Enrique Santos Calderón
27 Noviembre 2021

Enrique Santos Calderón

Cinco años no es nada…

No se puede subestimar a un infatigable animal político como Uribe, capaz de volver a convertir el tema de la paz en caballo de batalla para las elecciones venideras.

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Cumplió cinco años la firma del Acuerdo de Paz y el quinquenio trajo no pocas sorpresas. ¿Qué tal la asistencia del presidente Duque al acto de conmemoración, en la propia sede de la vilipendiada JEP, donde uno de los oradores fue Timochenko? ¿O el apretón de manos con Juan Manuel Santos con quien hace años no cruzaba palabra? Que “Duque ingresó al Sí”; que “se subió al bus de la paz”; que “por fin vio la luz” comentaron los más optimistas. Tal vez no cabe esperar tanto, pero sí hay un significativo cambio de actitud y mensaje; algo que debe tener disgustado al presidente eterno. 

Otra sorpresa fue el anuncio de que Washington sacará a las Farc de la lista de grupos terroristas.  Aquí no alcanzo a imaginar la desazón (¿rabia?)  que esta noticia le produjo a Álvaro Uribe; ni el desconsuelo que debió suscitarle la declaración del embajador de Estados Unidos en Bogotá de que “el Acuerdo de Paz es bueno para todos los colombianos”. Todo esto coincidió, además, con la larga carta contra el acuerdo que le envió al secretario general de Naciones Unidas, quien ese día estaba en un acto de la paz en Dabeiba (al que también asistió Duque) y allí pidió más apoyo del Gobierno a los desmovilizados. La carta, en la que el supremo líder del Centro Democrático dice que “no existe acuerdo” cayó en el vació y creo que ni ha sido respondida por el jefe de la ONU, que prefirió dar entrevistas reiterando su respaldo al proceso de paz.

El exmandatario apareció como desubicado y más aislado que antes, aunque igual de obsesivo en su oposición a los acuerdos. Hay quienes dicen, sin embargo, que en el punto 24 de su larga misiva Uribe “abre puertas” a un acuerdo. Habrá que ver que de qué se trata. Por lo pronto hace pensar en su reciente salida pidiendo una “amnistía general” en Colombia como fórmula para una “paz total”. Propuesta que recibió rechazo general y el solitario apoyo de Gustavo Petro. A este país a veces no lo entiende nadie. En cualquier caso, aunque cada vez más menguado, no se puede subestimar a un infatigable animal político como Uribe, capaz de volver a convertir el tema de la paz en caballo de batalla para las elecciones venideras. Parecería inaudito, pero un líder político en declive necesita polarizar a la gente.  
   
Por otra parte, la decisión del gobierno Biden de quitarles el calificativo de terroristas a las Farc es el reconocimiento de que estas han cumplido lo pactado (que no sus disidencias) y un mensaje al Gobierno para que acelere la implementación del Acuerdo. Sobre todo en lo referente a la reforma rural —el crucial problema de la tierra, que sigue en ceros— y a la seguridad de los que entregaron las armas, que siguen siendo asesinados (van más de 300). La falla del Gobierno no es aquí por acción (los autores son otros, en buena parte las disidencias) sino por omisión: por la incapacidad para garantizar la vida de los exguerrilleros que tratan de trabajar en paz en las zonas de conflicto. Y no solo la de ellos sino la de líderes sociales y ambientales (casi 700 asesinados desde la firma). Y no solo en áreas que abandonaron las Farc, sino por todo lado. Por ejemplo, en el puerto de Santa Marta o en el de Tumaco, cuya alcaldesa denunció esta semana que “el Estado se dejó ganar el pulso de grupos armados y cultivos ilícitos”.

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Este quinto aniversario de la firma me suscita recuerdos de mi participación, hace más de diez años, en los primeros encuentros secretos en La Habana en busca de una agenda de paz con la delegación de las Farc, en ese momento una guerrilla militarmente golpeada (por eso se sentaron en la mesa) pero aún poderosa y disciplinada. Fueron seis meses de intenso encierro y eternas discusiones que produjeron una apretada agenda de cinco cuartillas con seis temas acordados, que cuatro largos años después se convirtió en las 350 páginas del acuerdo final. 

Sigo pensando que esa demora fue fatal para la credibilidad del proceso. 

Unas Farc rígidas e inflexibles discutieron hasta la saciedad cada punto y coma y fueron renuentes a pedir perdón y reconocer sus crímenes. Entre tanto, los combates continuaron, la opinión se desilusionó, se instaló la desconfianza y los enemigos del proceso tuvieron tiempo de sobra para enfilar sus baterías.

De esos años recuerdo la emoción que me produjeron hechos puntuales como la marcha de miles de guerrilleros y guerrilleras, fusil y chorotos al hombro, hacia los puntos de concentración o la imagen de los funcionarios de chaleco azul de la ONU metiendo en enormes contenedores fusiles, ametralladoras y lanzagranadas que entregaba una guerrilla que les decía adiós a las armas para meterse en la política legal.  

Hoy observadores internacionales se preguntan si el fracaso de Farc como partido político legal es hasta cierto punto un fracaso del proceso de paz. No lo creo. Se podría afirmar que por el contrario confirma el absoluto descrédito de las armas en la política, aunque también es cierto que su debacle electoral puede desmotivar a grupos residuales a renunciar a esta forma de lucha. Y en, medio de todo, no se puede olvidar que es un guerrillero amnistiado el que lidera hoy las encuestas presidenciales en Colombia.

Más de la mitad de los procesos de paz en el mundo han fracasado antes de los cinco años. Aquí se ha consolidado. El balance del quinto aniversario tiene logros y lunares. Aún no tenemos la “paz grande” que reclama el padre Francisco De Roux, pero en términos de vidas salvadas, finalización de una guerra interna de medio siglo, posicionamiento de la JEP y continuado respaldo mundial, lo logrado es grande. Por eso decía antes que en estos días se ha sentido una especie de relanzamiento del Acuerdo. No solo por los gestos de Estados Unidos, los elogios de la Unión Europea o las felicitaciones del vecindario, sino por los mensajes recientes del presidente Duque, tal vez lo más significativo.

Se trata, pues, sin más dilaciones y mezquindades, de convertir la implementación de los acuerdos en un propósito nacional. En una verdadera política de Estado, no de gobierno. En esa dirección pareciera que por fin estamos marchando. Y eso hay que aplaudirlo. 

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