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Cangrejos en una batea: sobre la urgencia de un orden global
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Mauricio García Villegas, columnista y doctor en Ciencia Política, resalta la importancia de que los Estados actúen unidos, como una sola democracia, para enfrentar problemas como el cambio climático, antes de que sea tarde.

Los seres humanos tienen la facultad de anticipar sus desdichas y de tomar medidas para evitarlas. “Aquellos que le temen a la insolencia de su embriaguez”, decía Séneca, “hacen bien en darles instrucciones a sus amigos para que los saquen del banquete antes de que empiecen a hacer desastres”. Lo mismo hacen los pueblos: vaticinan lo malo que les puede ocurrir y toman acciones para, por ejemplo, remediar hechos de la naturaleza, malas decisiones o el desbordamiento de sus pasiones. Las constituciones sirven para eso: para que un pueblo se proteja de sus eventuales episodios de locura en el futuro.
1.
Nada importante se hace sin pasión, decía Hegel, pero muchas tragedias pueden resultar de pasiones no anticipadas o mal administradas. La Alemania de los años treinta, después de desmantelar la constitución de Weimar, perdió esa protección y quedó librada al capricho de un líder frenético y arrollador. No tengo que explicar lo que pasó después. Tal vez estamos viviendo algo de eso no ya a nivel nacional, sino planetario. El mundo se ha vuelto explosivo, abrumado por un tipo de comunicación pasional, sobrecargado de imágenes que nutren de sentido, o de sinsentido, a la política, al mercado y a la cultura. En este mundo, complejo y peligroso, pareciera que nadie está al mando. Ni siquiera hay un verdadero reconocimiento de la gravedad de lo que está pasando. “Si usted no está preocupado”, dice un grafiti berlinés, “es porque no está poniendo cuidado”. Y hay mucha gente distraída.
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En este mundo, complejo y peligroso, pareciera que nadie está al mando. Ni siquiera hay un verdadero reconocimiento de la gravedad de lo que está pasando
Tenemos la capacidad para anticipar la catástrofe, pero hemos perdido la capacidad para prevenirla. Doy dos ejemplos, tal vez los más evidentes y amenazantes: el calentamiento global y el peligro de una guerra nuclear. No me detengo en ilustrar el apremio que tales peligros entrañan porque estamos rodeados de información sobre las consecuencias terribles que cada una de ellas puede acarrear, y mucho menos tengo que alertar sobre lo terrible que sería el efecto combinado de ambas. La amenaza es cierta y brutal, pero no sabemos cómo evitarla. Mejor dicho, sabemos cuál es la solución, pero no sabemos cómo ponerla en marcha.
2.
La solución es, como lo decía Thomas Hobbes hace más de tres siglos, un conjunto de reglas respaldada por un orden institucional efectivo que ataje la codicia y el fanatismo de la especie humana. Más aún, es un remedio que se conoce desde los antiguos griegos; en la Orestíada, de Esquilo, cuando llega el juicio final contra Orestes, Atenea logra que las pasiones de venganza y envidia, representadas por las furias, seres horripilantes que se apoderan del alma humana, se acojan al juicio y sigan reglas preestablecidas. Así se civilizan y se logra la paz.
Pero en los momentos actuales no contamos con una Atenea, ni siquiera con un juicio. El derecho internacional y las instituciones que lo respaldan son incapaces de imponer el orden que se requiere para evitar la tragedia. Las Naciones Unidas se ha convertido en un foro para hacer discursos, lo cual está bien, pero ha perdido toda capacidad para prevenir conflictos o para detenerlos: el Consejo de Seguridad no tiene ningún poder, ni siquiera la voluntad, para parar las guerras presentes ni para prevenir las futuras. De otra parte, no hay ninguna institución internacional que pueda frenar el calentamiento global. Dependemos de la voluntad individual de los países, pero estos, por vivir en una competencia despiadada por recursos y comercios, no están interesados ni en reglas ni en visiones de largo plazo.
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Las Naciones Unidas se ha convertido en un foro para hacer discursos, lo cual está bien, pero ha perdido toda capacidad para prevenir conflictos, peor aún para detenerlos
Cada cual persiguiendo su propio beneficio termina contribuyendo al advenimiento de la tragedia. Están dispuestos a colaborar, pero sólo si todos, o al menos los más poderosos, colaboran. Con esa lógica todos caen en una trampa colectiva que los conduce a su propia destrucción. Su situación se parece a la de los cangrejos atrapados en una batea: cada que uno intenta escapar, otro lo jala hacia abajo y, al final, todos perecen. Si pudieran pensar colectivamente, más allá de su presente infausto, podrían encontrar una solución que los salve. Pero para ellos esa solución, colaborar, es invisible o irrealizable.
3.
Dejo de lado el tema de la inseguridad y me concentro en la crisis climática. Son muchas las buenas intenciones y las promesas que circulan para resolver este problema, pero no hay ningún mecanismo para lograr que las buenas intenciones se conviertan en deberes exigibles. En la Declaración de Estocolmo (1972) y más tarde en la Declaración de Río (1992), se dice, de conformidad con la Carta de Naciones Unidas y los principios del derecho internacional, que los países tienen el deber de impedir que sus actividades económicas causen daño a otros países. Disposiciones similares se encuentran en el Derecho del Mar, en la Convención Americana, en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos y en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Sin embargo, nada, o casi nada, de lo que allí se consagra se cumple. Según datos de Global Carbon Project y otros informes, alrededor del 75% de las emisiones globales de CO2 provienen de aproximadamente veinte países, siendo los mayores emisores Estados Unidos (25%), China (28%) y la Unión Europea (8%). En términos de emisiones históricas, desde la Revolución Industrial, los países desarrollados, en conjunto, han emitido aproximadamente el 85% del CO2 acumulado en la atmósfera.
Las naciones industrializadas tienen una responsabilidad inmensa en el cambio climático. Sin embargo, no hay ninguna institución global que les impida seguir en lo suyo, menos aún que los obligue a indemnizar a los países que contaminan poco. Esto, que resulta inaudito en el derecho civil más elemental, parece una utopía en el derecho internacional. Si mi vecino pone una fábrica clandestina de pólvora que ya ha producido varias explosiones que han dañado mi casa, con lo cual estoy constante peligro, tengo derecho a demandar reparación y sobre todo a que una autoridad cierre dicha fábrica y castigue a su propietario. Algo muy similar está pasando en el mundo actual, ya no con personas sino con Estados, pero no hay manera de ponerle remedio. Hay, eso sí, declaraciones y directrices, con ampulosos discursos de paz y esperanza, pero que no pasan de la retórica.
“Los compromisos que se hacen con meras palabras son demasiado débiles como para refrenar la ambición, la avaricia y la ira”. Con esta frase palabras describía Thomas Hobbes lo que pasaba el siglo XVII en sociedades anómicas o afectadas por guerras civiles endémicas. Un derecho efectivo (y legítimo), respaldado por sanciones, evita que los seres humanos sean presa de sus pasiones y de esa manera les garantiza un futuro. Pues bien, vivimos en un mundo hobbesiano, muy peligroso, mucho más peligroso que el del siglo XVII. Tan peligroso, que puede implicar la destrucción de la especie humana.
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Un derecho efectivo (y legítimo), respaldado por sanciones, evita que los seres humanos sean presa de sus pasiones y de esa manera les garantiza un futuro
De lo anterior se desprende una conclusión elemental. Necesitamos un orden internacional efectivo que le ponga límites a la voracidad de los países y de las empresas. La idea de una constitución global, dice Rodrigo Uprimny en una columna anterior publicada aquí en CAMBIO, “surge naturalmente del ideal democrático”. Sin embargo, a pesar de la evidencia de esta solución, muchos la descartan por ilusoria e ingenua. Por eso prefieren no hablar de ella. Estoy de acuerdo en que es, como bien lo dice Rodrigo, una solución difícil, incluso inviable en los momentos actuales. Sin embargo, hay que tomarla en serio, circularla, debatirla. Doy cuatro razones para ello.

En primer lugar, no hay otra solución. Un mundo gobernado por la ambición y el poder, con demasiadas empresas que no se someten a ninguna regulación y demasiados gobernantes que están dispuestos a sacrificar el mundo con tal de conseguir el apoyo de sus audiencias nacionales, simplemente es un mundo inviable. Es cierto que no hemos padecido una gran catástrofe mundial después de mediados del siglo XX, pero quizás eso se debe menos a la eficacia de las instituciones que tenemos que a la buena suerte.
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Un mundo gobernado por la ambición y el poder, con demasiadas empresas que no se someten a ninguna regulación y demasiados gobernantes que están dispuestos a sacrificar el mundo con tal de conseguir el apoyo de sus audiencias nacionales, simplemente es un mundo inviable
Segundo, hablar en términos cosmopolitas no implica proponer un Estado mundial, el cual, muy probablemente, es imposible de alcanzar y quizás es inconveniente. Pero entre esa situación extrema y lo que tenemos actualmente hay muchos escalones intermedios y uno de ellos es el fortalecimiento del derecho internacional y, más concretamente, la creación de instituciones que sustituyan el Consejo de seguridad y deshagan el actual bloqueo que existe en materia de lucha contra el calentamiento global.
Tercero, promover un activismo político cosmopolita que una a las poblaciones del mundo en torno a una lucha común por el derecho y la democracia global es empezar a tomar conciencia de la solución que necesitamos. La lucha por los derechos pasa por varias etapas: una inicial en la que no se tiene conciencia de su violación, otra en la que se adquiere dicha conciencia, otra en la que se reconoce la existencia de una solución y, finalmente, una última en la que se reclama e implementa la solución. Estamos en una transición entre la segunda y la tercera etapa, entre la consciencia de que la situación actual es injusta y el reconocimiento de un remedio viable: tenemos la certeza de que estamos en riesgo, pero somos incapaces de colaborar para salir del atolladero. Hablar de cosmopolitismo y criticar la situación presente es una manera de tomar conciencia de que es urgente encontrar un remedio para la situación actual.
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Promover un activismo político cosmopolita que una a las poblaciones del mundo en torno a una lucha común por el derecho y la democracia global es empezar a tomar conciencia de la solución que necesitamos
No quiero ser catastrofista: no creo que estemos condenados a la tragedia. Pero si alguna solución hay, empieza por dejar de actuar con la lógica miope de los cangrejos en la batea, incapaces de prever el resultado fatal que se avecina y de tomar medidas para evitarlo.
