Este año he pensado mucho en la muerte.
Eran las 12:20 del 15 de febrero. Empaqué mis cosas para ir por la mona al paradero del bus de su colegio. Caminaba por la misma calle y a la misma hora de siempre. Todavía no sé con certeza qué canción escuchaba, alguna de estas dos: No puedo olvidarla de Rikarena o Busco a alguien que me quiera de El afinaito. Crucé la calle y al levantar el pie para posarlo en la otra acera me arrolló una moto.
Recuerdo el ímpetu de la máquina que no parecía intentar detenerse; el calor de su motor, después del asfalto sobre mi cara. Desde ahí advertí una pierna ya deformada: amenazaba con romper mi pantalón. Pensé: “me partí la pierna, nada grave”. Cuando miré al otro lado un charco grande de sangre acordonaba la escena.
Un ángel recogió mi mochila y me ayudó a regresar al cuerpo. Empezaron las preguntas de la gente que se amontonó a mi alrededor. Pronto aparecieron las caras de Carlos, Sebastián y mi papá. Desde el suelo veía sus cabezas flotantes, pálidas y sin palabras. El conductor de la ambulancia preguntó: “¿Alguien la acompaña?”. Se ofreció Sebastián, en un gesto que salvó la vida de Ramiro, quien tal vez no hubiese resistido mis gritos durante el trayecto. Le pedía al piloto que fuera más despacio: “suave, hermano”. Por dentro sentía que me reía del absurdo pero justo reclamo.
Apareció palpitante la cara de Irene en el techo, como para recordarme que mi corazón no podía detenerse. Varios tornillos, puntos, cirugías y un tubo después, estaba cumpliendo 35 años sentada en una en silla de ruedas.
Doy gracias, aunque no sé bien a quién, de que tuve una recuperación privilegiada: heridas curables y acceso a los mejores profesionales de la salud. Un pasmoso arquitecto de huesos, una sanadora de esa parte del alma que descansa en el cuerpo y la terapeuta que me ayudó a transitar por la oscuridad. También por la presencia indeclinable de mis padres: Ramiro, quien nunca desechó mis dudas e intuiciones y Margarita, quien amparó –como siempre lo hace– todas mis angustias y me ayudó a que la vida volviera a brillar. Rodeada de amigas y amigos, inicié el camino de vuelta a la vida. Pero en realidad fue alentado por la mona, la fuerza de todas las cosas, el ancla de todo lo importante.
Episodios depresivos, ataques de pánico, nuevas fobias a la calle y a los motores estruendosos y cientos de sueños tortuosos después, sigo pensando en la muerte. Porque me rozó al pasar. Un poco más de fuerza, unos centímetros en otra dirección y ese hubiese sido el final. ¿Y cuál es el final que una persona merece? ¿Cuándo debe llegar y de qué manera? ¿He hecho suficiente con mi vida? Y qué extraño concepto es la suficiencia aplicado a esta materia.
Cuando regresé a Los Danieles, prometí a mis lectoras que intentaría contarles algo más sobre el significado de esa experiencia cuando pudiera entenderla. Solo se ha cumplido parcialmente esa condición, pero sentí que la despedida de este año, como ya es costumbre en esta casa sin techo, ameritaba y justificaba la intimidad de compartir algo de ese momento.
Nada de esto es nuevo. Quisiera que ese evento me hubiese invitado a un sesudo análisis sobre los riesgos de los transeúntes bogotanos, sobre la ausencia de seguridad vial, sobre los peligros de ejercer el periodismo de opinión en Colombia, pero no fue así.
Claro, inicié un tortuoso repaso por la vida y la cantidad de angustias y preocupaciones ociosas que nos consumen. La extenuante consciencia de lo frágil que es nuestro lugar en el mundo; de lo cerca que estamos de desconectarnos para siempre. Paranoias, por momentos confirmadas, sobre las coincidencias que rondaron ese suceso.
La claridad más apremiante: la certeza de mi fuerza. Porque mis circunstancias la facilitaron, pero también porque tengo que serlo, por Irene y la familia que nos rodea. Sí, la ridiculez de pensar que ahora estoy mejor: no en vano ahora soy de carne, huesos y titanio.
Y creo que es importante pensar en la muerte porque es la única manera justa de contemplar la vida. Dimensionar la posibilidad de nuestra ausencia en el mundo, reorganizar el tablero, reescribir las listas y sentarse a reparar en los momentos felices. Como poder gozarme una salsa vieja, a veces con un leve cojeo, para enseñarle a bailar al amor de mi vida.