El poder motorizado de 'Fuchi' Forero

Crédito: Redes Sociales

29 Febrero 2024

El poder motorizado de 'Fuchi' Forero

El concejal más votado en la historia al Concejo de Bogotá lidera a una comunidad que ningún político o partido tradicional había representado hasta ahora: los conductores. Así es como Julián ‘Fuchi’ Forero se ha convertido en su adalid indiscutible y el primero en capitalizar su potencial como una fuerza política.

Por: Adrián Atehortúa

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No es fácil –nunca ha sido– ir al sur de Bogotá. Es el tercer jueves de enero de 2024 y, según Waze, la ruta más rápida para llegar desde el centro de la ciudad a El Tintal tarda cincuenta y ocho minutos. Desde Chapinero, Usaquén o Teusaquillo, el cálculo puede superar las dos horas. El tráfico es una marea de luces rojas estancadas entre las que culebrean motos y bicicletas. Y a pesar del eterno trancón, los vecinos del Conjunto Residencial Nuevas Torres de Castilla 1 han llegado puntuales a las seis de la tarde, después de una jornada trabajando al otro lado de la ciudad, para hablar cara a cara con Julián Forero, empresario al que todos conocen como ‘Fuchi’, 42 años, vecino del barrio Castilla, fundador del club de conductores de motos y carros Street Brothers e, inesperadamente, el concejal que sacó la mayor votación en las pasadas elecciones para el Concejo de Bogotá y, en consecuencia, la mayor en la historia de esa institución, con 70.032 votos, borrando a cualquier otro competidor en esos comicios, igualando los números de candidatos a la Alcaldía de Bogotá con muchas maquinarias, mucho dinero y mucha trayectoria política como Rodrigo Lara y superando por el doble a otros igual de sonados durante años en la mirada pública, como Jorge Enrique Robledo, Diego Molano o Jorge Luis Vargas.

Se convirtió, de un día para otro, en la gran revelación política de Bogotá. Y nadie, ni siquiera sus fieles electores, que en un 80 por ciento habitan las localidades más pobres de la ciudad, imaginaban su contundente victoria. Por eso, han venido a encontrarse con él, para hablar de los problemas del barrio y de la localidad, esperando que su reciente investidura ayude a agilizar soluciones que llevan años demandando al Distrito. La reunión fue, de hecho, idea de Julián. “Ya vas a ver que él no se puede estar quieto. Es muy ansioso y siempre quiere estar haciendo algo –dice Johana Bayona, la coordinadora de su Unidad de Apoyo Normativo– a él no le gusta estar todo el día en el Concejo”.

Fuchi no está del todo satisfecho con la vida de concejal de recinto. Dice Johana que, después de las primeras plenarias, le insistió que hicieran algo además de los debates y ella, en una solución salomónica, le propuso encuentros semanales con las comunidades. Pero no son encuentros convencionales: se trata de una rodada en moto con su gente, visitando puntos de la ciudad donde lo esperan líderes barriales, ciudadanos y sus querellas.

Hoy es el primero de esos encuentros, que han bautizado con el nombre de ‘Patrullando’. En la salida del conjunto residencial se ven enfiladas 36 motos, en su mayoría de un grupo de moteros dedicados a hacer vigilancia por su cuenta, y que han respaldado a Fuchi desde siempre, llamado Grupo de Reacción Inmediata de Bogotá (GRIB); también están un par de agentes de policía, algunos integrantes del equipo de Fuchi en el Concejo y, por supuesto, algunos miembros de su club, los Street Brothers.

La caravana está a punto de salir. Inclinado en el asiento de su CFMoto 450, chaqueta de cuero ajustada, jeans entubados, tenis para correr naranja fluorescente pulcros, Fuchi se yergue y saluda, atrapado en la acústica del casco: “¡Hola, gordito! ¿Cómo estás?”. Es la misma efusividad con la que saluda a cualquiera, así acabe de conocerlo, y sus ojos delatan una sonrisa que el casco no deja ver. No hay tiempo para hablar, pero Fuchi quiere hablar. Entonces el séquito motorizado a su alrededor se detiene. Ninguno se mueve hasta que Julián no arranque: siempre es él quien va a la cabeza.

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La llegada de Fuchi Forero a la cima del Concejo de Bogotá se puede explicar con una matemática simple: las motos son el vehículo más comprado en Colombia desde hace más de una década. Sólo en 2023, por ejemplo, se vendieron 678.488 –1.859 por día, 77 por hora, 1,2 por minuto– según cifras del Registro Único Nacional de Tránsito (RUNT), casi cuatro veces más que la cantidad de carros vendidos, que fue de 186.222. Esa ha sido la tendencia desde 2014, y hoy, diez años después, hay 11.276.254 de motos registradas en el país (cuatro millones más que carros), que representan el 61% del parque automotor. Y el número va en aumento. En otras palabras, en Colombia hay una moto por cada cinco habitantes. O también quiere decir que la cantidad de motos en Colombia ya supera en número a la población de Bogotá: si así se lo quisiera ver, los motociclistas en Colombia conformarían juntos una población más grande que cualquier ciudad o departamento del país. Y eso es lo que vio y le hicieron ver a Julián Forero.

Los políticos tradicionales sí les habían hablado a los conductores, pero el gremio siempre ha sido apático a ellos porque saben que son personas que no tienen una causa: están disparándole siempre a lo que sea. En cambio, la gente entendió que yo sí tengo una pasión y una causa por las motos”, dice Julián, explayado en una silla de gamer que es el trono de su oficina en el Concejo. Su norte es una serie de palabras escritas con marcador en un tablero: movilidad - inseguridad de los conductores - fotomultas - grúas y patios - abuso de agentes de tránsito. Son las problemáticas que planea acabar en los próximos cuatro años: las promesas de campaña con las que arrasó en las elecciones.

Pero un largo kilometraje ha recorrido Julián Forero para llegar ahí. Hijo de un electricista y una ama de casa, Julián creció viviendo siempre en los sures de Bogotá. Recuerda que su padre siempre le inculcó el gusto por el deporte y desde pequeño estuvo en la escuela de fútbol del Santa Fe en el Parque La Florida, en Engativá, donde llegó a jugar en las inferiores. Mientras conservaba la esperanza de que un día lo pusieran a jugar en el equipo profesional, se dedicaba a vender casas de interés social, o se la rebuscaba haciendo de todo: vendía productos puerta a puerta o en semáforos, fue portero de un bar en la Primero de Mayo y mesero en otro, o vendía dulces como impulsador de Colombina. También prestó el servicio militar. Pero el llamado a la cancha nunca llegó. A punto de salir de Santa Fe, se enteró de que una empresa europea estaba haciendo una campaña en Colombia para posicionar el fuchi como una disciplina deportiva profesional y había organizado un torneo nacional para seleccionar a algunos jugadores que representarían al país en competencias internacionales en Europa. Julián, sin dominar en absoluto el fuchi, entrenó, se inscribió y quedó de segundo. Y se ganó un cupo para jugar fuchi durante un año por Europa.

Al final de esa gira inesperada de un deporte inesperado en el que era una gloria inesperada, regresó a Colombia sin un plan. Entonces comenzó a hacer lo que mejor sabía: espectáculos de fuchi. Fabricaba sus propias pelotas y hacía presentaciones contratadas en empresas, eventos públicos, colegios, instituciones o cualquier lugar donde pudiera mostrar sus habilidades, hablar de las maravillas de ese deporte y vender las pelotas que él mismo hacía. Así se ganó la vida durante años y, también, el apodo con el que se presenta y con el que todo el mundo lo reconoce: Fuchi.

Un día de 2012 fue contratado para hacer una presentación en un club de moteros llamado Gonobikerreas, el más antiguo de Colombia y uno de los más grandes. Fuchi fue, hizo lo suyo y de paso conoció el mundo de las motos. Y ahí se quedó. “Yo veía esos fierros de motos y uffff… ¡es que eran hermosas! Quería saber todo y empecé a pedir que me dejaran dar vueltas en esas motos y ya: empezó mi pasión”, recuerda. Un par de años después, en 2014, compró su propia moto. Y otro par de años después, en 2016, decidió abrir su propio club: Street Brothers.

A Fuchi no le gusta hablar de por qué decidió dejar Gonobikerreas. Solo dice que tuvo diferencias con los líderes de ese club. Si se le pregunta cuáles eran esas diferencias, solo dice: “Lo que pasa es que yo creo que lo que importa es la persona, no la moto”. Cuando ya había tomado la decisión de irse, algunos de sus mejores amigos en el club le insistían que entonces creara un club. Fuchi hizo un llamado diciendo que quienes quisieran irse con él, llegaran a la cancha de fútbol de Castilla una mañana de diciembre. Llegaron 300 motos.  Así nació Street Brothers: su nueva empresa.

Durante tres años, Fuchi hacía lo que cualquier director de un club de motos: convocar a eventos, hacer alianzas comerciales, coordinar rodadas por Bogotá o en carretera. Hasta que empezó a notar la frecuencia de algunas quejas de sus integrantes sobre dramas que vivían todos a diario: el encarecimiento del SOAT, los comparendos frecuentes por motivos que, según ellos, no eran del todo claros, las consecuentes extorsiones por parte de algunos agentes de tránsito pero, sobre todo, los constantes incidentes por huecos en la malla vial. Y comenzó a hacer denuncias en redes sociales, a contactar a las entidades encargadas para cada tema, o demarcar huecos en los que cada día caía algún motociclista.

Esa voluntad pasiva se mantuvo hasta que llegó Claudia López a la Alcaldía de Bogotá. “Ella tenía una guerra clara contra nosotros: era una administración que solo quería restringir, sancionar y sacarnos plata, además de que generaba odio hacia nosotros”, dice Fuchi. Se refiere, sobre todo, a los frecuentes señalamientos de la alcaldesa desde marzo de 2022, cuando relacionaba los problemas de inseguridad de la ciudad con los motociclistas y lanzó un decreto para restringir su tránsito con parrilleros. Para ese momento, Fuchi llevaba más de dos años demandando al Distrito soluciones –que nunca llegaron– para todo tipo de problemas, como la inseguridad que ellos mismos vivían como conductores y los abusos por parte de algunos agentes de tránsito. Pero, además, ya habían creado una iniciativa propia para solucionar el más grave de todos: los huecos. 

Fuchi había pasado de ser el director de un club a un líder de los conductores a punta de videos en redes sociales en los que se le veía tapando huecos por todo Bogotá con cemento y maquinaria que ponían los Street Brothers. Por eso, después de ese sablazo de Claudia, Fuchi y otros diecisiete líderes de conductores, como Miguel Forero de un colectivo llamado SOS Cultura, convocaron a un paro desde el 4 de abril. Más de 400 motos se reunieron en el Campín y el Parque Simón Bolívar desde las cinco de la mañana y recorrieron la Avenida NQS hacia el norte hasta la 135 y para tomar la carrera Séptima hasta la Plaza de Bolívar. Y Bogotá -el Norte- colapsó. 

Tres jornadas de protestas después, las manifestaciones sumaban más de 800 motos. Claudia tuvo que ceder: modificó la restricción y anunció que se terminaría el 30 de junio de ese año. Pero antes de esa fecha, Claudia incumplió y anunció una prórroga de la medida hasta diciembre. Argumentaba que, según cifras de la Secretaría de Seguridad, en los dos meses que llevaba la restricción, los hurtos en la ciudad se habían reducido en un 15%. Pero esa cifra no le importó a los moteros: nuevamente convocaron a paro, que se extendió durante tres jornadas más. Nada de eso valió: la restricción se mantuvo. Y eso es algo que los líderes moteros siguen resintiendo.

Sin embargo, nada de eso hacía que Fuchi pensara en meterse en política. Quien realmente materializó esa idea fue Sergio Vargas, un comerciante del sur de Bogotá, dueño de una pizzería en Bosa y otra en Suba, que entró a las correrías electorales en 2015, cuando un vecino le pidió el favor de patrocinarle la impresión de unos volantes porque quería lanzarse a edil en Bosa. Desde entonces, le ha hecho a Ciro Ramírez al Senado en 2018, Rodolfo Hernández a la Presidencia en 2022 y Verde Oxígeno al Concejo de Bogotá en 2023. Hoy es el asesor político territorial de Fuchi y uno de sus hombres inseparables porque, básicamente, fue quien lo convenció de lanzarse, una semana antes de que se cerraran las inscripciones, y gestionó su llegada al movimiento de Rodrigo Lara. 

Sergio siempre había pensado que Fuchi sería el candidato ideal por el siguiente silogismo: “En Colombia, podría decirse, hay una moto en cada casa. Y Fuchi en ese momento tenía unos tres mil afiliados al club: si él hace que esos tres mil convenzan a sus familias, sacaría unos nueve mil, diez mil votos y le daría para pasar”. Luego, lo confirmaría en las calles: “repartíamos volantes en los semáforos y cuando nos íbamos no encontrábamos ni un solo volante en la calle: la gente se los llevaba a la casa. Luego fue la misma gente la que a veces llegaba a ayudarnos a repartir los volantes”. Y, finalmente, lo confirmó en las urnas. Pero nadie, ni siquiera él, esperaba un resultado tan apabullante: 70.032 votos. Es decir, 22.000 votos por encima del concejal con la segunda mayor votación.

La llegada de Fuchi al Concejo era cuestión de una matemática simple. Pero es mucho más que eso.

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Es el último miércoles de enero y desde mediodía el tráfico es un embotellamiento en el cruce de la Boyacá con Américas. Sobre el costado nororiental, hay siete motos parqueadas frente a las instalaciones de la Street House, sede de operaciones de los Street Brothers. Es un edificio de tres pisos, todo de vidrio, sellado en el medio por el logo del club: un puño derecho cerrado, con una manopla. Es el puño de Fuchi, un gesto que hace en todas sus fotos, incluida la que hay en la cartelera del Concejo de Bogotá que presenta a los nuevos concejales, en la que aparece con el ceño fruncido. El logo tiene una cruz a lado y lado y está rodeado con la frase “familia sobre ruedas” y una serie de palabras que son los valores del club: Respeto - Humildad - Hermandad - Lealtad - Apoyo - Firmeza.

“Lo que nosotros creamos es un estilo de vida, una hermandad: no se discrimina a nadie”, dice Cristian Cantor, director comercial del club, mano derecha de Fuchi, mientras mira el edificio como si fuera una catedral. Se refiere a los motivos que llevaron a Fuchi a hacer su propio club. Como cualquier motociclista, Fuchi y Cristian saben que el cilindraje de las motos es una especie de medidor que haría las veces de estrato social entre los motociclistas, si así se le quisiera ver. Algunos lo ven así, entonces el clasismo se filtraba en algunos clubes. “Era muy frecuente ver que los de alto cilindraje discriminaran a los de bajo cilindraje. Eso ha cambiado mucho ahora, pero en ese momento fue lo que más le molestó a Fuchi”.

Harto de todo eso, dice Cristian, Fuchi crea los Street Brothers, cuya hermandad se basa en cinco reglas que recita de memoria, cual mandamientos: no se presta plata entre los integrantes del club, no se habla de religión en el club, no se habla de política en el club, no se habla de fútbol en el club. Todo lo anterior, para evitar riñas o preferencias entre los integrantes. “Acá hay desde gerentes de empresas hasta domiciliarios, pero todos somos iguales: el de la BM es igual al de la AKT y se saludan sin problema. Lo mismo en las rodadas: nadie deja atrás a nadie, porque a la cabeza siempre va Fuchi”.

Hay muchas cosas en esa hermandad. Por cincuenta mil pesos anuales obtienen descuentos en marcas de motos, marcas de accesorios para motociclistas y conductores, talleres, lavaderos, repuestos, restaurantes, cines, gimnasios, spas, hoteles y un etcétera de cien alianzas comerciales por toda Colombia. También reciben una manilla con localización GPS y un código QR que almacena información básica en caso de accidentes; un carné que los identifica como miembros del club y otro que los identifica como miembros de una red de apoyo. Y justo por eso, muchos conductores se hacen miembros: saber que hay más de 3.500 como ellos conectados a un chat o a un teléfono que pueden auxiliarlos. Pero es más que eso. Al hacerse Street Brother, el nuevo miembro recibe también una ‘chapa’, o sea, un apodo, con el que todo el mundo lo conocerá en adelante dentro de la comunidad y se les asigna una UPJ (Unidad Para Joder), es decir, un grupo de amigos, por lo general de 20 miembros máximo, con un líder que se encarga de mantenerlos al tanto de todo lo que pasa en el club y viceversa, con el único y legítimo objetivo de parchar y sentirse parte de una comunidad. 

Los miembros de la mayoría de esa comunidad son pilotos con situaciones como la de Cristian: vivía en Soacha y tardaba hasta dos horas en bus para llegar a su trabajo en el barrio Venecia, a solo nueve kilómetros de distancia. Si no quería que lo cogiera el trancón, tenía que salir, por tarde, a las 4:30 a.m., y el bus, a veces, se demoraba más de media hora en llegar. Coger o comprar carro no hacía mayor diferencia: tardaba, en promedio, hora y media, y tampoco tenía la plata. Pero con la moto tardaba 45 minutos, cualquiera que fuera la hora. Fue entonces que se compró la primera en 2012: una Honda CBF 125, de segunda.

Algo parecido pasa con las mujeres. El caso de Yenny Coba lo resume muy bien. Es la otra mano derecha de Fuchi y, actualmente, la directora general del Club desde que él se fue al Concejo. Llegó a las motos porque se demoraba una hora en llegar a su trabajo en el Restrepo desde Bosa, pero tenía que salir de su casa una hora antes para esperar el bus y, muchas veces, si no pasaba, le tocaba caminar tramos de quince o veinte minutos sola. Todo cambió cuando compró su primera moto de segunda, una Auteco Fly 125: se demoraba media hora.

Según ella, la moto le daba algo que rara vez había experimentado antes: “yo creo que lo que más ven las mujeres en las motos es una posibilidad de independencia: ya uno puede manejar sola y no necesita a nadie que la esté cargando”, reflexiona. Si eso es cierto, las cifras la respaldan. Según estudios anuales de la ANDI, en Colombia la compra de motos por parte de mujeres ha pasado del 16 por ciento en 2018 al 30 por ciento en 2023. Y, para no ir tan lejos, Yenny tiene la prueba a diario en su celular. De los 2500 miembros de Street Brothers en Bogotá 575 son mujeres: ella misma es su líder. Su chapa es ‘Pitu’, como ‘Pitufa’: no mide más de 1,60.

Como sea y por los motivos que sea, hombres y mujeres siguen llegando a Street Brothers y Yenny calcula que, en total, este año el número de afiliados llegará a los 3.500: es cuestión de que pase enero, la gente tenga plata de nuevo y renueve la afiliación. “Creo que la gente viene más que todo para desestresarse. Más que los descuentos y las promociones, creo que eso es lo que uno más valora como motero en estos clubes: encontrar la posibilidad de sacarse el estrés, de distraerse. La gente en general vive estresada por el tráfico y el trabajo”, analiza Yenny. 

Al parecer, es un sentimiento generalizado. Con el tiempo, como Yenny y Cristian, cualquier iniciado que llegue a las motos por necesidad, se da cuenta de que su vida, básicamente, empieza a girar en torno a ella. Sin moto tendrían que volver al último círculo del infierno de la movilidad en Bogotá: el deficiente servicio de transporte de Transmilenio, del SITP y el largo listado de abusos que se viven ahí. La moto es, entonces, uno de sus bienes más preciados. Y es ahí donde nace la pasión por las motos. Tradicionalmente, vivir esa pasión por las motos como un estilo de vida era algo exclusivo de conductores de motos de alta gama, es decir, gente adinerada que las usa como un juguete lujoso, no por necesidad. Y Fuchi les abrió esa puerta a pilotos como Cristian y Yenny, que son la mayoría en el país.  “Yo no era de motos, pero como casi todos los motociclistas, llegué a esto por la necesidad, no por la pasión. La pasión me llegó fue por Street Brothers”, dice Cristian.

La pasión por las motos también es muchas cosas y la Street House es un templo de todo eso. Cualquiera puede llegar en cualquier momento, para hacer uso de los beneficios del club o para hacer nada: solo pasar el rato. En el primer piso hay un taller de motos, un lavadero de motos, dos food trucks, un puesto de asesoría para revisión tecnicomecánica y otro de venta de motos. En el segundo, una sala de juegos con mesas de billar, bolirrana, videojuegos, sofás, puffs, motos exhibidas en una vitrina, una sala VIP con muebles de terciopelo negro para celebraciones y reuniones privadas. En el tercero, exhibición de todo tipo de accesorios para motos a la venta: cascos, chaquetas, mochilas, monotrajes, gafas, guantes…

A medida que cae la tarde, son cada vez más los pilotos que llegan y se les ve en un lado y otro del club, videojugando, comiendo, comprando accesorios o averiguando repuestos. Es, también, una forma de esperar a que pase el trancón y, de paso, hacer amigos. Después de hacer un recorrido mostrando todo el lugar, Cristian se detiene frente a una puerta corrediza en un rincón del tercer piso, la desliza y dice: “Este es mi lugar favorito de todo el club”. Es un cuarto de dos por dos con luces de neón, un reclinatorio dirigido a una cruz, una biblia, paredes que simulan un cielo azul con nubes y, en una de las paredes, el Padre Nuestro escrito en letras plateadas brillantes con la caligrafía de Rápido y Furioso. Un oratorio.

Tiene que ver con la quinta regla del club: siempre, obligatoriamente, se debe empezar y se debe terminar el día rezando un Padre Nuestro, ya sea por chat, ya sea en una rodada, en una parada o en cualquier reunión de los Street Brothers. No en vano, uno de los lemas del club es “Rodando de la mano de Dios”. Sobre la contradicción que eso significa con aquella regla que ordena que en el club no se habla de religión, Cristian aclara: “Acá respetamos todas las religiones. El que no es creyente, no reza y espera a que los demás terminen la oración”. Pero no es la única contradicción del club. 

También es inevitable preguntar cómo hacen para no hablar de política, ahora que su líder es el concejal más votado de la ciudad. “Es que eso fue una necesidad. Nosotros siempre hemos sido apolíticos. De hecho, siempre les damos duro a los políticos. Pero ahora nos cansamos de que todo en el gobierno sea contra el gremio de los conductores”, dice Cristian. No hay encuestas en Colombia que arrojen datos sobre esas inconformidades de los conductores en el país. Lo evidente es que, por primera vez, han comenzado a agremiarse en torno a figuras como Fuchi. Al final de la tarde, frente a la Street House, se cuentan 42 motos parqueadas. Según Yenny, son pilotos que han venido a conocer el club durante una jornada de bienvenida a nuevos miembros.

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“Sobre los motociclistas todavía hay mucho estigma”, dice Carlos Gómez, líder del Grupo de Reacción Inmediata de Bogotá, GRIB, mientras toma un tinto en una cafetería en Castilla. Se refiere, especialmente, a las cifras de accidentalidad: de los pocos datos difundidos en Colombia sobre los motociclistas, el más comentado es que son los principales involucrados en accidentes de tránsito. Según la Agencia Nacional de Seguridad Vial, en 2023 se registraron 8405 muertes por accidentes de tránsito, de las cuales 5213 (62 por ciento) son motociclistas. La tendencia ha sido la misma en Bogotá: de 671 muertes por accidentes de tránsito en la capital, 275 son motociclistas.

Lo que le indigna a Carlos de esas cifras es que se da por sentado que todos esos accidentes y todas esas muertes son producto de la imprudencia de las motos. “Claro que hay motociclistas imprudentes, pero nadie habla de otras causas, como el mal estado de la malla vial, la mala iluminación, los huecos o la inseguridad”. Podría decirse que tiene razón, porque en ninguna encuesta oficial, nacional o distrital, se especifica cuántas muertes de motociclistas en Bogotá son por causas de huecos, por alcantarillas sin tapas, por las malas condiciones de las calles, las obras en la vía sin señalización o la falta de iluminación, algo que cualquier conductor, ciclista, pasajero o peatón padece a diario en la ciudad.

Carlos tiene veintitrés años, es usuario de moto desde los dieciocho y en menos de cuatro años ha sufrido tres accidentes en Bogotá. El primero, dice, por un hueco en una vía mal iluminada frente al centro comercial Multiplaza en 2020; el segundo, en 2022, a tres cuadras de su casa, por un conductor de carro borracho que lo atropelló. Su moto, una ST Victory 125 nueva, quedó para chatarrizar. Y el tercero, en 2023, cuando se resbaló en la vía por los residuos de una obra que invadía la calle y no tenía la normativa adecuada.

Justo por señalar esas causas y otras como un problema fundamental en la muerte de motociclistas, es que Carlos apoya incondicionalmente a Fuchi. No es un Street Brother, pero lo ha acompañado en sus rodadas solidarias repartiendo caridad en zonas pobres de Bogotá y Colombia, tapando huecos y repartiendo volantes durante la campaña al Concejo. “La diferencia de Julián es que él no es un influencer de motos, como muchos que uno ve en Colombia: él es un verdadero líder”. Pero hay otros tormentos que indignan a Carlos, como los abusos policiales, las extorsiones o las fotomultas pero, de todas, la principal es la inseguridad.

Por eso nació GRIB. Fundado por el padre de Carlos, dueño de una marca de ropa para motociclistas llamada Predator, se define como una red de apoyo cívica. Al igual que Street Brothers, tiene una organización jerárquica, pero la prioridad no es la recocha: es la seguridad. Para eso se organizan en dos grupos: los informantes y los troyanos.

Los informantes son, prácticamente, cualquier conductor que pida acceso a los grupos de chat, que Carlos coordina, para que denuncien algún robo o algún evento, y que hoy son casi diez mil. Carlos tiene un celular exclusivamente para esos grupos, y los mensajes no dan abasto. Los troyanos, por su parte, son 65 hasta el momento, todos enchaquetados, todos con moto o carro, todos con tiempo para dedicarse a GRIB sin remuneración, todos aprobados después de hacer un estudio previo de antecedentes penales, todos enumerados:  Carlos es Troyano 00, su padre es Troyano 01 y así hasta el último. Su función es patrullar por su cuenta en grupos organizados y estar alerta en caso de algún llamado de emergencia en la calle o en el chat. Y todos tienen aval para reaccionar, ya que están capacitados en cursos particulares o en otros apoyados por la policía. Y claro, algunos de ellos están armados, porque la mayoría de los troyanos son exmilitares, expolicías, escoltas o exescoltas y tienen su propia arma de dotación. La pregunta es inevitable:

-    ¿En qué se diferencia entonces GRIB de otros grupos privados parecidos que en nombre de la vigilancia han terminado muy mal, como las Convivir?
-    Pues nosotros tenemos una ética -dice Carlos- y pues, en estos seis años que llevamos nunca hemos tenido ninguna queja.

Carlos dice que confía plenamente en cada uno de los troyanos porque tiene la hoja de vida de cada uno y sabe exactamente quién es quién; qué ha hecho; dónde vive; de dónde viene y cuáles son sus cualidades. Sin embargo, no sabe exactamente cuántos de ellos tienen armas. Días después dice que son solo diez y enfatiza que esas armas son de ellos y no de GRIB. También confirma que en medio de la ética del club no hay una regla explícita que les impida usarlas dentro de GRIB.

Algo de lo que sí está seguro es de que la mayoría de ellos votaron por Fuchi convencidos. Él mismo es prueba de ese entusiasmo. Carlos nunca había votado porque se autodeclara apolítico, pero además porque siente una aversión radical a los políticos: “son gente que no sabe las necesidades de la comunidad y solo están ahí por herencia, por ser el hijo o el sobrino de alguien”, dice. Pero su fe en Fuchi hizo que votara por primera vez. Y fue uno de los moteros de la caravana de ochenta motos que fueron al Concejo para alentarlo el día de su posesión.

-    ¿Entonces por qué votaste por Julián?
-    Es que en el caso de Fuchi es diferente: si él no cumple, se quema. Él tiene una marca, un club que representar. Donde haga las cosas mal, sencillo: pierde a toda la gente que lo hemos apoyado.

Carlos sabe que es mucha gente. Cuando termina el café, revisa su celular de GRIB. Apenas es mediodía y ya tiene 621 chats por revisar.

***
La noche del primer ‘Patrullando en Kennedy,’ con Fuchi a la cabeza, es orientado por Mónica Gómez, líder comunal de El Tintal. El recorrido no es amplio, pero da cuenta de todos los problemas que ella ha venido denunciando hace más de tres años y no han tenido solución. Visitan una zona de comerciantes en la calle décima, donde los vendedores de comida rápida se quejan de la inseguridad que les espanta la clientela: hace unos días hubo el robo de una moto. Luego van a un matorral sobre la Avenida Guayacanes con Octava, donde Mónica y sus vecinos se quejan sentidamente porque pasaron más de tres años pidiéndole al Instituto de Desarrollo Urbano (IDU) un cerco para esa área que nunca ha llegado y que sirvió de escenario para que en noviembre de 2023 un abusador violara a una niña de 14 años después de perseguirla durante más de cinco cuadras. El caso fue noticia por unos días y, a pesar de la indignación, el matorral sigue ahí, sin ningún tipo de intervención, como una masa oscura en medio de algunos edificios. Finalmente terminan frente a la Universidad Pública de Kennedy, donde dicen que necesitan apoyo para dar consejos de seguridad a los estudiantes, reductores de velocidad y control al microtráfico. 

El recorrido no dura más de dos horas, pero a su paso todos los vecinos graban la caravana de Fuchi con sus celulares, como si fuera un acontecimiento nunca visto en estas calles. Sin duda, es llamativo: los motorizados enchaquetados, seguidos por las luces de la policía y un par de camionetas de GRIB, todos detrás de Julián. Mónica ha hecho transmisión en vivo toda la noche para que los vecinos puedan ver el patrullaje desde redes sociales. Antes de irse, dice: “Yo acepté que Fuchi viniera porque él nunca vino en campaña. A mí me contactaron muchos candidatos pidiéndome votos y yo nunca acepté. Esos candidatos no han vuelto a aparecerse. En cambio, Fuchi es el primer concejal en venir a visitarnos, después de haber sido elegido”

Cumplido el recorrido, la caravana de motos descansa frente al CAI del parque El Tintal. Fuchi se baja de la moto y pregunta “¿Qué tal le pareció?,” pero no da lugar a respuesta y empieza a hablar de todo lo que a él le pareció. Cuenta que le gustó haber hablado con la gente, que se imaginaba y no se imaginaba todo lo que estaba pasando, que le parece un reto todo lo que hay por hacer, pero que no se atemoriza porque, dice con firmeza, él le encontrará una solución. Remata quejándose de las jornadas de eternos debates en el Concejo, que apenas han empezado y dice: 

-    Es que allá no saben qué es lo que necesita la gente. Sí, que el POT y todo eso es importante, pero esto, esto -dice con un movimiento agitado de las manos- es lo que la gente vive todos los días.
-    ¿Y cuál sería la solución, según vos?
-    Pues, ponerse a hacer algo. Mira: yo sé que para yo tapar un hueco de una alcantarilla no necesito cinco debates.

Unos minutos después, Johana se acerca, interrumpe a Fuchi y le enumera a grandes rasgos la jornada del siguiente día: tres reuniones antes de las nueve de la mañana y, el resto del día, plenaria. Él dice que sí a todo y ella le recuerda que debe madrugar. Fuchi dice que claro, que ahí estará desde primera hora. Son casi las diez de la noche, pero se quedará un par de horas más hablando de todo y nada con los motorizados. Todos esperan hasta que él se vaya para partir.

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