las explosiones y los disparos de los helicópteros artillados.
Ese día un tío, que vivía en una parte más alta del barrio, llamó temprano a Teresa para decirle que no salieran de la casa porque venían muchas tanquetas. Durante 12 horas y media el intercambio de disparos no cesó. Fue tan violento que los propios vecinos ayudaron a bajar a los heridos al Hospital de San Javier en camillas improvisadas. Muchos estudiantes y trabajadores quedaron entre el fuego cruzado. Nueve personas fueron asesinadas, incluyendo tres menores de edad, y otras 37 resultaron heridas. Las balaceras se registraron en los barrios Nuevos Conquistadores, Villa Laura, Independencias, 20 de Julio y El Salado. Con valentía, en un ejercicio de resistencia pacífica, la gente salió a la callé con sábanas y trapos blancos para exigir el fin del combate.
Juan le pidió a Teresa que lo dejara sacar un trapo para mostrárselo a los helicópteros, porque escucharlos disparar le daba mucho terror. Recuerda las telas al aire y la gente gritando por la paz. Esa cree que fue la primera vez que se movilizó. En respuesta, los paramilitares organizaron días después el Sábado Negro, otra terrorífica jornada, que dejó muertos y muchas casas quemadas.

La mañana de la Operación Orión, una explosión fuerte despertó a Juan. El vecindario permaneció encerrado todo el día. Ese día, habían dejado a un niño vecino bajo el cuidado de Teresa. El pequeño tenía una pierna enyesada hasta la punta de los dedos y, cada vez que oían las ráfagas, corrían a meterse debajo de la cama, como si se tratara de un juego, por lo que el piso quedó lleno de rayones.
Orión, como aquel gigante cazador de la mitología griega, a quien los dioses pusieron en el cielo en forma de constelación, fue bautizada la más grande acción armada realizada en una zona urbana en medio del conflicto armado. El operativo empezó el 16 de octubre de 2002 y se extendió durante los meses de noviembre y diciembre. Participaron unos 1.500 hombres del Ejército Nacional, el DAS, la Policía, el CTI y Fuerzas Especiales Antiterroristas con tanquetas y helicópteros artillados, apoyados por paramilitares que habían realizado un trabajo previo de inteligencia y acompañaron a la fuerza pública en sus labores de allanamiento y captura de supuestos colaboradores de la guerrilla.
A Juan también lo marcó esa noche del 18 de diciembre, cuando se llevaron a Ermey. Recuerda que, para tratar de calmar a Teresa, el tío le dijo: “De pronto está celebrando el campeonato del Independiente Medellín contra Pasto”. Juan no lo creyó, pues Ermey no era hincha de ninguno de los dos equipos.
El concepto de desaparición forzada no existía aún, simplemente la gente decía que “se los habían llevado o los tenían secuestrados”, explica Juan como una forma de ejemplificar todo lo que las familias buscadoras han logrado. Desde 2015, es parte activa del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado (Movice) y del movimiento Mujeres Caminando por la Verdad (MCV), pero durante años su madre se lo evitó para protegerlo, por temor de que le pasara lo mismo que a Ermey.
Hoy, desde su visión de profesional, de activista y víctima, Juan dice que los hallazgos en La Escombrera posicionaron sus memorias como víctimas de crímenes de Estado, porque hay evidencias de lo que su madre y todas las demás repetían. Es consciente, también, que “han salido otros discursos que se quieren posicionar: discursos negacionistas”, pero cree que esto no se trata de colores, ni de tintes ideológicos o políticos, sino que la búsqueda y la defensa de la vida es un asunto muy humano.
Destapar la historia y la triste polémica
Adriana Arboleda, de la Corporación Jurídica Libertad, le dijo a CAMBIO que lo más importante de este momento es que el caso de La Escombrera ya está priorizado como un sitio de interés forense; y que la excavación llegó a la cota 2004, el punto que la UBPD determinó como el suelo donde se podrían tener más hallazgos, por lo que espera que se pueda avanzar.
Arboleda dice que están pidiendo que los forenses amplíen el polígono de la excavación, debido a que, tras los hallazgos, habitantes de la comuna 13 han informado sobre otros lugares. Esto teniendo en cuenta que, aunque se habla de unas 180 desapariciones entre 2002 y 2003, hay casos a partir de 2000 y otros muchos posteriores a 2004. Y que hay víctimas que pudieron haber sido llevadas a otros sitios, como ya se demostró con el Cementerio Universal, que también tuvo medidas cautelares de la JEP.
Teniendo en cuenta las evidencias, Arboleda dice que hoy las familias tienen muchas exigencias. La primera es el derecho a la búsqueda, que se tiene que reactivar en todas sus dimensiones. Lo otro son las respuestas a su anhelo de justicia, que implica investigar, juzgar y sancionar a los miembros de la fuerza pública, a políticos y a empresarios que tuvieron que ver con los hechos en la comuna 13. Y, además, que las víctimas requieren ser reparadas integralmente y piden que La Escombrera se convierta en un sitio de memoria, que haya reparaciones simbólicas. “No puede ser que la memoria se siga instrumentalizando, que se comercialice, que haya señalamientos o censura, como lo que acaba de pasar con el mural de ‘las cuchas tienen razón’”, dice.

Sobre esto, el profesor Max Yuri Gil, del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, cree que la polémica que se ha armado es porque a algunos sectores del país “les molesta que la memoria los confronte”. Pero, añade, que la responsabilidad del Estado en los crímenes de la comuna 13, durante la presidencia del Álvaro Uribe, está probada, incluso con dos sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. “Hay una parte de la sociedad que aún avala estas prácticas, como la operación Orión, por eso se requiere un ejercicio colectivo de memoria que involucre, no solo a las víctimas, ese es el verdadero camino de la no repetición”, analiza.
La esperanza
La determinación de la posible fecha de muerte o ejecución de las víctimas en La Escombrera se hace usando la técnica forense de cronología relativa, la cual se apoya en el estudio de los otros elementos hallados alrededor de los restos. Es decir, que cualquier objeto o desecho, como facturas de compras, empaques de comidas, prendas de vestir o artefactos de uso cotidiano pueden ser piezas claves para la identificación.
Los forenses han excavado 15 metros de profundidad en la escena del crimen, que equivalen a unos 20 años. De los cuatro cuerpos encontrados, al menos dos fueron enterrados en el mismo lugar donde fueron asesinados. Para la JEP, esto confirma que La Escombrera también fue un lugar de ejecución. Y que, en al menos uno de los casos, hay evidencia suficiente para afirmar que la víctima fue reducida a un estado de total indefensión y pudo ser torturada.
Por eso, para la JEP sugerir que fueron las propias familias las que enterraron a sus seres queridos en La Escombrera es desconocer y negar la magnitud del sufrimiento que han atravesado por décadas y menospreciar la incansable lucha en su búsqueda de la verdad. Además de ignorar el trabajo de investigación judicial de las instituciones del Estado.
Aunque por momentos se quiebran, Juan y Teresa hoy parecen con más esperanzas que nunca. En sus pechos cuelga la foto que muestra a Ermey con una camisa oscura, una cadena de plata y los labios rojos, como lo recuerdan hasta los momentos previos de ese día que se lo llevaron, abrazado e inocente, de su casa.
