Daniel Samper Ospina
12 Abril 2020

Daniel Samper Ospina

Teletrabajen, vagos

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Para un alma neurótica, como la mía, quedarme en la casa constituye una verdadera bendición. Por eso he disfrutado de este encierro como si fuera el sueño dorado que siempre pretendí: nada de tener que salir de noche a una comida; nada de tener que asistir al cumpleaños de un amigo: con observar los informes de la doctora Fernanda en Caracol, y llegar despierto para el 1, 2, 3 de CMI, me declaro pleno y tranquilo, casi diría feliz. La única situación difícil es la laboral: el famoso teletrabajo que, digo la verdad, me queda como a Duque su nueva chaqueta: grande.

Sé que en Colombia confinarse es un privilegio; que quienes de verdad padecen la pandemia son los vendedores ambulantes, los hijos del rebusque, y tanta gente que pierde su trabajo por estos días: odontólogos, meseros. Columnistas de revista.

Pierden el trabajo, pero al menos no deben someter su paciencia a esas extrañas reuniones que se realizan a través de una aplicación llamada Zoom en que la pantalla se divide en múltiples pantallitas mientras uno observa, como espiándolos, a diversos compañeros de trabajo, cada uno en su respectivo y curioso espacio doméstico. Indefectiblemente varios se quejan de que se les fue el audio, o de que se les congeló la pantalla, mientras la reunión se demora en comenzar, y se alarga innecesariamente, y uno cree con certeza que toda reunión por Zoom pudo haber sido un chat. Toda. Sin excepción.

Es el momento de reconocer que jamás me he bañado para asistir a las juntas virtuales; que de la cintura para abajo suelo estar en pantalones de piyama. Y que si el mundo cambió para siempre es porque, en adelante, trabajaremos en sudadera, sin salir de la casa, mientras observamos por la ventana que por la ciudad desierta cruzan jabalíes con sus crías.

Ya nunca más sabremos lo que significaba emprender la jornada laboral estando limpios.  Y menos los congresistas, que nunca lo han sabido y que, a la fecha, hacen parte de la única rama del estado que, a diferencia del coronavirus, está inactiva.

Uno observa que el presidente no solo trabaja con los suyos, sino que estrena chaqueta marcada y vaso rotulado con su nombre, como si esta época también fuera su regreso al kínder. Pero, como sea, utiliza la crisis para reinventarse: ahora tiene programa de televisión con William Vinasco Ch., el hombre que suele advertir a los suyos que no lo esperen en la casa, asunto especialmente paradójico en época de confinamiento.

Uno mira a los magistrados de la rama judicial y todos están entregados a largas sesiones de teletrabajo, si bien de la toga hacia abajo algunos andan en boxers: pero con el emoticón de un martillo dictan telesentencias, y ordenan arrestos con ayuda de Telesentinel, y los miembros de cada corte temen que haya un ídem en el servicio de internet para que los procesos no se vuelvan lentos: los procesos de conexión, quiero decir, no los judiciales. Aunque desde el cartel de la toga es evidente que los magistrados tienen buenas conexiones.

El caso de los congresistas, sin embargo, es diferente. Sencillamente no se dignan a empezar sesiones, y por sesiones me refiero tanto a las legislativas, como a las de Windows. Se resistieron a traducirse al formato digital y a organizar cada bancada en grupos de Whatsapp, porque al final no todos funcionan como el Centro Democrático: allá el bondadoso abuelo se sube en una loma del Ubérrimo donde recibe señal, y saca y agrega gente de su banda a sus anchas. A sus bandas anchas.

En otros partidos, en cambio, el asunto es diferente:

– Voy a abrir un chat que se llama Bancada de Cambio Radical –advirtió hace poco Vargas Lleras.

– Ya lo abrí– le dijo Char.

– ¡Esos grupos tan chimbos!- se quejó, acostumbrado a su mala suerte en todo tipo de asuntos digitales.

Soñaba con ver a los congresistas acomodados a las nuevas tecnologías para cumplir con sus jornadas laborales. Quería gritarles, como dijo Gabriela Tafur,  “Teletrabajen, vagos”. A través de un audio de Whatsapp.

Me conectaría para observar la forma en que los congresistas se echan telesiestas; reparten teletajadas con bitcoins; desactivan el Wifi cuando llaman a votación, mientras la bancada del gobierno obedece al telejefe como si fueran Teletubbies.

Gorrearían señal de internet de los vecinos; cobrarían viáticos cada vez que abrieran la aplicación de Google Earth; la bancada conservadora, anticuada como siempre, citaría a las reuniones por Skype y no por Zoom. Y Ernesto Macías volvería a dejar abierto el micrófono.

Y, mientras tanto, libre de humanos, el recinto físico del Capitolio se iría llenando de animales que vuelven de sus escondites. Micos, elefantes, ratas con crías. Zorros. Lobos. Lagartos. Todos se pasearían por las curules, y algunos harían nido en ellas para repoblar la tierra.

Pero Lidio García, presidente del congreso, no fue capaz de citar a las teleplenarias y, de modo tardío, convoca ahora a unas disminuidas reuniones presenciales a las que no asistirán congresistas en alto riesgo de contagio: representantes hipertensos; senadores cuyo pelo, a diferencia de ellos, ya haya ido a la cana. Y quizás algunos miembros de las FARC y herederos de la parapolítica, pese a que unos y otros tienen avanzados conocimientos sobre el mundo de las vacunas.

Casi un mes después de la fecha obligada, el Congreso se dignará, por fin, a trabajar. Una vergüenza el senador García. Es evidente que le faltan pantalones. Si convocara por Zoom, veríamos que los tiene de piyama.

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