Federico Díaz Granados
30 Junio 2024

Federico Díaz Granados

Viaje a Ítaca

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Cuando sonaba la campana de salida el último día de clases todo era algarabía. Era el ritual que anunciaba el comienzo de las vacaciones y con ellas toda una aventura por descubrir. Nos despedíamos de los amigos y profesores y empezaba la ilusión de levantarse tarde, el ocio, el reencuentro con tantos afectos que vivían en otros lugares y por supuesto, en muchos casos, el viaje. La despedida de nuestros compañeros contenía la promesa de contarnos el relato al regreso. Contar ese relato ya era una forma de la literatura, quizás nuestra primera manera de sabernos narradores de algo en lo que, sin duda, éramos protagonistas, héroes o antihéroes. Porque así nos quedáramos en casa ocurrían eventos que merecían ser contados. Al regresar, por lo general en la primera clase, el profesor nos preguntaba ¿qué hicieron en vacaciones? Y algo, con seguridad, nos había ocurrido de tal forma que podían ser pequeños rituales de paso de la vida: el primer amor, una travesía inolvidable, algún percance de camino, películas de estreno de temporada y reencuentros indelebles. Recuerdo que, al regreso, de la tierra caliente o del mar, mi abuela me medía para comprobar que el calor me había hecho crecer algún centímetro y así la pared de su habitación estaba llena de pequeñas marcas donde estaban las medidas de sus nietos, algo parecido a lo que Svetlana Alexievich narra en Voces de Chernóbil en el capítulo donde al sonar la alarma de evacuación un padre solo se lleva la puerta de la casa porque allí están las marcas de esas medidas de estatura de muchas generaciones. La puerta como metáfora de todo un linaje donde en pequeñas señales sobre la madera está toda la historia familiar. En la pared del cuarto de mi abuela con rayitas de grafito de un lápiz estaba todo el paso de sus nietos de la niñez a la adolescencia. 

Eso era de alguna forma las vacaciones. Para mí, además, era (y sigue siendo) el momento para leer de manera ininterrumpida. Álvaro Mutis abandonó sus estudios de secundaria en el Colegio Mayor del Rosario porque, entre otras cosas, le quitaba tiempo para leer. Algo parecido me ocurría porque era en vacaciones cuando podía leer muchos de los libros que me regalaban mis padres, los amigos de ellos y muchos de los que compraba de manera compulsiva de las colecciones Grandes aventuras y Best Sellers de la editorial Oveja Negra y que cada semana sorprendía con un nuevo título que ofrecían en los supermercados. En la primera colección de lomo verde leí en letra pequeña algunos de los libros de Julio Verne, Emilio Salgari, Robert L. Stevenson y Mark Twain. Sin embargo, Las aventuras de Tom Sawyer, que fue el primer libro que leí completo del que tengo conciencia, lo leí en una colección ilustrada por Chiqui de la Fuente de editorial Planeta. 

En la segunda colección, Best Sellers, de lomo rojo leí El viejo y el mar de Hemingway, La metamorfosis de Kafka, Moby Dick de Herman Melville y algunos de los cuentos de Alfred Hitchcock ya adolescente. Así las vacaciones se convertían no solo en una aventura inesperada llena de sorpresas sino en el lugar seguro para la lectura, esa lectura que no podía hacer en temporada de colegio por estar resolviendo infinitos ejercicios de la aritmética de Aurelio Baldor. 

Al finalizar las vacaciones la primera semana era un fabuloso intercambio de relatos. Cada uno contaba su viaje o de igual forma narrábamos las películas que habíamos visto. Yo aprovechaba para contar también algunos de esos libros que había leído a la par de algunas de las películas de esos días.  En 1984 estrenaron La historia sin fin basada en la novela de Michael Ende. Si bien la película duraba 94 minutos creo que mi narración duró más de dos horas divididos en varios recreos en los que me puse en los zapatos de Bastián y Atreyu para transmitir mi emoción a mis cercanos amigos. Hice lo mismo con Cazadores del Arca Perdida y El Regreso del Jedi.

El gran John Gardner dijo que la literatura siempre era la síntesis de dos historias: un personaje que emprende un viaje y un extraño que llega a algún pueblo. Nuestros mitos y los clásicos dan cuenta de eso y la historia de la literatura no es otra cosa que un gran relato de un viaje, de ida o de vuelta, viajes interoceánicos o al espacio, viajes a la selva a las grandes ciudades o el viaje interior que todos emprendemos alguna vez en la vida. Caín funda la primera ciudad en su viaje de exilio expulsado del paraíso y a partir de allí la Biblia no es otra cosa que un gran relato de éxodos, migraciones, travesías y fundación de pueblos y ciudades y en ellos la formación de las familias y la sociedad.  Todos fundamos nuestras ciudades reales o imaginarias y creamos lenguas en cada viaje que emprendemos. El viaje al amor o a la muerte están llenos de maletas mal empacadas y miles de cosas dejadas atrás. Juan Preciado emprende un viaje a buscar a su padre en Pedro Páramo y Melquiades es el forastero que llega a Macondo con sus inventos y descubrimientos en Cien años de soledad. Allí están nuestros arquetipos. Fundamos ciudades o pueblos para sentirnos a salvo de un mundo que nos expulsa y nos hace sentir extranjeros. En mis vacaciones yo fundaba las ciudades de mi vida, las refundaba y reinventaba, las llenaba de una música y unos habitantes que salían también de los libros que leía. Así, seguramente, vi a Moby Dick o la ballena de Jonás anclada en la bahía de Santa Marta lugar donde una noche vi morir un pequeño murciélago que se estrelló contra el abanico de la sala y que dio lugar a uno de mis primeros intentos de escribir cuentos en mi infancia. 

Salgo un par de semanas a vacaciones y ya preparo mi equipaje de lecturas. Sigo esperando con el mismo asombro la temporada de descanso para ver qué libro me reclama y qué ciudad reinventaré desde las páginas de cualquier libro. Ahora pienso que en esas vacaciones a Santa Marta a ver a mis abuelos yo era alguno de esos dos personajes eternos de la literatura: el que emprendía el viaje en busca de algo desconocido y para los que me esperaban allá, era el forastero que llegaba de lejos también con algún relato distinto. El poema de Ítaca de Cavafis vuelve a ser una sentencia implacable porque no importará nunca el destino sino el viaje, lo que allí ocurre, lo que allí conmueve: “Ítaca te dio el bello viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino. /  Pero no tiene más que darte”.  Los libros también nos abren rutas para emprender otros caminos mientras seguimos rodando la película de nuestras vidas cuya banda sonora llevamos ahora en nuestros teléfonos celulares y ponemos a sonar mientras miramos hacia el infinito.

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