El Presidente Gustavo Petro habló de casi todas las cosas en su discurso de la entrega del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Del eros de Freud, del libro que leyó en el avión, del judeobolchevismo, del virus, de las crisis. En fin, el encantador mareo de su verbo. Pero algo del popurrí dialéctico resonó cuando dijo sobre los políticos y periodistas que “comparten el mismo escenario, casi que los mismos rituales”; ambos son “grandes comunicadores sociales”.
Sentí que en el fondo Petro preguntaba: ¿Qué voces se encargan de explicarnos el mundo? ¿Quién escribe la verdad pública? Por el podio compiten políticos, periodistas, jueces, abogados. Especialmente en Colombia donde contamos con amplio arsenal de toda esa gente. Pero a inicios de este siglo, apareció un contendor en esteroides, uno que revoluciona la industria de la información en el mundo: las redes sociales.
Y no se trata de resumir acá los millones de lugares comunes que se han compartido sobre la explosión de la internet; la convulsión que despertó en todos los rincones de la vida. Pero Petro hablaba de quizás el cimiento más estremecido: la discusión pública. La que permite a la gente informarse, contrastar ideas, elegir mandatarios, revolucionarse contra la tiranía.
En este paralelo con el mundo de carne y hueso, las conversaciones importantes se convierten en algoritmo amplificado, pluralizado, incluso democratizado, pero moldeable y cooptable. Cual fórmula matemática: un laboratorio del sentir social. Por fin un lugar específico para lo que llevamos siglos llamando el mercado de las ideas, como si existiera en las nubes. Ahora en una sola, empaquetada bajo el simpático logo del pajarito azul. Porque Twitter, como ninguna otra red social, concentra la conversación pública.
Y por eso Elon Musk, el hombre más rico del mundo, puede simplemente llevarse el animalito para su casa y ponerle las reglas que le parezcan. Porque ese pedazote del debate social ahora es un producto del mercado. El problema, para el nuevo dueño, es que el pajarito resultó menos dócil que lo que parecía en el escaparate. Esta semana Musk empujó a renuncias masivas y hasta se le quedaron las llaves dentro del edificio, ante la incertidumbre mundial de cómo podía funcionar una plataforma en la que al parecer nadie operaba.
Sobre el edificio vacío, apareció un proyectil de insultos contra Musk, que no lo bajó de “parásito supremo”.
Además, varios senadores demócratas ya solicitaron a la Comisión Federal de Comercio que investigue el posible mal manejo de datos de los usuarios, el verdadero negocio de todos estos mundos paralelos.
Se vivió en alegre pánico la despedida de los tuiteros de la plataforma (#RIPTwitter). Además, claro que hay competencia y entonces el enjambre de usuarios volará masivamente a Mastodon o a otros nuevos inventos en donde nos apresuramos a encontrarnos. Si se acaba Twitter, su diáspora se volverá a agrupar porque la gente quiere hablar donde todo el mundo esté presente. Pero eso no soluciona el problema, para nosotros, de que la conversación sea objeto de trueque arbitrario.
Acordonar la plaza pública tiene enormes complejidades, porque es el negocio más lucrativo, pero al mismo tiempo es una nueva y vigorosa expresión de la democracia. No se trata de comprar una fábrica de salsa de tomate y simplemente cambiar la receta. Si se comercializa el debate, las redes sociales entran triunfales a la batalla por la verdad pública. Es comprar el poder de sentenciar lo que es cierto. Por eso inquieta que el ágora responda al interés de un solo bolsillo, en especial si es el más hondo del mundo.
Más allá de Musk, alarma este vaivén de la discusión pública en un momento en que la verdad se convierte en un bien preciado y escaso. La desinformación, proliferación de las noticias falsas, sesgos confirmatorios y todos esos fenómenos sofisticados derivan en el pánico y catástrofe de no saber qué es cierto. Es la erosión del suelo sobre el que descansa la democracia. La pandemia, guerras mundiales y crisis climática −para nombrar solo tres de las maldiciones actuales− dependen de la posibilidad de conocer la verdad y confiar en ella.
Entonces la respuesta a la pregunta implícita de Petro es que no puede ser una sola persona la dueña del debate público; o, bueno, sí puede —Mark Zuckerberg lleva décadas—, pero debe empezar a responder ante la sociedad que motorizó. A respetar los derechos humanos en la era digital, como la libertad de expresión y la privacidad. Rendir cuentas ante los Estados, porque ese tesoro que llena sus arcas es nuestro. Es el ejercicio que pone presidentes, sacude la economía, moldea nuestras vidas. Y entre más lugares se conecten, como debería ser, más poder representará.
Hacia el cierre de su inteligente diatriba Petro advirtió: “el ser humano nace en la comunicación”. Y concuerdo: ese vertimiento del interior al exterior es lo que nos permite existir en el mundo. La libertad de expresarse es la reivindicación de estar vivo. Es también en ese diálogo que podemos conocer el mundo. Y debemos explicar a los nuevos dueños de la interlocución social que ellos son simples concesionarios pasajeros.