Martes pasado, 21 de noviembre. A eso de las 8.30 a. m. entra una llamada a mi teléfono. Es Gustavo Gómez, el conocido periodista de Caracol Radio, que me pregunta con angustia si sé algo sobre la muerte de Joan Manuel Serrat. Siento un rayo que me convierte en gelatina. Gustavo me cuenta que el cantante Lucas Arnau acaba de colgar en su página web una foto de Serrat con una cinta negra y el clásico Descanse en Paz.
—Arnau —añade— está enviando trinos tristes en las redes.
Siguen largos minutos de angustia. Llamo a su casa: ocupado. Busco confirmación por internet en la prensa española: nada. Reviso mis correos, pensando que algún amigo me habría comunicado cualquier novedad: nada. Escribo el apellido del Nano en Google: nada. Las últimas noticias relacionadas con el autor de Mediterráneo son buenas: acaban de otorgarle un premio del Pen Club de Alemania.
Cuando ya me ha vuelto el alma al cuerpo entra una nueva llamada de Gómez, esta vez aliviado y contento.
—Falsa alarma, hermano. Serrat vive. Arnau borró el trino y puso otro en que ofrece disculpas. La noticia la mandó la mamá desde España. Al parecer le metieron un embuchado.
Afortunadamente el embuchado cayó en manos de un equipo periodístico responsable y nunca saltó al público. Gómez es de los que verifica, verifica, verifica y solo da la noticia cuando, prácticamente, ha podido hablar con el muerto. De lo contrario, medio mundo estaría llorando a Serrat y el otro medio rezongaría indignado por sucumbir ante otra información mentirosa.
—Por rigor profesional, prefiero salir chiviado antes que dar una noticia sin comprobar —me dice Gustavo—. No hay peligro de que yo informe sobre una muerte si no tengo una fuente confiable. Lo último que haría es lanzar al aire el fallecimiento de alguien porque lo vi en una cuenta de Twitter.
Es posible que Serrat aún no sepa que durante un rato lo lloramos en Colombia, pero gracias a los periodistas que ahorcaron a tiempo el embuste se evitó una conmoción social.
En todas las épocas, pero sobre todo en estos tiempos de redes incendiadas y periodistas ciudadanos, se cuelan especies falsas. No hay cementerio más ancho que el de los fiambres que no habían muerto cuando se publicó su obituario. En el mundo de la farándula circula un desfile de occisos que respiran y desayunan: George Clooney (accidente de avioneta), Beyoncé (choque de carros), Brad Pitt (balazos), Kirk Douglas (dos veces), Paul McCartney, Tom Cruise, Sean Connery...
En el camposanto trucho (como dicen los argentinos) también durmieron durante unas horas J. K. Rowling, Benedicto XVI, Cristiano Ronaldo, Barack Obama, Fidel Castro y el humorista Mark Twain, quien logró aclarar, antes de que lo sepultaran, que “las noticias sobre mi muerte son bastante exageradas”.
Los medios lamentaron en agosto el deceso del filósofo Fernando Savater y del compositor José Luis Perales. Ambos gozaban de cabal salud, y Perales tuvo que salir en televisión y consolar a sus deudos alegando que estaba “más vivo y más feliz que nunca”. Ese mismo mes nos dejó Lil Tay, joven estrella del rap canadiense. Pero no por mucho tiempo, pues resucitó al tercer día. Si esto sucede en un entorno tan iluminado como el del espectáculo, imagínense lo que ocurrirá en zonas menos vigiladas.
El falso muerto más famoso de la historia de Colombia es Alfonso López Michelsen, quien, siendo presidente, resultó asesinado en julio de 1976 por un terrorista. Pero semejante calamidad solo aconteció en un cable de la agencia UPI que, por error, difundió al mundo el ejercicio ficticio de un aprendiz de reportero.
Yo mismo tuve a bien morir el 18 de marzo de 1984, cuando una red de emisoras me confundió con el poeta Darío Samper (a quien nunca llegué a conocer), fallecido esa mañana. Aún recuerdo las lágrimas de Glorita, mi secretaria, cuando vio al fantasma entrar a la oficina y pedir un tinto. De alegría, quiero suponer. Cuenta el vallenato que a Abel Antonio Villa de las nueve noches de velorio todavía le deben cuatro.
Gustavo Gómez opina que todos los periodistas en algún momento hemos matado a alguien con la mejor intención y el ánimo positivo de informar al público. Explica que la presión de las redes y el factor de que muchas divulguen el mismo hecho puede inclinarnos a dar por veraz una noticia, pero probablemente todas nacen en una única fuente viciada. “Quienes vieron en las redes la muerte de Serrat —agrega— ignoraban que todo había salido de un agua primaria contaminada”.
Pero ¿quién contamina las aguas en el alocado universo de las malas nuevas? Muchos son los orígenes: errores (como en este caso), sensacionalismo (para ganar likes), mala fe (para poner cascaritas a los rivales), irresponsabilidad, premura... Myriam Redondo, comunicadora especializada en estos asuntos, dice: “Las redes funcionan así, y hay que acostumbrarnos. El problema es cuando los medios de prensa se suman a la desinformación”. Otro analista español, Marcelino Madrigal, cree poco en la inocencia de los desatinos: “Muchos ocurren por sumar seguidores y desprestigiar a los medios que, en su tarea de informar con la mayor inmediatez, pueden caer en la trampa”.
No hay que descartar a los mamagallistas. El italiano Tomasso Debenedetti se identifica, orgulloso, como “el campeón de la mentira”. Su diversión consiste en fabricar bulos (“Noticia falsa propalada con algún fin”: Diccionario de la lengua española), verlos crecer y reproducirse, y solo al final revelar que se trata de una invención. Su consejo a los periodistas: “Hay que reflexionar”.
Cuando expiró Quino en una falsa chiva hace algunos años, brotaron lamentaciones de toda parte, menos del finado, que no se mosqueó. “Ya sé, por lo menos, que hay muchos por ahí que me echarán de menos”.
¿Y Serrat, a todas estas, qué? Como relata la rumba colombiana que interpreta con Joaquín Sabina, “no estaba muerto: estaba de parranda”.