Daniel Samper Pizano
9 Abril 2023

Daniel Samper Pizano

SALVEMOS A JUDAS

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Hoy se cumplen mil novecientos noventa años desde que se acusa a Judas Iscariote, hijo de Simón, de traicionar a Jesús, hijo de José y María, además de malversar fondos comunes y complicidad en secuestro de líder social. Son treinta y un delitos menos que Donald Trump, hijo de lo que sabemos. Durante este tiempo, sin embargo, no se ha dado una oportunidad equitativa de exponer los argumentos de su defensa a Judas ni a sus descendientes, entre los cuales me cuento.

Quiero aprovechar este Domingo da Resurrección para divulgar al mundo entero, tradicionalmente alimentado por las redes seculares contra mi denostado progenitor, la otra cara de la moneda: ¿qué motivos lo condujeron a actuar como actuó?, ¿qué atenuantes tiene su conducta?, ¿qué resultados arrojó su gestión como tesorero del grupo?, ¿qué ejemplo nos dio con su arrepentimiento? Yo estoy seguro de que la JEP habría dejado en libertad a Iscariote. Pero es preciso ahondar en análisis. 

Conviene recordar, ante todo, que él era el único de los doce discípulos que no había nacido en Galilea. El jefe de la cofradía era, por antonomasia, Jesús el Galileo, lo que explica la animadversión que sintieron por Judas los otros. No se piense que la xenofobia es solo mal de estos tiempos. Ya entonces se hacían sentir las rivalidades regionales. Por otra parte, es mentira que fuera parte de un clan criminal llamado los Iscariotes. No: la palabra simplemente remite a Keriot o Queirot, aldea situada treinta kilómetros al sur de Jerusalén. 

Fue Judas hombre sencillo y del pueblo. Era pelirrojo, como mi abuelo y varios de mi familia. Su nombre pasaba por común y corriente, como llamarse John Jairo en Armenia o Farid en la costa. La prueba es que tenía en la pandilla un tocayo de apellido Tadeo, igual a la célebre pescadería de Flandes, Tolima. Estaba dotado, sin embargo, de una inteligencia práctica que lo llevó a ser elegido como tesorero de la agrupación. Algunos han pretendido sembrar inicuas sospechas sobre los manejos financieros de Judas. Pero el hecho de que Dios, que sabe más que la Superbancaria, le confiara el flujo de caja demuestra que era un tipo probo. Su brillante gestión económica permitió a los discípulos viajar con evangélica frecuencia, costearse viáticos, ahorrar denarios para repartir a los pobres y dar de comer a su numeroso séquito, alimentado con ayuda de un milagro en una sola ocasión.

Durante tres años fue Iscariote uno de los más fieles alumnos de Cristo. Mientras los demás se dedicaban a la vida contemplativa, él sobrellevaba el tren de gastos. Era, además, persona generosa y filantrópica que giraba auxilios y limosnas en la medida en que lo permitían las estrecheces presupuestales. Es clave observar esta condición para entender un episodio que se convirtió en florero de Llorente de su relación con el Mesías. Hallábanse en casa de Simón el leproso, en Betania, cuando una mujer se acercó a Jesús con un perfume carísimo que derramó sobre la cabeza del cabecilla (perdonen la redundancia), para evidente complacencia de este. Semejante despilfarro indignó a varios discípulos, entre ellos Judas. “¿A qué viene tanto derroche? Pudo venderse a gran precio y darse a los pobres”, comentaron los apóstoles y así lo registró Mateo. La desilusión de Judas fue enorme. Pensó que al Maestro lo estaba trastornando el ansia de riqueza, y la idea de denunciarlo empezó a rondar por su cerebro. Buen gregario, conocía el valor de la autocrítica.

Fue esta acción la que desencadenó la negra fama de Judas. Vamos a analizarla fríamente. Empecemos por notar que la banda de Cristo era una célula subversiva, es decir, opuesta al poder. Libertaria, pero ilegal. Justiciera, pero sediciosa. El Estado había puesto precio a los complotados y en Judas se juntaron la presión de ocultar un grupo criminal y la atractiva recompensa por entregarlo a las autoridades. Treinta monedas de plata eran buena gratificación. Para mayor seducción, libres de impuestos.

Algo que alivia su posible falta es que siempre dio la cara. Estuvo presente en la última cena, cuando el Maestro le recriminó su actitud, y en la última siesta, mientras otros dormían. Juan el evangelista presenció esta escena y no dijo nada, no obstante lo cual nadie lo ha acusado de encubridor. Luego, a la hora de poner a Jesús en manos de los centuriones, el propio Iscariote encabezó el piquete de soldados y los guio a Getsemaní. Nada de denuncias anónimas. Nada de tirar la piedra y esconder la mano. ¿Besó Judas a Cristo traicioneramente? Algunos testigos dicen que sí. No está probado. Juan, que lo detestaba, no menciona este hecho. En cualquier caso, el beso era la forma cortés de saludo con los rabinos (de allí lo aprendieron los futbolistas). Hasta en ese difícil momento Judas fue civilizado.

Vino después lo que todos conocemos y se conmemora en la semana que hoy termina. Es hora de recordar que el tesorero se arrepintió de su acto, hasta el punto de que lanzó las monedas a la cara de los comisarios y se ahorcó. Salvemos a Judas, señores. Es lo justo. ¿Qué prueba mejor de contrición genuina que quitarse la vida? ¿Cuántos de los delincuentes perdonados por la JEP lo han imitado? ¿Cuántos soplones devuelven el dinero de la recompensa?

Por encima de las anteriores consideraciones, y sumergiéndonos en aguas teológicas, hay que tener en cuenta que Judas cumplió una ingrata misión histórica. Sin su denuncia no habría habido crucifixión; sin crucifixión no habría habido resurrección; y sin resurrección no existiría la salvación eterna, esa segunda oportunidad que Dios nos brinda a los pecadores y que los pecadores le negamos de manera sistemática a Judas.  

(Inspirada en una columna del autor publicada en 1985).
 

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