La selección somos todos: ¡Vamos, Colombia!

Crédito: Reuters

14 Julio 2024 03:07 am

La selección somos todos: ¡Vamos, Colombia!

Este domingo, la selección jugará uno de los partidos más importantes de su historia. Sus grandes figuras, y esa camiseta amarilla, que hoy brilla como nunca, cuentan también la historia de un país y de una hinchada.

Por: Juan Francisco García

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“El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”. Esta frase, atribuida al mítico entrenador italiano Arrigo Sacchi, ya no aplica a estas alturas del partido y de la copa. Es imperativo reformular el axioma, que ha estado estático durante años. En vísperas de nuestra tercera final de Copa América en 108 años, hoy procede decir: el fútbol alimenta, como nada, las cosas importantes. Quizá las más importantes: la amistad, la familia, la solidaridad, el gozo, la ilusión, la quimera, la pertenencia, la autoestima, el deseo, el juego, la redención, el optimismo. 

El glorioso miércoles pasado, la redacción de CAMBIO vio el partido acompañada por el uruguayo Damián Osta, creador de La Diaria, el segundo periódico más importante de Uruguay. Antes del pitazo inicial –al que le seguiría un parto de 99 minutos–, Damián nos dijo que estaba sorprendido con el río de camisetas amarillas por las calles. La latencia febril que sintió en el ambiente gracias a la Selección Colombia le pareció inédita y hermosa. Lo dijo Damián, que vive en Uruguay, para tantos el país más futbolero del mundo. Y ahí estábamos, pues, ya no como colegas sino como amigos, gracias a la taquicardia compartida que la ficción redonda genera. 

La taquicardia compartida de la selección. Reuters.

Porque el fútbol, como la patria, la bandera, el dinero, es sobre todo una ficción. Un acuerdo que hemos sostenido por siglos para sufrir y para celebrarnos. La gran incubadora de mitos. ¿Alguien duda de que James, Messi, Luis Díaz, Richard Ríos, ¡el insoportable Dibu Martínez! son mitos? ¿Alguien duda de que la Selección Colombia del profe Lorenzo, hoy nuestra ficción más bella, es un síntoma de lo que llevamos por dentro? ¿Cómo nos cuenta este equipo? ¿Qué dice de este país roto que desde siempre ha creído que la selección es un bálsamo para el desconsuelo y que produce futbolistas de primer nivel desde Leticia hasta Punta Gallinas? ¿Qué hay de usted, lector, hasta qué punto se siente parte de este invicto histórico de 28 partidos que hoy estará en juego, en una final, contra Leo Messi, ni más ni menos?

James Rodríguez: país de artistas

Como nací en el 91, casi no vi jugar al Pibe Valderrama. Del Mundial del 94 –menos mal– no tengo ninguna memoria y en el de Francia 98 lo recuerdo, intercambiando su camiseta con David Beckham tras la eliminación temprana, deslucido y circunspecto. Sin embargo, por herencia, por la devoción que mi padre le tuvo, le tiene, le tendrá, y porque después, gracias a YouTube, pude seguir sus pasos, dimensionar su influencia y aprender para siempre que el buen fútbol es una forma de arte, el Pibe ha sido un referente identitario. 

Fuera del país, aprendí que Valderrama es un contrapeso a Pablo Escobar. Y así como los más ignorantes asocian a Colombia con el hombre de bigote que domesticó hipopótamos, los futboleros piensan, por default, en el Pibe. Y entonces nos halagan y nos envidian y se preguntan qué es lo que tiene un país que da vida a un jugador así. 

La rosca de James ante la mirada de Lorenzo. Reuters.

James, nuestro 10 actual, por lejos el mejor jugador de esta Copa América, con sus formas –tan distintas a las del de la melena– genera el mismo asombro y desconcierto. Los que compartimos pasaporte con él, nos vinculamos con su talento de forma irracional pero innegable. Su pierna izquierda nos interpela y nos iguala: nadie en su sano juicio puede abstraerse del pincel del 10, que hoy, como hace diez años, ha vuelto a sus trazos más sutiles e improbables. Nadie que preste atención, le guste el fútbol o no, puede ser ajeno a la destreza de James en la cancha, al orgullo que deviene de verlo ser el mejor. Mejor incluso que Messi. 

Rodríguez nos reafirma como un país de artistas. Con la camiseta de la selección, magnético, vuelca la mirada hacia este rincón del mundo y postula que la precariedad y la violencia son parteras, también, de talentos insondables. A su lado Juanfer, Yasser Asprilla, Carrascal, Díaz, Arias, Borja. 

Y nos redime, así sea de forma efímera, por un tiempo, dos tiempos, 90 minutos o un mes en Brasil o Estados Unidos: desde su primera exhibición contra Paraguay en Houston, Colombia ha sonado más por ser la casa alegre de un genio, que el caserío ruinoso en el que sus habitantes se matan por deporte. 

Richard Ríos y Daniel Muñoz: del barrio al Hard Rock Stadium 

Como James, Daniel Muñoz ha sido el mejor lateral de la Copa. Su gol contra Paraguay abrió el grifo de estos días extáticos; y su golazo contra Brasil fue la confirmación de su talante de lateral–goleador, que en el fútbol se paga en oro. Hasta el minuto 45 del primer tiempo de cuartos de final contra Uruguay, su actuación rozaba lo perfecto. Entonces, en palabras de Néstor Lorenzo, “lo traicionó la emocionalidad” y gracias a un codazo que se vio hasta en la luna, fue expulsado con justicia. 

La emocionalidad que lo traicionó, si uno repasa su historia, es la emocionalidad del jugador-hincha. Antes de llegar a Atlético Nacional, el equipo que lo catapultó hacia Europa, junto a sus amigos de la comuna 7, en Medellín, Muñoz iba sin falta a la tribuna popular para alentar al equipo de sus amores. Luego, el esfuerzo y el fútbol lo llevaron –no sin antes pasarla muy mal por un agente que abusó de él y lo abandonó a su suerte en Europa– al Atanasio Girardot, ya no como hincha sino como integrante del equipo verde. Le bastaron 33 partidos para meterse en el corazón del hincha y hacer que la popular, esa que él solía frecuentar, se inventara cánticos con su nombre.  

Golazo de Muñoz a Brasil en grupos. Reuters.

“Desde el primer minuto que disputé con esta camiseta (la de la Selección Colombia) me propuse dar la vida por estos colores”, escribió Muñoz en sus redes sociales en un mensaje con el que pidió disculpas públicas por su expulsión. Cuántos jugadores como él, de barrio, de esos que se tatúan la camiseta a la piel, no sufrieron lo indecible ante la expulsión de su ídolo y reflejo. Cuántos niños no se han dicho, durante este mes, “si Daniel puede yo puedo” antes de salir a rasparse las rodillas en las canchas de micro incrustadas en cualquier esquina. También somos eso: un país al que lo traiciona la emoción y que camina por la cornisa de la cabeza caliente. Un país de jugadores hinchas que lo viven todo con las vísceras. 

A pesar de quedarse con diez durante todo el segundo tiempo, Colombia mantuvo el marcador a favor, e incluso pudo estirarlo. Una de las piezas claves para esto fue Richard Ríos, otro jugador de barrio pura cepa. Otro crack tardío, otro relato de lo imposible. Jugador de fútbol sala, después del Sudamericano sub 20 en Perú en 2018, deslumbró a ojeadores del Flamengo y le ofrecieron un contrato profesional. Fue en préstamo a México, se rompió la rodilla y volvió a Brasil, ahora a la segunda división, con todo por probar de nuevo. La rompió de tal forma que el histórico Palmeiras pagó por su ficha. A esta Copa América llegó como campeón de Brasil y como ídolo de uno de los clubes grandes del continente, que celebra por lo alto contar con el mayor regateador de la liga. 

Richard Ríos, siempre con el balón al pie. Reuters.

Roberto Enrique Bruno, quien fue su entrenador en esa selección sub 20, nos dijo que Ríos, cuando lo seleccionó, era un jugador muy flaco pero muy valiente que, aunque se destacaba por no parar de mamar gallo, a la hora de competir siempre apretaba los dientes. Agresivo y valiente. ¿Cuántos flacos como él, o mejores que él, seguirán creyendo en sí mismos al verlo robarle balones a Messi y encarar a Di María?

Sí: esta selección genera tanta cercanía porque, a pesar de verla jugar en los glamorosos estadios gringos, por jugadores como Muñoz y Ríos, el juego feliz de este equipo tiene tufo a barrio, cemento y Pony Malta. A las barandas frías de las graderías populares y a los coliseos, a medio caer, en los que la pisan los que no pudieron ser, y también sus sucesores. 

Camilo, Davinson, John Córdoba, Mina, Lerma: el país de la alegre espera y el baile 

Sería faltar a la verdad afirmar que acá somos impermeables a la oscilación descarnada que sufren los futbolistas –sobre todo de selección– al ser juzgados: un día héroes, al otro día villanos. Un día, por ejemplo cuando le hizo el gol a Inglaterra en Rusia en el último suspiro: “Te amamos, Yerry, eres el mejor central del mundo”. Otro día, no muy lejano, si las cosas van mal y aparece el error, “¡Qué malo eres Yerry, vete para no volver nunca!” (con palabras menos dulces). 

Somos también fanáticos, a quienes cuando se les prende la chispa de la frustración, saltan campantes a la acera de la intimidación y el desenfreno. Tenemos poca memoria. Nos eclipsa, con cuanta facilidad, el resultado inmediato. Por eso a hombres como David Ospina, Lerma, Davinson Sánchez y Yerry Mina, a pesar de que probadamente se mueren por la camiseta y siempre que han estado en la selección se han vaciado por completo, les ha tocado enfrentar críticas excesivas, escepticismo radical y el reclamo visceral de renovación para su puesto. 

El profe Lorenzo, que ha probado creer en los procesos, hombre con memoria y gratitud, si bien ha traído sangre fresca, para su primer torneo internacional decidió confiar, como columna vertebral, en los que en la última década han representado nuestros colores. No se olvidó de Mateus Uribe, Santi Arias ni Ospina a pesar de que su carrera está en el ocaso. Desoyó a la prensa y no le bajó el pulgar a Mina; y volvió a creer, sin miramientos, en Davinson Sánchez, que en los tiempos más recientes, con la amarilla, había sido mucho más tropiezos que alegrías. 

Los muchachos, sus muchachos, le respondieron. Es conmovedor ver a Davinson resurgir de nuevo, ahora más serio, aplomado –¡cuánta precisión, velocidad y autoridad!– sin nunca hablar de más ni sobreactuarse. Remueve ver la disposición de Yerry Mina, que después de ser el rutilante central del Barcelona y el dueño de todos los flashes del mundo, ha aceptado con gusto y con alegría el rol de personaje secundario. Contra Uruguay, su ingreso para cerrar el partido, fue determinante. 

Ha sido hermoso ver al fútbol premiar a Camilo Vargas, a quien le tocó en suerte ser la sombra de David Ospina, uno de los grandes arqueros de nuestra historia. Diez años de gregario para poder por fin, con 35 años, en su última oportunidad para brillar en una Copa América, forjarse un relato que se transmitirá en su linaje. ¡El arquero que le negó el gol a Darwin y Suárez! ¡El arquero con el que le ganamos a Brasil! ¡El arquerazo que le amargó el último baile a Messi y nos dio la segunda copa en 108 años! 

Camilo Vargas y Yerry Mina, abrazados por la seguridad de Colombia. Reuters.

Lerma, por su posición en la cancha, cuando con Queiroz y con Rueda el equipo anduvo mal, sin ideas, fue uno de los grandes señalados. Se dijo, ligero y categórico, que solo sabía correr y que el balón le rebotaba. ¡Pues ahí tienen! ha dicho sin palabras, sin rencor, comiéndose cada cancha de esta copa el jugador del Cerrito, Valle del Cauca. Un gol suyo, inmarcesible, nos tiene donde estamos. 

Y está el caso de Jhon Córdoba, para muchos una revelación, “un pelado que el equipo de Lorenzo se sacó del sombrero”. Lejos de la verdad. El chocoano que hace más de 10 años migró a Europa y que se ha consolidado como un peligro total en las áreas de la Bundesliga, tuvo que esperar, trabajando en silencio, hasta los 30 años para debutar con la selección de todos. A esta copa llegó como suplente de Borré, pero su trabajo sin balón y con balón, de frente y de espaldas y también tirado a la banda contra Brasil fue tan bueno, que se compró la titularidad. 

Apenas el árbitro César Ramos pitó el final del partido contra Uruguay el pasado miércoles, los jugadores de la selección rompieron en llanto. Se agarraban la cabeza, se abrazaban en el pasto, de pie, otra vez en el pasto. Luego, como siempre, bailaron. 

Lerma, goleador contra Paraguay y contra Uruguay en semis. Reuters.

En esos bailes, que no son otros distintos a los bailes en todas las casas de Colombia, se pudo ver –lo tendrá que contar Damián– la catarsis y la purga y la liberación de un país acostumbrado a la espera. Movido desde siempre por un mañana mejor que aún no llega. Las dos finales en 108 años sirven de analogía para otros ámbitos: por ejemplo, la eterna espera por vivir en paz, que sigue siendo una quimera como ganar un Mundial de fútbol. 

Esos bailes –lo tendrá que contar Damián– son mucho más que un tic nervioso de nuestra idiosincracia. El baile, nos recuerdan cada uno de los convocados por Néstor Lorenzo, no es el fin sino el medio. Si hemos vuelto a competir es porque el técnico argentino, a diferencia de Queiroz, e incluso de Rueda, entendió que el mejor negocio es jugar a la pelota apelando a nuestros genes. Esos que reclaman atacar con valentía, ganarse el balón, dar rienda suelta a la gambeta, jugar, pues, con las caderas sueltas, sin reprimir la creatividad en razón del miedo de la derrota. Sí: es obvio que hoy podemos. 

 

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