
Javier Zamudio: “Para mí la escritura es una enfermedad, un alma en pena metida en cuerpo ajeno”
Javier Zamudio.
Crédito: Rober Vivas Montealegre
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El escritor y periodista Javier Zamudio lanzó en 2022 ‘Espiar a los felices’. Planeta recientemente confirmó su cuarta reimpresión. En estos relatos, los protagonistas oscilan entre el miedo y la ternura, el delirio y la delicadeza. Una mirada aguda hacia el interior, en un mundo que se percibe lejano, frívolo, incapaz de procesar la sensibilidad que irradian sus personajes. Como suele ocurrir, la ternura y la humanidad terminan por incomodar.
Por: Elena Chafyrtth

Cuando Javier Zamudio escribe, lo hace desde la obsesión. No como costumbre sino como urgencia. Esa pulsión lo arrastra por distintos senderos –algunos breves y diáfanos, otros largos y sombríos–, pero nunca se detiene. No le teme a la página en blanco. Al contrario, se lanza. Se transforma. Se convierte en el dueño absoluto de sus historias. Por eso algunos comparan al escritor con el director de cine: ambos controlan cada detalle con una precisión absoluta.
En Espiar a los felices lo demuestra. Un lector se lo dijo apenas terminó el libro: “No soy amante de los cuentos, pero los suyos son adictivos”. Y tiene razón. Leerlo es comprender que la vida no se detiene, que gira como una ruleta. En cada vuelta, hay que decidir. Creemos que lo difícil es tomar esa decisión, pero lo realmente extenuante es aprender a vivir con ella.
Hemingway solía decir: “El mundo nos rompe a todos, y después muchos son fuertes en los lugares rotos”. Tras leer estos cuentos, el lector se siente acompañado frente a la dureza, la injusticia, el dolor. Estas páginas no eluden nada: la muerte, la infidelidad, la culpa, la violencia, la expiación frente a quienes parecen más felices. Sus personajes, frágiles y delicados, sobreviven a un mundo que los presiona, los aparta, los rompe.
Desde la primera línea, Espiar a los felices construye un diálogo silencioso con el lector. Lo invita a mirar hacia adentro. A esos mundos interiores que se arman con la precisión de quien sabe que cada palabra pesa, que cada silencio importa. La escritura de Zamudio no se queda en la superficie; penetra las grietas de lo cotidiano. Allí donde habitan el miedo, el deseo, la culpa, la esperanza. Cada cuento es un espejo roto. La realidad se fragmenta para revelar sus caras más inesperadas, para recordarnos que el control es una ilusión.
Los protagonistas viven situaciones límite. Manuel acaba su matrimonio tras ser infiel y delira con un elefante muerto sobre su cama. Otro pierde su trabajo y, al subir a cambiar un bombillo, descubre que la escalera es infinita. Sube 500, 600 escalones. Desde que terminó su relación tomó por costumbré espiar a sus vecinos. Estos personajes evaden la realidad.
Cuando se le pregunta qué lo motiva a escribir sobre la desolación y el delirio, Zamudio responde con firmeza. El horror hace parte de la vida. No le huye. “En cada uno de los cuentos hay algo imposible de resolver, no tenemos el control de todo en la vida, y eso nos lleva a otro de los ejes: el azar. De allí que el último cuento sea Azar o destino, donde exploro, además, la naturaleza de Dios. En este libro de cuentos se condensan muchas de mis obsesiones que, por supuesto, se conectan con vivencias. Por ejemplo, El dios maligno nace de una experiencia que tuve en una casa de pique en Buenaventura. La luz que no ilumina es el resultado de haber visto a un hombre empujando una carretilla con su hijo muerto y pidiendo dinero para enterrarlo. Es imposible ser testigo del horror y no sentirte tentado a explorarlo. Es en el horror donde mejor me desenvuelvo”.
Zamudio escribe entre las cuatro y cinco de la mañana. Su única rutina, durante la madrugada, es el sonido de los dedos contra el teclado. La literatura es un vicio de infancia. Su madre escribía con destreza. Su padre, policía, tenía una colección de aventuras y thrillers. En casa abundaban los diccionarios. Luego llegó la biblioteca de una tía artista, la de un tío filósofo. Y, por último, la Universidad del Valle. Allí encontró su refugio. “La Universidad del Valle se convirtió en mi refugio, y uno de mis profesores, Alfonso Vargas Franco, alguien a quien quise mucho, transformó mi relación con la escritura. Todos ellos me abrieron el camino hacia los libros; gracias a ellos llegué a la literatura”.
Uno de los cuentos más impactantes del libro es El hijo muerto del Doctor Shamosh. El doctor visita a su amigo para jugar cartas. Antes de cada encuentro, el anfitrión prepara un ritual: pone un cuadro de Hemingway sobre la mesa, cambia el mantel por uno blanco, crea un ambiente especial. Un día, su amigo deja de ir. Y su mundo se desmorona. Leer a Zamudio es recordar que, entre millones de personas, hay personajes que todavía apuestan por una frase, un poema, se juegan la vida por los otros. Que se la juegan por lo esencial.
Para Zamudio la escritura es un péndulo. Oscila –o se detiene– según la mano que lo impulse. Escribir encierra una dualidad persistente: amor y odio. El escritor Roberto Bolaño decía que dedicarse a escribir implicaba cierta elegancia, pero arriesgarse de verdad era un acto de puro masoquismo.
Zamudio lo suscribe. Aunque admite que ese masoquismo también tiene placer. El de explorar, entender, seguir escribiendo. “Es decir, quienes se dedican realmente al oficio de la escritura raramente pueden dejar de hacerlo. Ahora, hay personas que tienen relación diferente con la escritura. Estas personas no tienen interés en lo técnico, no emprenden una búsqueda de la forma, no les interesa el juego con el lenguaje o los alcances del oficio. Alguien me dijo una vez en un taller que impartía, que prefería no seguir estudiando técnica narrativa porque le estaba agarrando pereza a escribir”.
Espiar a los felices es una confirmación: las buenas historias siguen vivas. Hay quienes todavía escriben desde el lugar donde la vida duele. Donde la imaginación incomoda. “Para mí la escritura es una enfermedad, es, en muchos casos, un alma en pena metida en cuerpo ajeno. Pienso en una bacteria que debilita por momentos y, en breves instantes, permite vivir epifanías, como en una fiebre muy alta. Esa enfermedad, cuyos síntomas pasan inadvertidos, se manifiesta como una necesidad. Ya alguien lo ha dicho: se escribe porque no puede dejar de hacerse”.
