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¿Conviene el parlamentarismo en Colombia y América Latina?
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Rodrigo Uprimny, jurista, profesor y columnista explica el complejo mecanismo de los regímenes parlamentario y presidencial en el mundo, y abre un debate sobre cuál de los dos es mejor para la democracia en el país y en el continente.
Por: Rodrigo Uprimny

En Colombia no hemos discutido seriamente si nos conviene mantener el presidencialismo o si deberíamos intentar una forma de gobierno más parlamentaria: un debate que se ha dado con cierta fuerza en otros países de América Latina.
Esta ausencia es desafortunada porque hay buenos argumentos para sostener que el parlamentarismo permite una mejor democracia. Además, incluso si concluimos que no es así, o que es muy difícil pasar del presidencialismo al parlamentarismo en Colombia, el debate es útil: el examen de las posibles bondades del parlamentarismo ayuda a destacar aquellos rasgos del presidencialismo que deben ser corregidos y muestra la importancia de tener diseños constitucionales adecuados para fortalecer la democracia.
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El examen de las posibles bondades del parlamentarismo ayuda a destacar aquellos rasgos del presidencialismo que deben ser corregidos y muestra la importancia de tener diseños constitucionales adecuados para fortalecer la democracia
Este artículo aborda esa discusión con base en textos más amplios y académicos que escribí hace más de 20 años, pero que he intentado actualizar. Comienzo por precisar cuáles son las diferencias esenciales que existen entre un régimen presidencial y uno parlamentario, para luego presentar el debate que se dio en los años noventa sobre las virtudes de estas formas de gobierno. Este análisis me permitirá llegar a algunas conclusiones, aún tentativas, sobre una posible ‘parlamentarización’ de nuestra forma de gobierno.
La distinción entre presidencialismo y parlamentarismo
Los regímenes parlamentario y presidencial son variantes de las democracias constitucionales, basadas en la separación de poderes; sus diferencias derivan de una relación distinta entre el parlamento y el gobierno.
El régimen presidencial se caracteriza por una separación de poderes más rígida: la composición del ejecutivo no depende del legislativo, ya que el presidente y los congresistas son elegidos directamente por la ciudadanía, por un período fijo. En el parlamentarismo, la separación de poderes es atenuada pues la composición del gobierno depende de aquella del parlamento: si el primer ministro no cuenta con la confianza del parlamento, entonces puede ser reemplazado como consecuencia de una moción de censura. Y, como contrapartida, el gobierno puede a su vez disolver el parlamento y adelantar las elecciones.
Esta diferencia básica tiene otras implicaciones: los períodos de gobierno y congreso son fijos en el presidencialismo, mientras que, en los regímenes parlamentarios, existe un período máximo, pero no uno mínimo, pues las elecciones pueden ser adelantadas. A su vez, los regímenes parlamentarios suelen tener un ejecutivo dual, ya que existe una diferencia entre el jefe de Estado, que encarna la unidad nacional, y el de gobierno, que representa al partido en el poder; en cambio, en el presidencialismo, el presidente es al mismo tiempo jefe de Estado y jefe de gobierno.
Existen múltiples vertientes de estas formas de gobierno. No es igual un parlamentarismo con bipartidismo y sistema electoral mayoritario, y otro con multipartidismo y sistema electoral proporcional. En el primero, cuyo ejemplo clásico es el Reino Unido, el primer ministro suele ser el jefe del partido que controla el parlamento, con lo cual queda investido de grandes poderes. En el segundo, que ha caracterizado más a Italia, los gobiernos suelen ser más débiles pues dependen de cambiantes coaliciones en el parlamento.
El presidencialismo y el parlamentarismo deben entonces ser considerados nociones abstractas, que tienen concreciones históricas diversas. Por ello también se habla de regímenes híbridos o semi-presidenciales, como el francés: el primer ministro debe contar con la confianza del parlamento, que es un elemento parlamentarista, pero existe un presidente, elegido directamente por el pueblo y que goza de importantes prerrogativas jurídicas y políticas, que es más propio del presidencialismo.
Las críticas en los noventas al presidencialismo en América Latina
En los años noventa, varios autores importantes, como Arturo Valenzuela, Carlos Nino, Adam Przeworski, Aren Lijphart y, en especial, Juan Linz, presentaron argumentos teóricos y empíricos sugestivos en favor del parlamentarismo en América Latina.
Estos autores resaltan que las democracias serias y estables suelen ser parlamentarias, casi con la única excepción de los Estados Unidos, que es un régimen sui generis, cuyas particularidades no pueden ser generalizadas y que hoy, además, enfrenta una grave crisis, en parte debido a su presidencialismo. Estos autores argumentan que esa correlación empírica no es casual, sino que deriva de las siguientes seis virtudes del parlamentarismo.
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Las democracias serias y estables suelen ser parlamentarias, casi con la única excepción de los Estados Unidos, que es un régimen sui generis, cuyas particularidades no pueden ser generalizadas y que hoy, además, enfrenta una grave crisis, en parte debido a su presidencialismo
Primero, el parlamentarismo evitaría el autoritarismo y la falta de transparencia del presidencialismo puesto que obliga al primer ministro a rendir cuentas públicas permanentemente al legislativo, a fin de mantener su confianza. Esto permite que ese cuerpo representativo ejerza mejor sus funciones de control y facilita que la ciudadanía conozca el desarrollo de las políticas.
Segundo, el parlamentarismo es más incluyente y reduce la polarización: en la medida en que el ejecutivo debe reflejar la composición del parlamento, la negociación entre las fuerzas políticas y la formación de gobiernos de coalición se facilita. En el presidencialismo, la competencia es por un premio único ya que el control de la presidencia es la contienda decisiva, con lo cual se vuelve un juego de suma cero. Quien gane la presidencia, aunque sea por pocos votos, se lleva todo el gobierno y quien pierda, aunque sea por la mínima diferencia, no tiene ninguna presencia en el gobierno: la lucha se torna extrema.
Tercero, directamente ligado a lo anterior, el parlamentarismo, al separar las funciones de Estado y de Gobierno, permite que el jefe del Estado (sea un rey, como en España, o un presidente electo por un período largo, como en Italia o Alemania) pueda convertirse en una fuerza cohesionadora que preserva la unidad nacional por cuanto está distanciado de la lucha entre las diferentes fuerzas políticas por el control del gobierno. En el presidencialismo eso no ocurre por cuanto el presidente es el jefe del gobierno y enfrenta a la oposición, con lo cual desaparece su papel como jefe de Estado cohesionador.
Cuarto, el parlamentarismo es más flexible: los cambios de gobierno, ya sea por variación de los apoyos parlamentarios o ya sea por adelantamiento de las elecciones, permiten sortear las crisis más agudas, recurriendo al arbitraje de la ciudadanía y sin comprometer la legalidad ni la legitimidad del Estado. Por el contrario, en el presidencialismo las crisis de gobierno tienden a transformarse en crisis de Estado, como lo han mostrado en América Latina las destituciones de los presidentes o los cierres de los congresos, muchas veces de dudosa constitucionalidad.
Quinto, el parlamentarismo es más eficaz pues evita bloqueos entre el ejecutivo y el legislativo, debido a la posibilidad de recurrir a elecciones anticipadas, mientras que esas parálisis suceden con frecuencia en el presidencialismo, cuando el gobierno y el congreso están en manos de fuerzas políticas distintas y tanto el ejecutivo como el legislativo reclaman la legitimidad popular al ser ambos electos directamente por la ciudadanía. Esa “legitimidad dual”, según la expresión de Linz, alimenta enfrentamientos sin solución clara entre los dos poderes, con riesgos de ruptura institucional.
Finalmente, según esos autores, el parlamentarismo estimula la seriedad de los partidos políticos ya que conduce a una política más responsable, en la medida en que la cooperación entre el parlamento y el gobierno es necesaria. Esto obliga a los parlamentarios a asumir con mayor seriedad sus funciones, pues no pueden distanciarse de la suerte de su coalición gubernamental. En cambio, la separación orgánica entre gobierno y congreso en el presidencialismo hace que los congresistas sean una especie de papá Noel: sólo aprueban las medidas agradables a la población, a quien quieren beneficiar con regalos, mientras que se distancian de las políticas dolorosas, que a veces son necesarias, pues no sienten la necesidad de apoyar al gobierno en esos puntos. Como el congreso no tiene responsabilidades directas en el gobierno, aunque sea un presidente de su partido, entonces para los congresistas el problema de un eventual ajuste económico es del gobierno exclusivamente, lo cual dificulta un diálogo real entre el ejecutivo y el congreso, que es precisamente lo que permite un régimen parlamentario.
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El parlamentarismo estimula la seriedad de los partidos políticos ya que conduce a una política más responsable, en la medida en que la cooperación entre el parlamento y el gobierno es necesaria
Las anteriores características hacen al régimen parlamentario atractivo para sociedades divididas, que tienen crisis recurrentes y gobiernos débiles, como sucede en América Latina. Estos rasgos integradores del parlamentarismo juegan además un papel estratégico para el diseño de regímenes políticos de sociedades que intentan superar conflictos armados, como Colombia, pues evita los juegos suma cero propios del presidencialismo.
Las críticas a la opción parlamentaria
Las anteriores tesis han sido atacadas por otros autores, como Dieter Nohlen, Scott Mainwaring o Guido Calabresi, quienes consideran que los argumentos en favor del parlamentarismo de los años noventa son discutibles, pues se basan en una ilusión estadística, minimizan la importancia de los contextos sociales y culturales y desconocen ciertas virtudes del presidencialismo y su variedad de formas.
Primero, estos autores consideran que la relación empírica entre parlamentarismo y estabilidad democrática no implica que esa forma de gobierno sea la causa de dicha estabilidad, por la sencilla razón de que los parlamentarismos estables son los europeos, y los presidencialismos inestables son los latinoamericanos. El éxito de los regímenes parlamentarios europeos y el fracaso de los presidencialismos latinoamericanos podrían deberse a factores exógenos a la forma de gobierno, como la cultura política, el papel de los partidos políticos o los niveles de desarrollo económico, que son diversos en ambas regiones. Además, estos críticos consideran que los defensores del parlamentarismo minimizan sus fracasos en Europa en los años veinte y treinta del siglo XX, en especial en Alemania, España, Italia y Francia. Y dejan de lado que el régimen parlamentario sólo logra consolidarse cuando introduce correcciones al modelo clásico inglés, como el reforzamiento del poder del jefe de Estado en Francia, o la llamada moción de censura constructiva en Alemania y España, que consiste en que el parlamento sólo puede censurar y tumbar al gobierno si la nueva coalición parlamentaria ha acordado previamente como estará integrado el nuevo gobierno.
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El éxito de los regímenes parlamentarios europeos y el fracaso de los presidencialismos latinoamericanos podrían deberse a factores exógenos a la forma de gobierno, como la cultura política, el papel de los partidos políticos o los niveles de desarrollo económico
Estas críticas empíricas fueron reforzadas por un influyente libro de José Cheibub, publicado en este siglo, en donde argumenta que no es el presidencialismo el que explica los quiebres democráticos recurrentes en América Latina, sino el legado autoritario de una tradición de intervenciones militares en la región, que no está obligatoriamente ligada al presidencialismo.
Estos analistas consideran entonces que las propuestas parlamentarias dejan de lado los contextos históricos, que son esenciales, y por ello desconocen que América Latina es más favorable a las fórmulas presidenciales no sólo porque la cultura política apoya claramente esa forma de gobierno, sino además porque el presidencialismo ha jugado un papel muy importante en la integración nacional y en la construcción de los Estados latinoamericanos. Además, estos autores destacan que los países latinoamericanos carecen de los tipos de partidos que son necesarios para que un sistema parlamentario funcione, por lo que un cambio a un régimen de ese tipo puede debilitar, en vez de mejorar, la democracia.
Estos críticos resaltan también ciertas virtudes del presidencialismo. Ese régimen permite una mayor opción al elector, que puede votar por un partido en el congreso y por otro en el ejecutivo. Además, posibilita que el pueblo elija directamente al jefe de gobierno, lo cual incrementa la transparencia y el poder de los votantes, mientras que, en un sistema parlamentario, el jefe de gobierno resulta de una negociación entre los partidos, que puede ocurrir a espaldas del elector. Finalmente, para algunos de estos autores, ciertos defectos atribuidos al presidencialismo constituyen en realidad virtudes: los períodos fijos no son sinónimo de rigidez sino una garantía de estabilidad, y la separación orgánica entre ejecutivo y legislativo, en vez de conducir a una parálisis institucional, asegura un mayor control recíproco entre las ramas de poder.

Estos autores concluyen entonces que los países latinoamericanos, en vez de hacer un salto riesgoso al parlamentarismo, debían optar por introducir correctivos incrementales al presidencialismo, para adecuarlo a los retos de la época, sin excluir reformas que puedan poner en tela de juicio el propio esquema presidencialista, pero siempre y cuando éstas resulten de las particularidades de cada caso concreto. Es más, según su parecer, la experiencia reciente de América Latina muestra que un “presidencialismo renovado”, como lo califica Nohlen, puede ser estable y flexible, y acometer difíciles tareas de modernización. Y esta renovación es posible porque, así como existen formas diversas de parlamentarismo, existen también expresiones distintas del presidencialismo, y algunas funcionan mejor que otras.
¿Una ‘parlamentarización’ del presidencialismo latinoamericano?
El debate sobre la conveniencia o no de una forma parlamentaria o semi-parlamentaria para Colombia y América Latina sigue abierto. Creo, sin embargo, que no hay empate: los hechos en los últimos años en nuestros países siguen mostrando los problemas del presidencialismo y las ventajas de formas parlamentarias o semi-parlamentarias: caudillismos exacerbados, bloqueos institucionales por conflictos entre ejecutivo y legislativo, polarizaciones acentuadas, elecciones particularmente divisivas por ser juegos de suma cero por el control del ejecutivo, etc., etc.
En este contexto, creo que el parlamentarismo puede ser más eficiente, modernizador y menos polarizante, sobre todo si tenemos en cuenta que, por sus sistemas electorales proporcionales, América Latina tiende a un sistema pluripartidista. Ese escenario, que es deseable en términos de representatividad democrática, incrementa los riesgos del presidencialismo, debido a que el congreso y la presidencia pueden estar dominados por fuerzas políticas distintas.
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El parlamentarismo puede ser más eficiente, modernizador y menos polarizante, sobre todo si tenemos en cuenta que, por sus sistemas electorales proporcionales, América Latina tiende a un sistema pluripartidista
El presidente puede ser de un partido minoritario, pero que, por coaliciones coyunturales, o por su particular carisma, resulta electo. Pero, como posteriormente el ejecutivo no cuenta con mayorías en el congreso, es posible que no obtenga apoyo a la legislación que requiere para ejecutar su plan de gobierno. Ahora bien, si los partidos de oposición son disciplinados, el bloqueo institucional es inevitable, pues el presidente no logra gobernar pero no puede adelantar elecciones, y el congreso tampoco puede forzar un cambio de gobierno. Los riesgos de una parálisis gubernamental o de una ruptura institucional son claros. O todo termina en ‘mermelada’ masiva por parte del gobierno para poder poner en marcha sus políticas, con altos riesgos de corrupción.
No deben exagerarse las virtudes de la ingeniería constitucional ni el peso de las instituciones en las dinámicas políticas; y por ello es razonable afirmar que la mayor estabilidad de las democracias parlamentarias europeas, así como la inestabilidad y el autoritarismo de los presidencialismos latinoamericanos, se deben también (e incluso tal vez preponderantemente) a otros factores como la cultura política, las estructuras socioeconómicas o las tradiciones militaristas. Sin embargo, no podemos tampoco desestimar la eficacia propia de las formas de gobierno y las evidencias empíricas y teóricas indican una cierta superioridad de las formas parlamentarias o semi-parlamentarias. Pero existen dos objeciones importantes.
Primero, como ya señalé, existen muchas variantes de parlamentarismo, y los éxitos de unos y otros son disímiles. Así, algunos señalan que, en un sistema multipartidista, un parlamentarismo que opere con una simple moción de censura ‘destructiva’ genera una inestabilidad gubernamental, mientras que, por el contrario, la exigencia de una moción de censura ‘constructiva’ permite mayor estabilidad, pero provoca, de facto, un predominio del gobierno que puede ser excesivo. No basta entonces señalar que conviene el parlamentarismo y que es necesario especificar qué tipo de forma parlamentaria.
Segundo, una propuesta de cambio a una forma de gobierno parlamentaria tiene escasa viabilidad política en Colombia –y en general en América Latina– pues carece de apoyo político. Además, los estudios comparados muestran que es muy difícil que un país cambie su forma de gobierno de la noche a la mañana. Y es obvio que las propuestas de reforma institucional, si quieren ser realistas, tienen que tomar en cuenta sus posibilidades de realización. Por eso tal vez la alternativa sea intentar una parlamentarización progresiva pero consistente de nuestro presidencialismo, que es una idea que pienso explorar en próximas entregas.
