Daniel Samper Pizano
23 Octubre 2021

Daniel Samper Pizano

Macondo en una foto

A falta de sofá, se sientan en un tronco caído de pivijay; al fondo, en vez de un edificio o un cuartel se eleva un palo de cañaguate. Todos ayudaron a circular por el mundo a Macondo y su música.

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“Miro un retrato: todos están muertos”
                        Eduardo Carranza

La fotografía corresponde al quinto congreso de científicos de Solvay, en Bruselas, en octubre de 1927. Son veintinueve genios de la física y la química sentados en tres filas como si fueran estudiantes de cinco en conducta. Hay entre ellos una sola mujer: Marie Curie, ganadora de dos premios Nobel.

La siguiente escena muestra a tres personajes apretujados en un sofá pequeño e incómodo. Hace frío, pero posan al aire libre en Yalta (Crimea), rodeados de militares que quizás fueron famosos pero hoy son anónimos. Son los tres líderes vencedores de la II Guerra Mundial: Winston Churchill, de Gran Bretaña; Franklin Delano Roosevelt, de Estados Unidos, y José Stalin, de la Unión Soviética. Están atentos a repartirse el planeta. Es el mes de febrero de 1945. A Roosevelt le quedan dos meses de vida y a la guerra, siete meses de muerte. 

Proporciones guardadas, la historia de la música vallenata tiene un retrato de trascendencia parecido al de Solvay para la ciencia y Yalta para la política. Son seis costeños que sonríen en un patio arbolado de Valledupar. Unos visten camisa y corbata; otros usan bluyín pero medias no. A falta de sofá, se sientan en un tronco caído de pivijay; al fondo, en vez de un edificio o un cuartel se eleva un palo de cañaguate. Todos ayudaron a circular por el mundo a Macondo y su música. 

Aparecen, de izquierda a derecha, Clemente Quintero, político y patriarca; Álvaro Cepeda Samudio, maestro de periodistas y autor de La casa grande, una novela indispensable; el odontólogo Roberto Pavajeau, padre de Darío y el Turco, futuros patriarcas vallenatos; Gabriel García Márquez, con su más risueña expresión; el jurista Hernando Molina Maestre, antiguo magistrado y dueño de casa, y el compositor Rafael Escalona, glorioso cantor de historias y amores. Al medallón de rostros inolvidables le falta su Marie Curie. Es el nicho de Consuelo Araujonoguera, fundadora de la vallenatología y matriarca, a la sazón nuera del doctor Molina y comadre de todos los demás. ¿Dónde estaba Consuelo en ese momento? Quizás preparando un jugo de papaya para atender a los invitados o mandando traer de San Diego a Leandro Díaz y Toño Salas para poner en órbita los merengues.

Corre el mes de septiembre de 1967 y en Valledupar han brotado por tierra, aire y río visitantes de Bogotá y otras regiones para sumarse a un parrandón de tres días en homenaje a Alfonso López Michelsen, gobernador del futuro departamento del Cesar. Entre ellos llegan, enviados por el diario El Tiempo, un reportero cachaco y un fotógrafo de prensa de Barranquilla llamado Gustavo Vásquez Vengoechea, hijo de una antigua reina del carnaval. Los dos se las han arreglado para convencer a los personajes del retrato a fin de que abandonen por un rato el vaso de whisky y la parranda, posen en el patio y gesten una imagen histórica sin calcularlo. 

La densidad de leyenda por centímetro cuadrado en la escena es portentosa. En esa época Escalona ya ha construido con sus cantos un mundo de peripecias y personajes; entre ellos, el perro feroz de Pavajeau y la abuela desconsolada que pide ayuda al doctor Molina porque un dueño de carro cargó con su nieta pechichona. Como si fuera poco, el fotógrafo Vásquez está casado con una hija del profesor Poncho Cotes, “pedazo del alma mía”, que todos los lunes deja en las sabanas de Manaure a sus tres monitos y se marcha “todo lleno de tristeza” a dictar clases en Valledupar. 

La escena del patio se publicó por primera vez en El Tiempo el 23 de septiembre de 1967. Desde entonces, dice el cronista Rafael Sarmiento Coley, “le ha dado la vuelta al mundo, en la mayoría de los casos sin que se sepa su autor”. No ha figurado en diarios, revistas, libros, televisión ni blogs el que hundió el botón. La última vez que vi el retrato lejos de Colombia fue en enero del año pasado en Italia. Acompañaba en las páginas del periódico romano Il Manifesto una nota sobre Cepeda Samudio y —sorpresa— aparecía el debido crédito a Vásquez. 

No sé si Gustavo, buen hombre y buen fotógrafo, alcanzó a enterarse. En ese momento tenía ya ochenta y cuatro años y el cigarrillo había deteriorado sus pulmones. Una fractura posterior le complicó aún más la salud, hasta que falleció el martes pasado en Valledupar. He vuelto a mirar el retrato, y él y todos están muertos. Cepeda fue el primero, en 1972. Lo siguieron, en 1980, el doctor Molina, el dentista Pavajeau en 1982 y el doctor Quintero en 1983. Escalona cogió camino definitivo en 2009 y García Márquez un lustro después. El cañaguate cayó talado hace ocho años.

En cuanto al reportero cachaco que publicó más de medio siglo antes su primer escrito sobre el vallenato, soy yo mismo, el que firma esta columna. Para ser sincero, me siento bien; pero hace unos meses, al cumplir los setenta y seis años, me aumentaron sospechosa, alevosamente la cuota del seguro de vida. Algo están esperando. O algo temen.

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