Tragedia en Quibdó: crónica de una casa sepultada
21 Enero 2024

Tragedia en Quibdó: crónica de una casa sepultada

La casa de Rocío y Alberto que quedó sepultada por la montaña junto a la vía Quibdó-Medellín

Crédito: Cortesía familia Mazo

Rocío Mazo y Alberto Olaya llevaban dos años viviendo al pie de una montaña. Ella era jubilada del magisterio; él, un campesino purasangre. Esta es la historia de la tarde en que una avalancha acabó con sus vidas.

Por: Pía Wohlgemuth N.

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Cambio Colombia

 

Afuera, un aguacero que parecía eterno azotaba la montaña desprendiendo trozos de barro. Adentro, en una casa de techo de metal y suelos de baldosa, 50 personas se resguardan de la lluvia amontonadas en seis habitaciones con paredes grises de cemento cubiertas por decenas de fotos, cuatro baños, una piscina plástica y un corredor largo enmarcado de plantas.

Estella Rueda nunca había desconfiado del monte, pero a las 3:15 de la tarde de ese 12 de enero recibió fotos de un desprendimiento pequeño. Sintió preocupación. Una hora y quince minutos después, llamó a Rocío. Durante la conversación, oyó que otra porción de la montaña se desprendía y, hecha esquirlas, caía sobre la carretera Quibdó-Medellín. 

Aunque Estella trató de convencer a sus tíos Rocío y Alberto Olaya -quienes la criaron y eran como sus padres- de salir de allí, ellos prefirieron quedarse. La vía estaba bloqueada y tenían huéspedes. No se iban a ir de ahí. Colgaron.

Hacia las 5:00 de la tarde, Milena regañó a Rocío, su mamá. La dueña de la casa era diabética y se inyectaba insulina a diario, siempre después de comer algo. Pero ese día había repartido casi toda la comida que tenía a las personas que se resguardaban en la casa.

Milena se fue a la cocina a prepararle algo a su mamá. El perro blanco con manchas cafés la acompañaba. Mientras tanto, la señora Mazo se sentó a rezar en la habitación principal que compartía con su esposo, Alberto Olaya. Tomó una Biblia, alzó un brazo y miró al cielo.

Mientras tanto, varias personas, unas de pie y otras sentadas, miraban el aguacero desde los pasillos externos de la casa.  Todos esperaban que llegara el momento indicado para seguir con su trayecto. 

A esa misma hora, Andrés* hablaba por teléfono con su madre, que estaba en Quibdó. Ella le dijo que se fuera de ahí, pues era peligroso por la cantidad de derrumbes en la zona. Andrés sentía que estaba protegido, igual que todos los que estaba esperando a que el clima mejorara y cesaran los desprendimientos para salir. Se le ocurrió que podía tranquilizarla si le demostraba que los deslizamientos de hace minutos habían sido pequeños. 

Dieron las 5:28. Andrés caminó unos pocos pasos hacia la carretera. Sacó su celular, abrió la aplicación de la cámara y pulsó el botón rojo de grabar apuntando a la montaña. Una ola de árboles cayó entre una marea de tierra cubriendo por completo la casa. En menos de 20 segundos, todo quedó sepultado.

Enseguida, Andrés llamó a su prima Estella: “¡La casa se fue! ¡Los carros, la casa, todo!”, le gritó, angustiado. “Escúcheme, no, yo acabé de hablar con Rocío”, le respondió ella, incrédula. Nunca había desconfiado del monte. “No, ¡no me entiende! Se fue todo…”, le dijo. Ese monte acababa de abalanzarse sobre la casa de Rocío y Alberto.

El derrumbe dejó al menos 38 muertos que las autoridades ya encontraron. Los otros siguen sepultados. Hubo cerca de veinte heridos sobrevivientes. Andrés es uno de esos que tuvo la suerte, o no, de vivir. No quiere hablar del tema ni que se sepa su nombre verdadero. Lo envuelve una tristeza insoportable. Es posible que se pregunte por qué él sí, por qué los otros no.

***

La señora Rocío era de contextura gruesa, pelo corto y castaño oscuro, cejas delineadas y piel bronceada por el sol. Estaba casada con Alberto Olaya, un campesino de nariz y orejas grandes, bigote y barriga prominente. Era elegante, de voz gruesa y de ideas claras. Les gustaba servir a los demás y siempre ofrecían tintico en la cocina de su casa, que solo hace dos años era de concreto.

Antes, la pareja vivía entre muros de madera, en una zona de mayor peligro de sufrir daños por derrumbes a su alrededor. Se movieron a una ubicación que, según los geólogos de la empresa que arreglaba la vía, era más segura. Allí les construyeron la vivienda que conocía todo el que pasaba por Toldas.

Después de retirarse del magisterio, Rocío se dedicó a las plantas en su nuevo hogar. Sembró muchas en macetas color terracota, que puso sobre ladrillos, a lo largo del corredor de baldosas color café. La obsesión era tan grande que ya casi no salía al pueblo. A veces iba a Medellín por medicamentos, pero solo cuando era estrictamente necesario.

Ni siquiera salieron en octubre, cuando Alberto cumplió años. Su gran antojo era probar una hamburguesa y su sobrina Estella les mandó dos. La pareja almorzó una y guardó otra para más tarde. Rocío y Alberto no podían creer la delicia.

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Yirlean vive cerca de la zona y alguna vez visitó la casa de los Olaya. Recuerda el mar de plantas como un jardín enorme que se extendía por hacia la izquierda y la derecha: “todo eso tenía maticas, florecitas y muchas plantas; algunas colgadas, otras en el andén de la casa”. 

Cuando ocurrió la tragedia, Yirlean, que trabaja en seguridad y salud en el trabajo cerca de allí, llegó con una camilla para socorrer a los heridos que sobrevivieron a los primeros minutos del derrumbe. No había tiempo que perder. “Algunos salían vivos, los socorría, pero luego morían. Vi fallecer a varias personas y me siento tan mal, no pude salvar a otras personas que pedían auxilio”, recuerda.

Las paredes acogedoras de la casa se convirtieron en una prisión. La estructura de cemento cedió ante el peso del barro y los árboles que aprisionaron a las cerca de 50 personas que estaban allí. Yirlean recuerda el momento en que se dio cuenta del desastre: “Hubo un señor que decía ‘yo me voy a morir’. No se podía mover, porque estaba todo partido, los bracitos, todo, era horrible, no podía salir. Finalmente murió”. 

A las 7:46 pm, la vicepresidenta Francia Márquez trinó sobre el asunto. “Los informes preliminares indican que puede haber 5 personas muertas y aproximadamente 30 personas heridas por el alud”, escribió. Las redes se llenaron de mensajes al respecto, pero aún no estaba claro cuántas personas estaban desaparecidas. 

El 13 de enero por la mañana, la comunidad y las autoridades ya tenían clara la magnitud de la tragedia. Todos los medios se enfocaron en el desastre: fotos y videos desde tierra y aire hablaban sobre las vidas perdidas ese día. Las 50 personas que solo esperaban que pasara un aguacero terminaron ocupando la atención de cada canal, emisora, periódico y página web mediática del país. Entre las imágenes más difundidas estuvo el video que Andrés le mandó a su mamá y por el que se salvó.

Días después de sucedida la tragedia, la búsqueda bajo los escombros y la tierra no se ha detenido. El martes 16 de enero fue el velorio masivo para despedir a los muertos de la casa, los más de 30 que habían aparecido para ese momento.

Poco después, las autoridades encontraron los cuerpos de Alberto y Rocío. Con ellos, suman 39 fallecidos confirmados. Estella dice que lo único que la deja tranquila es que la pareja pueda descansar en paz en el mismo camposanto.

Le quedan pocos recuerdos físicos: buscó las fotografías enmarcadas que decoraban las paredes de la casa, escarbó en la tierra, pero no encontró ni una. 

 

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