Diez años sin Gabo, una década de orfandad

Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, Colombia, 6 de marzo de 1927. México, D. F., 17 de abril de 2014).

Crédito: Foto: Colprensa

17 Abril 2024 06:04 pm

Diez años sin Gabo, una década de orfandad

Hace diez años, el jueves santo de 2014, el país se paralizó con la noticia del fallecimiento Gabriel García Márquez. El escritor Federico Díaz Granados narra sus recuerdos de aquel día y reflexiona sobre la muerte en la obra de un hombre inmortal.

Por: Federico Díaz Granados

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Aquel Jueves Santo de 2014 habíamos quedado en almorzar en familia. Lo que suponía un plan tranquilo con la posibilidad de ir luego a cine a algún multiplex de un centro comercial terminó siendo un día triste. El rumor cada vez más creciente de que Gabriel García Márquez estaba viviendo sus últimos días se confirmó ese jueves en la mañana. Unos días antes me habían pedido, sin mayor explicación, unos recuerdos de él para una revista. Algunos de los más cercanos sabían de la gravedad de su estado de salud e incluso viajaron a México ante la inminencia de un inevitable desenlace. “Todos estábamos a la espera” nos hubiera recordado Álvaro Cepeda Samudio, pero la realidad era que muchos sí estábamos a la espera de que en cualquier instante sonaría el teléfono con la noticia.

Desde la primera vez que vi a García Márquez siendo yo muy niño pensé que él sería uno de esos seres inmortales que veía en el cine o en los primeros relatos de los cuales uno nunca imagina un funeral o una tumba. En este caso porque su presencia era tan fuerte en la familia, no solo por su impronta literaria sino por lo que significaba para todos a través de mi abuela Margot Valdeblánquez, su prima hermana y a quien él llamaba “la memoria de la estirpe” y de sus hermanas que se hospedaban en la casa de mi abuela cuando venían a Bogotá y los primos Oscar Alarcón y José Stevenson. También recuerdo con afecto la cercanía con sus hermanos Jaime, Eligio, Gustavo, en diferentes momentos de mi infancia. Y el niño que fui y que veía a ese personaje de bigotes, blazer de cuadros conocido como “gallineto”,  gran sentido del humor, una infinita ternura y que trataba a los niños con la misma importancia que a los adultos en una reunión no estaba tan equivocado en su primera apreciación de la inmortalidad  porque, sin ser tan consciente en ese instante, estaba frente a nuestro mayor épico que gracias a su infinita capacidad de inventar historias y de modificar el lenguaje para siempre por medio de la más sencilla y honda poesía estaría grabado en la memoria de la humanidad eternamente.

Aquel Jueves Santo de 2014 la tierra parecía detenerse por un instante. Al recibir la noticia el plan de almuerzo familiar y cine se desbarató en un segundo. Empezaron a entrar llamadas de familiares, amigos, y de algunos medios que buscaban alguna reacción de mi padre o mía sobre este suceso muerte y así la tristeza y la sensación de orfandad se hacían cada vez más grande. Menos mal estábamos juntos, en familia, acompañándonos en ese momento y, como suele ocurrir en los funerales, comenzamos a recordar anécdotas y a compartir recuerdos en medio de esa ausencia. Nuestra prima, amiga y eterna asistente personal de Gabo en Colombia, Margarita Márquez Caballero, nos invitó a su apartamento para acompañarla durante esa tarde. Acompañarnos fue reparador en medio de la emoción que despertaban las reacciones de los lectores desde diferentes lugares del mundo. La muerte de nuestro nobel ocupaba las primeras páginas y titulares de los principales medios del mundo.  A esa hora ya líderes, escritores, gobernantes, científicos, académicos se habían manifestado a través de sus redes sociales. Esta muerte no era indiferente. El tamaño de la orfandad crecía con las horas.

Gabriel García Márquez
En su último cumpleaños en México le regalaron flores amarillas y le cantaron Las Mañanitas. Foto: Colprensa. 

Finalmente, mi padre viajó a Ciudad de México junto a Margarita y Jaime García Márquez al funeral de Gabo. Fue un reencuentro familiar y donde Mercedes quitó cualquier solemnidad del evento y puso el tono del afecto y de recordarlo con alegría. La caravana que partió con los restos seguido de amigos y familiares desde la casa Fuego 144 de Pedregal de San Ángel hasta el Museo de Bellas Artes estuvo acompañado de lectores y espontáneos transeúntes que desde la calle y los puentes arrojaban flores amarillas. Hubo palabras y guardia de honor de los presidentes Juan Manuel Santos y Enrique Peña Nieto y el mundo se rendía otra vez ante su figura como había ocurrido en 1982 cuando se anunció la noticia del Premio Nobel de Literatura y pocas semanas después Estocolmo fue una fiesta.

Había llegado así otra vez la muerte a Macondo, esa muerte que tanto obsesionó a García Márquez desde las supersticiones más cotidianas hasta los asuntos transversales y esenciales de su obra. Siempre la muerte atravesando con su misterio y apareciendo en sus páginas como una protagonista. “Amaneció muerta el Jueves Santo. La última vez que la habían ayudado a sacar la cuenta de su edad, por los tiempos de la compañía bananera, la había calculado entre los ciento quince y los ciento veintidós años”, Quizás el destino le guardaba a Gabo el acontecimiento de abandonar la vida el mismo día que Úrsula Iguarán, la mamá grande de Macondo y de Cien años de soledad. Parecía un asunto del realismo mágico o de esos “espíritus esquivos de la poesía” que tanto lo preocuparon. Ese día también un fuerte temblor se sintió en la Ciudad de México, una ciudad donde tiembla todos los días pero que en ese Jueves Santo se sintió sacudir de una forma distinta. O también el pajarito que visitaba el patio de su casa que se estrelló y cayó en el lugar donde solía sentarse Gabo en el último tiempo. Son los guiños de esa misma poesía lo que rodeaba a su propia muerte. 

“Por primera vez he visto un cadáver. Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados”, dice el comienzo de La Hojarasca y más adelante añade: “Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre; ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea”.  Desde las primeras páginas de La Hojarasca hasta su novela póstuma En agosto nos vemos el tema recurrente de la muerte lo convierte, en clave de poesía en el mayor asunto humano. Como también lo plasma en tantas crónicas y cuentos. Recuerdo el impacto que tuve cuando leí por primera vez El ahogado más hermoso del mundo o el comienzo de Crónica de una muerte anunciada en el que ya nos anuncian a los lectores que a Santiago Nasar lo van a matar, así como el coronel Aureliano Buendía recuerda frente al pelotón de fusilamiento el día en el que su padre lo llevó a conocer el hielo. Esa misma muerte que preparó María del Rosario Castañeda y Montero en Los Funerales de la Mamá grande: “Al amanecer, la Mamá Grande pidió que la dejaran a solas con Nicanor para impartir sus últimas instrucciones. Durante media hora, con perfecto dominio de sus facultades, se informó de la marcha de los negocios. Hizo formulaciones especiales sobre el destino de su cadáver, y se ocupó por último de las velaciones. “Tienes que estar con los ojos abiertos”, dijo. “Guarda bajo llave todas las cosas de valor, pues mucha gente no viene a los velorios sino a robar”. Un momento después, a solas con el párroco, hizo una confesión dispendiosa, sincera y detallada, y comulgó más tarde en presencia de los sobrinos. Entonces fue cuando pidió que la sentaran en el mecedor de bejuco para expresar su última voluntad”.

Máquina de escribir
La máquina de escribir con la cual terminó su novela 'Cien años de soledad' y el diploma y medalla que recibió al lograr el Premio Nobel de Literara, hacen parte del homenaje a Gabriel García Márquez en Argentina. Foto: Colprensa. 

Esa obsesión por la muerte que viene desde su infancia, desde los cuentos de espantos que le narraba su abuela Tranquilina Iguarán en la casa de Aracataca. Los muertos, los fantasmas, los espantos que habitaban la casa y que traían noticias desde ese territorio lleno de secretos y entresijos. Ana Magdalena Bach visita cada agosto la tumba de su madre, así como Rebeca llega a Macondo con los huesos de sus padres en un talego o aquel presidente que descubre que ha muerto en Estoril en el cuento Buen viaje, señor presidente, entre tantos otros ejemplos.

La muerte, su propia muerte, era tema permanente de conversación. Repitió muchas veces que no le tenía miedo a estar muerto sino a estar muriéndose hasta que en el comienzo de Doce cuentos peregrinos hace su declaración de principios sobre la muerte: “Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. «Eres el único que no puede irse», me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”.  Tal cual: no estar más con esos amigos para los cuales escribió “para que lo quisieran más”.

Hace diez años nos dejó García Márquez y sigue, con el paso del tiempo, llenando de prestigio a la lengua que habitó y a la que llenó de tantos significados, matices y colores. Una década después y con la aparición de su novela póstuma lo vemos hoy otra vez de moda en las nuevas generaciones.  Murió y trascendió de este mundo un Jueves Santo pero su epopeya y su legado harán parte para siempre de la historia de la humanidad y sus personajes acompañarán como héroes o heroínas a muchos corazones solitarios en diferentes latitudes, así él no lo pueda ver porque como dijo alguna vez: “Lo único malo de la muerte es que es para siempre”. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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