Daniel Samper Pizano
20 Noviembre 2022

Daniel Samper Pizano

SACRATÍSIMO FÚTBOL

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Decía el entrenador inglés Bill Shankly: “El fútbol es más que un asunto de vida o muerte”. Decía el jugador David Beckham: “El fútbol es magia”. Decía el profesor Jorge Valdano: “El fútbol es lo más importante de lo menos importante”. Repetía el Negro Fontanarrosa la frase cinematográfica de Zoltán Fábri: “El fútbol es sagrado”. Seguramente el fútbol es magia, y lo más importante de lo menos importante, y un asunto de vida o muerte, y un bien sagrado. Gracias a sus atributos casi celestiales ha sobrevivido a la caterva de dirigentes corruptos, mafiosos y codiciosos que abusan de él.

Hoy empieza una nueva Copa Mundo. Sus características testimonian la podredumbre en la que negociantes y políticos han sumido esta noble actividad que refleja oblicuamente la vida y la sociedad. Se disputa la vigésimosegunda edición del trascendental certamen deportivo planetario en un diminuto país sin tradición futbolística, casi un municipio, algo más poblado que Medellín y algo menos extenso que Sucre. Tan caliente, que obligó a cambiar el almanaque, paralizar los torneos europeos y esperar la tibia piedad decembrina. Su gobierno es el califato dictatorial de la familia Al Thani, multibillonaria gracias al gas y el petróleo. 

En esos desiertos no rigen la democracia ni muchas normas de lugar civilizado. A las mujeres las tapujan, controlan y discriminan; a los opositores los encarcelan; a los homosexuales y personas del colectivo LGTBI los persiguen; quebrantan los derechos humanos y esconden la muerte de 6.500 trabajadores en obras mundialistas apresuradas de estadios y edificios. Su fe islámica abomina el cerdo, por lo que se prohibió a los jugadores españoles que importaran su jamón cotidiano.

La presencia de los jeques árabes en el fútbol ha sido rompedora y burda desde un comienzo. Hace cuarenta años ya estaban haciendo de las suyas. El 21 de junio de 1982, durante el Mundial de España, Francia derrotaba a Kuwait —otro Estado árabe— por tres goles a uno. Al anotar el cuarto tanto se escucharon gritos desde un palco. Era Fahid Al-Ahmad Al-Sabah, hermano del gobernante emir kuwaití, que exigía al árbitro anular el gol del rival. Según el iracundo jeque, un espectador había soplado un pito y despistado a sus jugadores. Con la túnica remangada y la cara descompuesta, Al Sabah bajó al campo y encaró vociferante al árbitro, el ucranio (soviético) Miroslav Stupar. Poco después, ante la atónita mirada del mundo y el pasmo de los atletas, el juez anuló el gol. 
En ese instante quedó oficialmente inaugurada la corrupción en el fútbol. Ante semejante episodio, toda mancha anterior parecía cosa de primíparos, torpe chamboneo... Palidecían incluso los narcotraficantes que empezaban a apoderarse del fútbol colombiano y los presidentes impresentables de equipos españoles, algunos de ellos carne de presidio. 

El infamoso Al-Sabah murió en 1990 en la Guerra del Golfo. Stupor no volvió a pitar partidos internacionales. Ignoro si esta escena seminal aparece en la recién estrenada serie de Netflix Los entresijos de la FIFA (Federación de Asociaciones de Fútbol). Pero nunca la olvidará quien la vio.

Cuarenta años después, la venalidad de los dirigentes del balompié es ya institucional. La semilla perversa cuyos brotes asomaron en 1982 se ha transformado en el árbol espeso que sembró el inescrupuloso jardinero Joao Havelange, aquel pontífice brasileño capaz de convertir un sano torneo deportivo en poderosa máquina de hacer dinero... y repartirlo.

El Mundial que hoy empieza es fruto de la horticultura retorcida de la FIFA. Catar obtuvo la sede en sucia lid contra Estados Unidos, tras sobornar dirigentes y contar con la complicidad de Michel Platini, entonces zar de la rectora del fútbol europeo. El antiguo crack sirvió de mamporrero para que el presidente francés Nicolás Sarkozy (condenado luego por corrupción política) inclinara la UEFA a favor de Catar. Hubo de por medio palancas políticas y contratos estatales. A modo de ñapa, Sarkozy consiguió que el jeque inyectara millones de petrodólares en el equipo de sus simpatías, el PSG (Paris Saint-German). 

Platini perpetró la mañosa jugada mientras miraba tolerante Sepp Blatter, a la sazón gran cacao de la FIFA. Blatter sostiene ahora que la escogencia fue un error. No. Fue un suicidio. Cinco años después, Estados Unidos se sacó el clavo. Basada en una ley bancaria extraterritorial, la fiscal general de EE. UU., Loretta Lynch, enguandocó en 2015 a una decena de directivos de la FIFA acusados de soborno. Luego a algunos más, entre ellos el presidente de la Federación Colombiana de Fútbol, Luis Bedoya Giraldo. Esta es la radiografia que expuso la señora Lynch: "No contentos con secuestrar por décadas el deporte más popular del mundo con ganancias ilícitas, los acusados intentaron institucionalizar su corrupción para vivir de ella, no por el bien del juego, sino para su vanidad personal y el aumento de su riqueza".

Cayeron los corruptos, pero no la corrupción. Un hongo nuevo le salió ahora al árbol, y es la modalidad catarí de los hinchas de alquiler: barras organizadas de fanáticos de un equipo nacional a los que Catar paga pasajes, hoteles y gastos a trueque de que alegren las graderías con cánticos benévolos, observen buena conducta, se comprometan a hablar bien del país anfitrión y delaten a hinchas incómodos. 

Damas y caballeros: no se confundan. Esto no es el fútbol. Estos son los tumores, los chichaguyes, los granos, las úlceras purulentas que le salen al virtuoso juego. El fútbol, pese a todo, sigue siendo sacratísimo. Siéntense y disfrútenlo.


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