Antonio Caballero
4 Abril 2021

Antonio Caballero

Deforestación y alcaldes

Hace apenas veinte años, la mitad del país estaba cubierta de bosques. Hoy esa proporción se ha reducido a un tercio. La deforestación avanza exponencialmente.

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La deforestación en el mundo sigue aumentando a un ritmo que ahora llaman siempre melodramáticamente "exponencial". La palabreja significa que el resultado se puede expresar —me informa Wikipedia— mediante una ecuación diferencial de primer orden, en cuyos laberintos no me voy a meter. La deforestación mundial la encabeza el Brasil, dueño de la mayor parte de la cuenca amazónica y gobernado por un presidente que además de favorecerla, la impulsa y la predica. En seguida va la República Democrática del Congo, dentro del desorden de sus incesantes guerras civiles. Pero Colombia no anda lejos. Podemos verla a diario en fotografías aéreas en los periódicos. Y la política gubernamental de fumigación de los cultivos ilícitos, o así llamados por las agencias antidrogas de los Estados Unidos, la fumigación, digo, ayuda. Ayuda a deforestar. Los terrenos esterilizados por el glifosato, o antes por el paraquat, tienen que ser sustituidos por nuevos bocados de selva talada para que las familias cocaleras campesinas puedan seguir comiendo.

La deforestación no se lleva por delante solamente los árboles y el bosque, como lo indica su nombre, sino todo lo que vive ahí. Dice WWF, la organización de protección ambiental más importante del mundo, que en Colombia los bosques y las selvas y los manglares y los frailejonales albergan 674 especies de aves, 158 de anfibios, 195 de reptiles, 212 de mamíferos, 753 de peces, y más de 6.300 plantas diferentes. Y replican los que hablan de fanáticos y extremistas para criticar a quienes se ocupan de la defensa de la naturaleza que no se puede detener el progreso por salvar unas culebras venenosas y unos pájaros de tierra caliente. Como si el progreso consistiera en expandir la frontera agrícola para ampliar los potreros de la ganadería, y abrir campo a la siembra de plantaciones ilegales de coca. Hace apenas veinte años, la mitad del país estaba cubierta de bosques. Hoy esa proporción se ha reducido a un tercio. La deforestación avanza exponencialmente.

Tenían visión de futuro el alcalde y los concejales de Armenia, Quindío, cuando hace ochenta años decidieron encargar e instalar el monumento al hacha: el hacha de talar montaña con la que se hizo la colonización antioqueña.

Desde hace unos cuantos años el Estado colombiano ha tomado conciencia de la necesidad de proteger la naturaleza. Ha firmado al respecto convenios internacionales. Pero fuera de que no tiene la capacidad de defenderla contra los delincuentes explotadores de la economía ilegal, las bandas criminales que ahora llama ingeniosamente "bacrim", las disidencias de la antigua guerrilla desmovilizada, los campesinos cocaleros que el propio Estado persigue, forzándolos a abrir selva para trasladar sus siembras fumigadas, tampoco la tiene contra sí mismo: contra los actores regionales de ese mismo Estado. Los gobernadores, alcaldes y concejales de las regiones devastadas, que suelen ser terratenientes en ellas y en consecuencia están interesados en que la devastación siga abriéndoles espacio para el crecimiento (¿exponencial?) de sus fincas. En este caso, como en tantos otros, se revela como un Estado delincuencial.

Hace ochenta años, en estricta contemporaneidad con el monumento al hacha de Armenia, José Eustasio Rivera podía cerrar su gran novela La vorágine con una frase lapidaria: "Se los tragó la selva". Porque había selva. Hace cuarenta Eduardo Caballero Calderón todavía podía explicar en un ensayo por qué los escritores latinoamericanos se esforzaban por luchar contra el imperio de la naturaleza, y eran siempre derrotados por ella. Porque había naturaleza. Hace treinta Germán Castro Caicedo, en Mi alma se la dejo al diablo, seguía dando testimonio de ese imperio. Hace veinte —porque los plazos se han venido estrechando, cómo decirlo, exponencialmente— podía yo mismo lamentar con cierta cursilería en alguna columna de prensa que ya no quedaran diminutas ranitas verdes en las chambas de la Sabana de Bogotá: hoy no quedan chambas y no queda Sabana. También hace veinte años me decía Manuel Marulanda Vélez, el viejo campesino y temible comandante guerrillero "Tirofijo", mientras mirábamos el paisaje todavía semiselvático del Caguán y el perfil lejano de la serranía de La Macarena: "Últimamente han descumbrado mucho". Porque todo el mundo se ha venido dando cuenta, tanto los escritores como los guerrilleros. Pero a los responsables más directos, los gobernadores y los alcaldes, no les importa. O les conviene.

O simplemente les gusta, porque subraya su poder. El más reciente ejemplo ha sido el del exalcalde bogotano Enrique Peñalosa con la reserva Van der Hammen en tierras de la Sabana, las más cercanas físicamente a los poderes centrales del Estado colombiano. 

Pero eso sí: a cambio, Peñalosa nos había prometido que volverían los venados a correr por la carrera séptima.

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