Fue mi esposa la que me hizo caer en la cuenta de que no habíamos renovado la licencia de conducir.
—Ahora toca hacer un examen de salud cada diez años y te ponen multa si te agarran con el pase malo —me advirtió en la noche mientras nos abandonábamos al mayor placer conyugal al que puede entregarse un matrimonio en la cama: observar el noticiero CMI. Y lo dijo así, con el uso de la expresión “pase malo”, como si, más que una diligencia, se encontrara narrando un partido de Santa Fe (arbitrado por el juez Wilmar Roldán).
—Petro dijo que teníamos que ahorrar gasolina y eso es lo que debemos hacer: ahorrar gasolina. A lo sumo viajar 21 veces al año en avión, como él, pero ni una más. Y guardar el carro.
Se lo dije a modo de excusa, porque soy capaz de lo que sea con tal de no someterme a la tortura inmensa de las vueltas burocráticas. Incluso de ganarme una buena multa, y en eso me parezco a Luis Carlos Sarmiento Angulo: nos ganamos nuestra multa, evitamos el caso penal, responsabilizamos a algún empleado. Y lo presentamos desde nuestros medios como una exoneración.
No pensaba malgastar estos días de sol en las entrañas de una oficina pública. Desde que me volví admirador del presidente Petro, he ido abandonando mi condición de hombre de clase media alta, esclavista y arribista, y ahora procuro evitar los agobios de la pequeña burguesía: la revisión tecnomecánica, la renovación del pase, sacar el pasado judicial, pagar el predial. Y demás vueltas para las cuales es fundamental presentar fotocopia de la cédula ampliada al 150 %, vaya uno a saber por qué, a cuenta de qué, con qué fin: ¿en cuál otro país del mundo piden algo semejante? ¿Existe acaso un burócrata medio ciego que revisa las cédulas? ¿Es el juez Wilmar Roldán?
—Mañana debemos estar en un punto autorizado por el gobierno a las siete de la mañana —siguió de largo, como de costumbre sin escucharme, en su típica actitud de mujer blanquita arribista de clase media alta que va a renovar su pase—. Hay que llevar trescientos mil pesos en efectivo —remató.
—¿En efectivo? —me sorprendí—. ¿Vamos a renovar el pase o a visitar a Laura Sanabria?
—Allá —siguió de nuevo sin escucharme, como la neoliberal que en el fondo es— nos hacen el examen médico, lo suben al sistema y luego sacamos una cita para que nos den el pase.
—¿Otra cita?
—Otra cita. En caso, claro, de que el sistema cargue y todo salga bien.
—¿Y si todo sale mal?
—Pues el sistema no carga y sale “error” y en algún momento del año de golpe se arregle y podamos ingresar los datos al sistema —y al decir esto último ya parecía una burócrata de ventanilla.
—Pues no pienso ir —insistí rebelde.
—No te estoy preguntando.
—¡Eres una esclavista!
El puesto autorizado era un pequeño local de cuya puerta emergía, como una culebra gorda, una fila de ciudadanos con cara de sueño que venían a lo mismo. El que estaba delante de mí tenía un aire a Enrique Gómez. Detrás esperaba un conductor de taxi del que me hice amigo, a pesar de que era hincha de Millonarios. Y adelante estaba una ama de casa muy amable que por alguna razón me recordaba a Cielo Rusinque: no sé si por la cara. O por la fila.
Cuando abrieron la puerta, y dieron paso a las primeras veinte personas, Enrique Gómez resultó ser tramitador y dijo que estaba guardando el puesto de veinte cupos. Así son los conservadores: hacen negocios con los puestos. Por ese motivo tuvimos que esperar una hora más entre bostezos, mientras la fila se seguía nutriendo de señores que, no sé si es obsesión, parecían candidatos a la Alcaldía: había uno con la misma cara de pocos amigos de Robledo; un mensajero idéntico a Galán, con la chaqueta roja y todo; uno parecido a Rodrigo Lara que seguramente manejaba un batimóvil, y otro más de cola caballo que, disociador por naturaleza, trataba de inducirnos a la protesta.
—Hermanito, ¡ya ha pasado media hora y ustedes nada! —increpaba al celador que daba paso en la puerta.
Pero nadie tuvo que rebelarse porque pocos minutos después resbalábamos como una lenta gota por los vericuetos de unos cubículos en medio de sellos y ventanillas.
Nos sometieron a diferentes exámenes médicos, en consultorios diminutos, y todos los encaré con dignidad: en uno hacían examen de audiometría; en otro, de ojos. En otro más —el último— un señor idéntico al ministro Bonilla, enfundado en una bata que le quedaba grande, lo hacía pasar a uno, lo sentaba en la camilla, le auscultaba el corazón y hacía anotaciones en una plantilla: ese mismo señor, lo pensé después, podría hacer exactamente lo mismo, y con la misma bata, en la revisión tecnomecánica. Aunque en la tecnomecánica revisan gases. Y en el examen del pase todavía no.
Duré toda la mañana pasando de una ventanilla a la otra, y gasté dinero y paciencia mientras me lamentaba por el país: qué país. Se resguarda uno de los viejos abusos en los abusos pequeños, porque manejar con la licencia vieja implica perder el vehículo o, dicho de otro modo, sacarlo de patios, un infierno de filas y humillaciones todavía más grave, aunque no tan grave como recibir subsidios en tiempos de Cielo Rusique que, en ese mismo momento, ingresaba al cubículo del examen de oídos: si fuera la Cielo de verdad, lo habría perdido.
En las filas en espiral uno se topaba en alguna curva con algún compañero de madrugada que, para ese entonces, ya resultaba familiar, ya era un amigo. Enrique Gómez salió golpeado del oculista porque le condicionaron la licencia a manejar con gafas. Don Jaime —para entonces don Jimmy, el taxista de Millos— se ofreció a llevarme a un sitio donde uno podía recibir el pase sin necesidad de cargarlo en el sistema. Y la señora ama de casa terminó contándome que desde que su marido los había dejado, repartía niños de colegio con el fin de ganarse algunos unos pesos. Para darle ánimo le dije que creyera en las segundas oportunidades del amor, y le puse el caso de Daysuris, la ex de Nicolas, que contraerá nupcias con un congresista arrecho, como buen santandereano.
—Si Daysuris pudo rehacer su vida, así fuera con un congresista, ¿tú por qué no? —la consolé.
Eran cerca de las doce del día cuando mi mujer y yo al fin vimos el relumbrón de la calle. Sacar el pase en la madrugada: la frase parece dicha por Armandito. Ahora solo falta que carguen en el sistema el número base en algún momento del año para volver a nuestros fueros de esclavistas blancos de clase media alta.
A la salida nos cruzamos con Enrique Gómez que llevaba una fotocopia ampliada al 150 %, seguramente por sus problemas de visión. Le pagamos la carrera a don Jimmy para que nos llevara a la casa. Y en la noche celebramos con una cita de amor en que vimos CMI.
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