Colombia le disputó a Nicaragua su costa atlántica hasta que por un tratado de 1928 las cuestiones territoriales se resolvieron con el reconocimiento recíproco de territorios, excluyendo los cayos que Colombia se peleaba con el país que durante la controversia siempre se atravesó por intereses propios: los Estados Unidos.
En materia marítima no había nada que delimitar. El derecho del mar surgió después y no se refiere a territorios sino a derechos de explotación y exploración en la plataforma continental o en el cuerpo de aguas costaneras, la zona económica. Son derechos proyectados por la tierra para las poblaciones.
La disputa marítima nació en 1969 por unas concesiones que dio Nicaragua en aguas cercanas a Quitasueño. Colombia hizo reserva de sus derechos en el área y la respuesta dejó plasmada una controversia, pues Nicaragua no reconocía como frontera marítima la referencia al meridiano 82 de Greenwich como límite del archipiélago, insertada al ratificarse el tratado de 1928. En 1979 desconoció abiertamente ese tratado y se apalancó en una concepción sui generis de plataforma continental como título de dominio sobre San Andrés y los cayos colombianos, una reclamación que oficializó en el año 2001 al demandar a Colombia ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ). Su hábil estrategia consistió en apuntar a la tierra para pegarle al mar. Una de sus pretensiones fue que se fijara la delimitación marítima que Colombia le negaba. Ahora quiere consolidar lo que ya le fue adjudicado; y más plataforma, hasta nuestras barbas.
Mientras Nicaragua hilvanaba sus pretensiones, Colombia fue negociando tratados de delimitación marítima. Era una operación administrativa necesaria para deslindar los espacios de los nuevos derechos, cuando se sobreponen con las áreas reclamadas por otra nación. A falta de acuerdo el remedio es acudir a un arbitraje o a un recurso judicial internacional.
El tema de ciertos insucesos en las disputas con Nicaragua resurgió ahora con la obra El calvario de La Haya, de Ernesto Samper Pizano, expresidente de la República, que revela muy interesantes detalles de las ocurrencias internas. Durante la administración Samper se contempló bien la posibilidad de negociar, pero al mismo tiempo se integró un equipo de abogados internacionales y criollos, previendo que Nicaragua podría demandar, como ocurrió. Los títulos territoriales de Colombia fueron reconocidos por la CIJ desde el fallo preliminar de 2007, pero la declaración de que el meridiano 82 de Greenwich no era frontera dejó desbalanceado al equipo. Y como bien lo anota el autor, el definitivo en el año 2012 sorprendió al país.
Por sus observaciones se evidencia que quienes participaron en el proceso no conformaban un equipo homogéneo. El concilio se ampliaba o reducía según unos llegaban, otros eran retirados y algunos renunciaban. La publicación de los anales completos, con las actas de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores, como sugirió López Michelsen y apoya el autor, sería algo muy necesario para el país: una especie de catarsis. Es tan necesaria como urgente por cuanto han venido falleciendo quienes podían indicar cómo moldear y ubicar cada pieza de plastilina del rompecabezas.
Reproduce la obra una carta crítica de López Michelsen en la que se percibe el desasosiego por los desentendimientos en el grupo de consulta. Incluye también una relatoría personalizada de las opiniones dadas por los juristas internacionales de la que destila que no había entusiasmo por las posibilidades de victoria de la postura de que la CIJ debía declararse incompetente porque todo estaba resuelto por el tratado de 1928. Ernesto Samper Pizano y Alfonso López Michelsen, entre otras personalidades, no consideraron defendible el argumento de que en 1930 se hubiera establecido una frontera, cuando no había nada que delimitar.
Sea como fuere, la posición se defendió a capa y espada. Ambas partes presentaron posiciones extremas. Nicaragua no obtuvo los territorios y Colombia no recibió los espacios marítimos en la proporción que reclamaba. La culpa es de la vaca; y la vaca resultó, para los medios colombianos, la CIJ y los pactos de solución de controversias. A nada conduce tanta acrimonia. Más bien hay que considerar las propuestas positivas, como las que vierte el expresidente Samper a guisa de conclusiones.
Ha quedado flotando la impresión de que a la población nativa del archipiélago y sus intereses vitales se les debió dar mayor relevancia. En esta nueva etapa aquello se reversó. Lo que ha sido perjudicial es la intemperancia que se demostró desde el inicio. Se desafió el fallo y el segundo proceso se atendió con arrogancia. Mientras se anunciaban victorias colosales, el máximo tribunal internacional declaraba en abril de 2022 que Colombia había violado derechos de Nicaragua en su zona económica, agregando que la zona contigua integral, con la que se trató de englobar tardíamente los cayos con San Andrés, no respetaba las normas de derecho internacional. Las bravatas han dado la impresión de que se trata de una pelea de David vs. Goliat. Colombia nunca había actuado así en la arena internacional.
Las cosas a veces tienen consecuencias inesperadas. Nicaragua ante la llamada “política de los mares” se sintió perjudicada por las delimitaciones colombianas. Cuando en 1999 se ratificó el tratado con Honduras decidió atacar. En los parlamentos de ambos países al momento de aprobar ese pacto cantaron con patriotismo los respectivos himnos nacionales.
A mí me viene a la memoria el porro que dice: Tu cogiste y mataste la puerca /, no me diste ningún chicharrón. / Yo también, yo también haré lo mismo / cuando mate, cuando mate a mi lechón. Sí. Fuimos por la marrana entera y nos quieren quitar hasta el chicharrón. En latín sería totus porkus.