‘Esperanza’, la autobiografía del papa Francisco
21 Abril 2025 01:04 pm

‘Esperanza’, la autobiografía del papa Francisco

Papa Francisco

Crédito: Colprensa

Francisco, en colaboración con el autor Carlo Musso, cuenta la historia de su vida. Es la primera vez que un papa escribe su autobiografía. CAMBIO reproduce algunos apartes del libro.

Por: Redacción Cambio

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Esperanza, la autobiografía del papa Francisco, es el resultado de un trabajo que comenzó hace seis años. Es un libro de recuerdos, un relato de una vida en primera persona.

Esta historia de Francisco arranca en los primeros años del siglo XX, con la emigración de sus abuelos desde Italia a América Latina, y cuentan la infancia, la juventud, la llamada vocacional y la madurez, abarcando todo el pontificado y el presente. Es un texto de gran poder narrativo en el que, a través del relato autobiográfico, el papa afronta con sinceridad, valentía y visión de futuro los temas más controvertidos e importantes de nuestra contemporaneidad y las cuestiones más candentes de su servicio como pastor universal de la Iglesia.

Escrito con Carlo Musso, este documento excepcional debería haberse publicado tras la muerte del papa Francisco, por voluntad expresa de este, pero el Jubileo de la Esperanza anunciado para 2025 y la actual coyuntura lo han empujado a difundir ahora su valioso legado.

CAMBIO reproduce algunos apartes de Esperanza en los que habla de dos rasgos muy particulares de su personalidad: el humor y su pasión por el fútbol.

Portada


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Cuando era niño, en mi familia estos aspectos también eran materia de educación por parte de mis padres. (…) Mis padres consideraban que era importante educar para cultivar la alegría, la ironía sana y el sentido del humor. (…) Mi familia ha conocido las vicisitudes de la vida: contratiempos, sufrimientos y lágrimas, pero incluso en los trances más duros sabíamos que una sonrisa o una carcajada podía arrancar a la fuerza la energía para volver a la carga. Mi padre, sobre todo, nos enseñó mucho. No se trataba de olvidar, de fingir que no pasaba nada, de empequeñecer los problemas –la comicidad, por otra parte, no es más que la tragedia vista de espaldas–, sino más bien de guardar en nuestro interior un espacio para la alegría, decisivo para enfrentarnos a los problemas y superarlos. (…)

Para subrayar este lazo indisoluble, este matrimonio bien avenido entre esperanza y alegría, en los meses que precedieron a la apertura de la Puerta Santa con motivo del nuevo Jubileo quise reunirme en el Vaticano con un grupo de más de cien artistas cómicos de varias nacionalidades y disciplinas. Hubo quien comentó que era un gran paso adelante con respecto a los tiempos en que actores y juglares no podían ser enterrados en tierra consagrada, pero de alguien que elige llamarse Francisco, “el juglar de Dios”, es lo mínimo que podía esperarse. Uno de ellos tuvo una ocurrencia muy ingeniosa y me dijo que sería bonito tratar de hacer reír a Dios… si no fuera porque, con eso de la omnisciencia, conoce todos los chistes y te echa a perder el final. Esta es la clase de humor que sienta bien al corazón.

La vida conlleva inevitablemente amarguras, forman parte de todo camino de esperanza y de conversión. Pero hay que evitar a toda costa hundirse en la melancolía, permitir que anide en nuestros corazones y los endurezca. (…) Son tentaciones a las que ni siquiera los consagrados son inmunes.

Berdoglio
Foto: Colprensa.

Por desgracia, los hay amargados, melancólicos, más autoritarios que reputados, más solterones que maridos de la Iglesia, más funcionarios que pastores, o más superficiales que alegres, y eso no está bien. Pero, en general, nosotros los curas tendemos al humorismo y tenemos una cierta familiaridad con los chistes y los chascarrillos que, además de protagonizar a menudo, sabemos contar con gracia.

Incluso los papas. Juan XXIII, famoso por su carácter bromista, durante un discurso dijo más o menos lo siguiente: “A veces por las noches me pongo a pensar en una serie de graves problemas. Entonces tomo la decisión, valiente e irrevocable, de que al día siguiente se los consultaré al papa. Pero luego me despierto empapado en sudor y me acuerdo de que el papa soy yo”. Cómo lo entiendo… Y Juan Pablo II no le iba a la zaga. En las sesiones preparatorias del cónclave, cuando aún era el cardenal Wojtyła, un cardenal mayor que él y más bien severo se le acercó para reñirlo porque esquiaba, escalaba montañas, montaba en bicicleta y nadaba… “No las considero actividades apropiadas para el cargo que ocupa”, le dijo a media voz. A lo que el futuro papa respondió: “¿Sabe que en Polonia son actividades comunes para al menos el 50 por ciento de los cardenales?”. En aquella época, en Polonia solo había dos cardenales.

"No hay nada que me dé más alegría que encontrarme con los niños: si de chiquillo tuve a mis maestros de la sonrisa, ahora que soy anciano los niños son mis mentores".

La ironía es un medicamento, no solo para animar e iluminar a los demás, sino también a uno mismo, porque reírse un poco de uno mismo es un instrumento poderoso para vencer la tentación del narcisismo. Los narcisistas se miran continuamente en el espejo, se acicalan, se remiran, pero el mejor consejo delante de un espejo siempre es reírse de uno mismo. Sienta bien. Pone en evidencia cuánto hay de verdad en el antiguo proverbio chino que dice que solo hay dos clases de hombres perfectos: el que está muerto y el que aún no ha nacido. (…) En este sentido, la Iglesia tiene, informalmente, una compleja serie de categorización de chistes y chascarrillos con base a los órdenes, las congregaciones, las figuras. (…) Los chistes sobre los jesuitas y de los jesuitas son un auténtico género, quizá solo equiparables a los de los carabinieri en Italia, o a los de las madres en el humorismo yidis.

A propósito del peligro del narcisismo, que hay que prevenir con las justas dosis de ironía, me viene a la cabeza el chiste sobre un jesuita algo vanidoso que tiene un problema cardiaco y debe ingresar en el hospital. Antes de entrar en el quirófano, el jesuita le pregunta a Dios: “Señor, ¿ha llegado mi última hora?”. “No, vivirás por lo menos otros 40 años”, le responde Dios. En cuanto se restablece, el jesuita aprovecha para hacerse un trasplante capilar y un lifting facial, una liposucción, arreglarse los párpados, la dentadura… En fin, sale del hospital siendo otro hombre. Pero justo al salir, un coche lo atropella y muere. Cuando se presenta ante Dios, protesta: “Señor…, ¡me dijiste que viviría otros 40 años!”. Y Dios le responde: “Uy, perdona…, no te había reconocido…”.

Con Santos
Con el presidente Juan Manuel Santos. Foto: Colprensa.

Y también me han contado uno que me atañe directamente, el del papa Francisco en América. Dice más o menos: recién llegado al aeropuerto de Nueva York para iniciar su viaje apostólico por Estados Unidos, el papa Francisco descubre que lo está esperando una enorme limusina. El lujo ostentoso lo incomoda un poco, pero luego piensa que hace mucho que no conduce, y que nunca ha conducido un coche así. En fin, se dice para sus adentros: ¿cuándo volveré a tener una oportunidad como esta? Mira la limusina y le pregunta al chófer: “¿Le importaría dejar que la pruebe?”. Y el chofer le responde: “Lo siento de veras, Su Santidad, pero no puedo, ya sabe, la seguridad, el protocolo…”. Pero ya conocéis lo que dicen del papa cuando se le mete algo en la cabeza; en fin, insiste una y otra vez hasta que el chofer cede. El papa Francisco se sienta al volante, conduce por aquellas carreteras anchísimas y… le coge gusto. Se pone a pisar el acelerador: 50, 80, 120 kilómetros por hora… Hasta que se oye una sirena y un coche de la policía se aproxima y lo para. Un joven agente se acerca a la ventanilla tintada. El papa, algo apurado, la baja, y el chico palidece. “Disculpe un momento –dice, y vuelve a su coche para llamar a la central–. Jefe…, creo que tengo un problema”. Y el jefe: “¿Qué problema?”. “Bueno, acabo de detener un coche por exceso de velocidad…, pero el que va ahí es un tío muy importante”. ”¿Cómo de importante? ¿Es el alcalde?”. “No, jefe, es más que el alcalde…”. “¿Y quién hay más importante que el alcalde? ¿El gobernador?”. “No, más…”. “¿No será acaso el presidente?”. “Creo que más…”. “Pero ¿quién hay más importante que el presidente?”. “Mire, jefe, no sé quién es, pero solo le digo que el papa le hace de chofer”.

Berdoglio Subte
Foto: Colprensa.

Al recordarnos que debemos ser como niños (Mt 18, 3) para conseguir la salvación, el Evangelio nos dice que debemos recuperar su capacidad para sonreír, que según los cálculos de los psicólogos que se han tomado la molestia de estudiarlo es diez veces superior a la de los adultos.

"A decir verdad, salir a comer una pizza es una de las pequeñas cosas que más echo de menos. Siempre me ha gustado caminar. Cuando era cardenal me encantaba recorrer las calles a pie y coger el metro. A algunos les extrañaba e insistían en acompañarme, o en que fuera en coche, pero a veces la realidad es muy sencilla: me gusta caminar".

No hay nada que me dé más alegría que encontrarme con los niños: si de chiquillo tuve a mis maestros de la sonrisa, ahora que soy anciano los niños son mis mentores. Los encuentros con ellos son los que más me emocionan, los que más bien me hacen. Y también con los ancianos, que bendicen la vida, que abandonan todo resentimiento. Los ancianos que tienen la alegría del vino que ha mejorado con el paso del tiempo son irresistibles: poseen la gracia del llanto y de la risa, como los niños. Cuando cojo en brazos a los niños durante las audiencias en la plaza de San Pedro, casi siempre me sonríen, pero algunos, al verme vestido de blanco de pies a cabeza, creen que soy un médico que va a ponerles una inyección y se echan a llorar. Son campeones de la espontaneidad, de la humanidad, y nos recuerdan que quien renuncia a su propia humanidad renuncia a todo, y que cuando nos cuesta llorar en serio o partirnos de risa ha empezado nuestro declive. Las personas se aletargan, y los adultos aletargados no son buenos ni para sí mismos ni para la sociedad ni para la Iglesia.

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Siempre me gustó jugar al fútbol, daba igual que no fuera muy bueno. En Buenos Aires, a los que eran como yo los llamaban “pata dura”. Algo así como tener dos pies izquierdos. Pero jugaba. A menudo hacía de portero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como en la vida. (…)

“Jugaba con la bola de la tierra”, dice la Sabiduría en el Libro de los Proverbios (Pr 8, 31). Antes de todo. Antes de que cualquier otra cosa fuera creada.

Millones de niños y niñas de todo el mundo se imaginan que jugaba a la pelota.

Un gran escritor latinoamericano, Eduardo Galeano, cuenta que un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle: “¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?”. “No se lo explicaría –respondió ella–, le daría una pelota para que jugara”.
No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz.

Y jugar hace feliz, porque a través del juego puede expresarse la propia libertad, competir de manera divertida o, simplemente, vivir la afición… Porque puede perseguirse un sueño sin que uno deba convertirse forzosamente en campeón.

Te hace feliz, aunque seas un pata dura.

No obstante, mi madre, que era una Sivori, contaba que por nuestras venas también corría sangre de campeones: el abuelo de Omar Sívori, que se convertiría en uno de los más grandes delanteros de la historia del fútbol, era originario de la misma zona de Lavagna, en el interior de Liguria, de la que provenían todos. Omar, que fue el primero en ser apodado el Pibe de Oro, cuando Maradona aún era un proyecto de Dios, nació en Argentina un año antes que yo, y, tras ganar el campeonato con el River Plate, se trasladó a Italia para jugar primero en la Juventus y luego en el Nápoles. Cuando nuestra familia hablaba de los “Sivoris” y de Argentina, y a veces se sacaba a colación al futbolista, mi madre contaba que, en efecto, todos estábamos emparentados, aunque fuera de lejos, y que a lo largo de los años nos habíamos repartido entre varios puntos del país. Omar Sívori vestiría las camisetas de las dos selecciones y a principios de los años sesenta sería premiado con el Balón de Oro. Éramos casi coetáneos y parientes lejanos, pero desde luego a él no le habían tocado dos pies izquierdos…

A menudo hacía de portero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentarse a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tienes que tratar de detenerla. Como en la vida

A pesar de ser un campeón, Sívori no podía ser mi “ídolo” cuando yo era niño; los dos éramos pequeños y, además, por aquel entonces ¡yo era un forofo del San Lorenzo! En el barrio de Boedo, no muy lejos de la casa de mis abuelos maternos, el azulgrana del San Lorenzo de Almagro era la tonalidad más familiar: sus colores tenían las calles, ondeaban en los balcones, enmarcaban las ventanas. En la sociedad polideportiva fundada a principios de siglo por un sacerdote salesiano que también tenía orígenes piamonteses, el padre Lorenzo Massa, cuyos colores eran el rojo y el azul del velo de María Auxiliadora, jugaba al baloncesto mi padre, Mario, que era un hombretón. (…).

Sívori
Omar Sívori, uno de los más grandes futbolistas de la historia de Argentina, pariente lejano del papa Francisco por línea materna.


Pero, entre todos los deportes, el fútbol se llevaba la parte del león en el polideportivo. Y, si como futbolista o jugador de baloncesto dejaba que desear, como forofo era imbatible. Siempre iba con mi padre y mis hermanos Óscar y Alberto a ver jugar al San Lorenzo en el Viejo Gasómetro, el estadio cuna de los "Cuervos", como nos apodaban los aficionados rivales a causa de la sotana negra de los salesianos. Mi madre nos acompañaba a menudo. Era un fútbol romántico, para familias, las peores palabras que podían oírse en las gradas eran "vendido", "desgraciado" y poco más. Antes de que empezara el partido, nos encaminábamos hacia el estadio con dos grandes recipientes de cristal, y en el trayecto mi padre entraba en una pizzería para hacer un encargo. A la vuelta, recogíamos los recipientes, que habían llenado de caracoles con salsa picante, acompañados de una humeante pizza a la piedra. Fuera cual fuese el resultado, después del partido nos esperaba una fiesta.

 

Tengo la sensación de percibir aún el olor de aquella pizza, puede que sea mi magdalena de Proust. A decir verdad, salir a comer una pizza es una de las pequeñas cosas que más echo de menos. Siempre me ha gustado caminar. Cuando era cardenal me encantaba recorrer las calles a pie y coger el metro. A algunos les extrañaba e insistían en acompañarme, o en que fuera en coche, pero a veces la realidad es muy sencilla: me gusta caminar. La calle me cuenta muchas cosas, en la calle aprendo. Y me gusta la ciudad, por encima y por debajo: las calles, las plazas, las tabernas, la pizza que se consume en las mesitas al aire libre y que sabe muy diferente de la que entregan a domicilio… Dentro de mi alma me considero un hombre de ciudad.

"Cuando era niño, Pontoni era para mí el emblema de aquel juego, de aquel fútbol, del estar juntos, del amor por un deporte que no era solo una cuenta corriente, hasta tal punto que prefirió su club, su familia, sus amigos y sus seres queridos a las sirenas millonarias que querían atraerlo a Europa".

El Viejo Gasómetro del San Lorenzo ya no existe. En 1979, la dictadura militar obligó al club a jugar el último partido en ese estadio, que fue derribado para especular. El San Lorenzo fue expulsado de su barrio, Boedo. El equipo deambuló unos 15 años por los campos de la ciudad, hasta que se construyó el nuevo estadio. Pero el deseo de volver a Boedo siempre ha pervivido en el corazón de los cuervos. En 2019, el Club Atlético San Lorenzo de Almagro anunció que había recuperado los terrenos del viejo estadio y que tenía la intención de reconstruir allí el Gasómetro. Me han dicho que el nuevo estadio debería de llamarse Papa Francisco; la idea no me entusiasma.

Vi casi todos los partidos en casa del campeonato de 1946, que ganaríamos pocos días antes de que yo cumpliera 10 años, y, más de 70 años después, tengo presente a aquel equipo como si fuera ayer: Blazina, Vanzini, Basso, Zubieta, Greco, Colombo, Imbelloni, Farro, Martino, Silva… Los diez magníficos. Y luego… Luego estaba Pontoni. René Alejandro Pontoni, el delantero centro, el goleador del San Lorenzo, el que arrastraba el Ciclón, mi preferido. Él no tenía dos pies izquierdos. Chutaba con el derecho y con el izquierdo casi indistintamente, era hábil en los regates, creativo, potente en los cabezazos, acrobático en las chilenas. Podía marcar goles de todas las maneras, y de todas las maneras se los vi marcar.

Pontoni.
René Alejandro Pontoni, ídolo del papa Francisco, de pie junto a Farro y Martino. Pontoni jugó en Santa Fe en la época de Eldorado.


“A ver si hacen un gol como Pontoni…”, dije en el encuentro con las selecciones de Argentina e Italia, capitaneadas por Messi y Buffon, con ocasión de un partido amistoso que se jugó al poco de que me nombraran papa. Los muchachos sonrieron algo perplejos, probablemente no sabían a quién me refería, pero yo tenía aquel tanto –aquel tac, tac, tac, gol– grabado en la mente, como muchas otras cosas que capta la mirada de un niño, cuando los ojos son una esponja, y permanecen para siempre. Octubre de 1946, el campeonato toca a su fin y el San Lorenzo juega contra el Racing de Avellaneda: pase cruzado por la izquierda, Pontoni recibe de espaldas en el área de la portería, controla el balón con el pecho y lo sostiene con el empeine derecho, sin dejar caer la pelota; tras amagar con irse por la derecha y zafarse del defensa contrario con una rápida media vuelta, chuta cruzado de volea y mete la pelota en la portería por la derecha del portero. ¡Gooooooooool! Porque, si cada gol en Suramérica tiene muchas más oes que en Europa, si cada tanto, incluso cuando es un gol corriente, se convierte en un golazo, imaginémonos ese. Abrazo a mi padre, abrazo a mis hermanos, todos se abrazan. Cuando era niño, Pontoni era para mí el emblema de aquel juego, de aquel fútbol, del estar juntos, del amor por un deporte que no era solo una cuenta corriente, hasta tal punto que prefirió su club, su familia, sus amigos y sus seres queridos a las sirenas millonarias que querían atraerlo a Europa. Era un grande y siempre lo sería, incluso tras la grave lesión en un partido que dos años más tarde asestó un duro golpe a su carrera. Deambuló por un tiempo por Suramérica, Colombia y Brasil, luego volvió al San Lorenzo antes de colgar las botas y abrir una trattoria. Tuvo una buena vida.

Su hijo, que se llama René, como su padre, vino a verme al Vaticano un par de años después de mi nombramiento.

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