Enseñar es aprender dos veces

La educación en democracia contribuye a cuestionarse de forma constante sobre lo que ha sido y lo que será; a reconocer los límites que, frente a los otros, imponen los derechos humanos; y a procurar una paz social que garantice un mínimo de condiciones para una vida digna.

Crédito: Colprensa

8 Junio 2025 01:06 pm

Enseñar es aprender dos veces

Con esta frase atribuida a Joseph Joubert, la profesora de la Universidad del Norte Viridiana Molinares Hassan reflexiona sobre cómo educar en democracia y cómo educar para la democracia.

Por: Viridiana Molinares Hassan

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Desde dónde enseñamos y aprendemos

Es un miércoles por la mañana. Acabo de dictar clases a un grupo de 40 estudiantes. Me une a ellos un sentimiento poderoso. Dos veces a la semana realizo frente a ellos un acto escénico: llevo ideas, las expreso para generar controversia, los veo sentados luchando con sus ganas de aprender frente a sus adiciones a revisar los mensajes que no paran de llegar a sus teléfonos; les presento, a través de textos, a autores vivos y también muertos que antes, sin saberlo, han hablado para mí y ahora, a través de mi voz, les hablan a ellos.


Any, de sonrisa serena y andar pausado, me acompaña. Viene de La Guajira a estudiar en Barranquilla. Es monitora del curso que dicto; quizás algún día sea profesora, cuando yo ya no esté. Así comencé yo: me inicié en la docencia cuando Aleksey Herrera, mi profesor de Derecho Constitucional, me invitó a enseñar.

Hace calor. Las ventanas del restaurante Bocas de Ceniza en el que estamos están cerradas. El paisaje es el río Magdalena y una delgada línea de mar, casi imperceptible. Durante esta semana y la pasada he estado leyendo sobre educación y democracia. Compañeros de este proyecto han escrito. Han formulado propuestas. Han hablado como profesores universitarios, haciéndose preguntas sobre la labor de profesores de colegios. “¿Cómo educar en democracia y cómo educar para la democracia?” me dice la persona que llena mi vida de belleza que son las preguntas clave. Mientras esperamos a dos estudiantes universitarios para que me cuenten sus historias, reflexiono sobre estas preguntas.

Educación en democracia y educación para la democracia

La educación en democracia contribuye a cuestionarse de forma constante sobre lo que ha sido y lo que será; a reconocer los límites que, frente a los otros, imponen los derechos humanos; y a procurar una paz social que garantice un mínimo de condiciones para una vida digna. Para muchas personas, estudiar en un régimen democrático representa una vía para mejorar sus condiciones económicas y promover el avance económico de la sociedad.

Eduardo Lora, en su libro Los colombianos somos así (2025), analiza cómo, desde el siglo XX, las élites colombianas se educaron en colegios privados, bilingües y de alto rendimiento académico. Afirma: “Quien nace en una familia que carece de conexiones e influencias podría, en principio, desarrollar el capital relacional si asistiera a los colegios y universidades adónde van los hijos de las élites. Pero eso no ocurre en la práctica, porque el sistema educativo colombiano es muy segregado”.

Hoy en día, creo que esa afirmación puede matizarse. Con relación a la educación universitaria, programas como Ser Pilo Paga, aunque no fueron perfectos, ayudaron a reducir esa desigualdad. También se continúa intentando hacerlo desde las universidades privadas, a través del otorgamiento de becas, aunque estas resultan claramente insuficientes.

La educación en democracia contribuye a cuestionarse de forma constante sobre lo que ha sido y lo que será; a reconocer los límites que, frente a los otros, imponen los derechos humanos; y a procurar una paz social que garantice un mínimo de condiciones para una vida digna

Muchos seguimos creyendo en la universidad como ese último reducto del pluralismo; como un espacio donde, incluso en medio de la tormenta autoritaria, todavía es posible hablar de nuestras diferencias y tender puentes —no muros— hacia lo que nos une. Es allí, donde todavía tenemos tiempo para argumentar y contraargumentar con colegas y estudiantes para construir consensos.

Y es ahora, más que nunca, cuando esa fe en la educación en democracia resulta indispensable. Porque vemos como las profesiones están cediendo terreno ante oficios inmediatos, desprovistos del lento y complejo proceso de descubrimiento y aprendizaje, y el pensamiento crítico es desplazado por la urgencia de agradar, de acumular seguidores en el gran escenario de las sociedades del espectáculo.

En este escenario también irrumpe la Inteligencia Artificial, con su prodigiosa memoria, que me hace recordar a personajes como Ireneo Funes, del cuento de Jorge Luis Borges, Funes el memorioso, un joven que puede recordar con detalle cada detalle pero que no puede pensar. “(Funes) Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer.” El proceso de educar radica en esto: en enseñar a pensar, a cuestionarse.

Muchos seguimos creyendo en la universidad como ese último reducto del pluralismo; como un espacio donde, incluso en medio de la tormenta autoritaria, todavía es posible hablar de nuestras diferencias y tender puentes —no muros— hacia lo que nos une


Sin embargo, en lo que respecta a la educación en la primera infancia y la secundaria, aún tenemos grandes deudas pendientes no solo con relación a la segregación, sino también con la calidad. Esto es particularmente preocupante si tenemos en cuenta lo que afirma Michael Sandel, en su libro La tiranía del mérito (2020). Para él, menos de un tercio de la población mundial accede a la universidad. Si esto es así, la educación en democracia debe afianzarse en la escuela, ese espacio donde confluyen muchas más personas que luego no tendrán la posibilidad de continuar estudios universitarios.

Por esto, educar para la democracia es trascendental. Tener un título universitario contribuye al desarrollo, pero no garantiza que una persona actúe con valores democráticos como la solidaridad. Como escribió Alejandro Gaviria en este mismo proyecto, la educación para la democracia no depende solo de las escuelas y universidades: también es tarea de las familias y de toda la comunidad.

La educación en democracia debe afianzarse en la escuela, ese espacio donde confluyen muchas más personas que luego no tendrán la posibilidad de continuar estudios universitarios

Las historias
Javier Elías Pacheco Banda y Rosamarina Gnecco Córdoba, estudiantes de derecho, llegan a contarme sus historias, que hoy comparto con ustedes como ejemplo de educación en democracia y para la democracia desde las regiones de Colombia.

La firma del padre

El alumno Javier es tímido, pero cuando conversa sobre su padre le brillan los ojos y no para de hablar. El padre, que tiene 80 años, no sabe escribir. Ha trabajado toda su vida para que sus hijos estudien. La madre, más joven que el padre, firma los papeles en los que la firma del padre es necesaria.

San Andrés de Sotavento, en el corredor indígena Zenú del departamento de Córdoba, es el pueblo donde nació el padre. Hijo menor entre diez hermanos, abandonó el colegio cuando cursaba tercero de primaria. El maestro le insistió al padre del padre:

—Arnulfo debe seguir en la escuela—.
Siguió en la finca, no en la escuela, trabajando con los hermanos mayores que nunca llegaron a conocerla.


A los 20 años, con una hamaca y un queso que le dio la madre, el padre del alumno Javier, que tiene el cabello y los ojos negros, escapa de la finca. Trabaja cargando bultos de pescado. Luego, manejando un Willis de San Andrés de Sotavento a Montería, de Chinú a Sampués, de Sincelejo a Bogotá. Gana pesos. Muchos. Los necesarios para comprarse una buseta. Los indispensables para que sus hijos asistan al colegio y después a la universidad.

El padre del padre del alumno Javier, que mueve lentamente sus manos delgadas mientras habla, muere. La muerte genera el retorno del que se fue a la finca, de la que no se fueron sus nueve hermanos. Conoce a Sonia, la madre, cuando ya es bachiller. Dicen en la familia de la madre que quien fue bultero no puede estar con una bachiller, pero están juntos. La madre se convierte en administradora de recursos de la salud. Sus estudios los pagó el que recorrió los caminos de indígenas y se convirtió en propietario.

En la casa del alumno Javier, que toma lentamente un café mientras sigue contando su historia desde la historia de su padre, no hubo juguetes ni pizza. A escondidas, el día de algún cumpleaños, la madre cumplió algún capricho a los hijos del padre, que no pudo ayudar con las tareas y los trabajos de la universidad. La herencia —dice el padre— no son los pesos, son los libros. Con los libros, los hijos pueden hacer viajes más largos de los que ha hecho el padre.

El alumno Javier, con sueño, fue a un colegio en Sincelejo. Ahí los colegios eran mejores que en el pueblo —eso pensó el padre—. Por eso el alumno despertaba a las 4 de la mañana y viajaba lejos. Largas distancias recorridas por un niño pequeño. Cuando se hace un poco mayor, para seguir estudiando, el alumno viaja de Sincelejo a Barranquilla. Viaja lejos del padre, de la madre, de la casa.

El padre siente mucho miedo por los caminos que recorrió el hijo niño y los que recorre el universitario adolescente. Es miedo físico y por la distancia del afecto, pero lo oculta. El miedo no habita la casa, como tampoco la habitan los “te quieros” que nunca ha pronunciado el padre y que tampoco pronunció el padre del padre.

El alumno Javier, al que le gusta el cine y los video juegos, es y no es como el padre. Es el menor de los hijos. Es estudiante universitario. El padre, cuando toma algo de licor, le dice a la madre que Javier es quien se parece más a él. Es serio, silencioso, estricto, siente, pero le cuesta decir lo que siente. En Javier, el padre se ve y a la vez ve a su padre.
Si los hijos del padre tienen hijos, sus hijos firmarán como ellos lo saben hacer. En la firma de los hijos está la firma de Arnulfo, el padre. En cada trazo, en cada forma, en cada sonido del lápiz deslizándose en el papel, estará aquel niño al que obligaron a abandonar el colegio en tercero de primaria, que guarda los resultados de la prueba Saber 11 en los que Javier obtuvo 350 puntos. El padre no los sabe leer, pero sobre ellos estampa su orgullo.

Rosa quiere ser presidenta

Rosa quiere ser presidenta. Tiene una voz que no tiembla. Sus ojos, grandes y atentos, parecen estar siempre tomando nota de todo lo que ve. En la universidad ha sido monitora, participó en un concurso de arbitraje, investigó sobre la salud de los pueblos indígenas.

Es hija de una abogada y de un abogado. De un padre que estudió en colegios y universidades privadas y ha archivado un título de especialista. De una madre que estudió en colegios públicos y no pudo especializarse porque se dedicó a la maternidad.

La madre de Rosa nació en Agustín Codazzi, en el Cesar, donde las canciones vallenatas cruzan las calles. Su padre —el abuelo de Rosa— fue alcalde del pueblo. Es un hombre negro, elegante, atractivo. La madre de Rosa es la segunda hija entre 13 hermanos, ella vivió con su bisabuela y por ser la mayor de las mujeres en una familia numerosa trabajó desde joven.

El padre de Rosa estudió en un colegio privado. Caminó con zapatos de marca y viajó a Europa antes de cumplir veinte años. Es abogado graduado en una universidad privada de Bogotá, creció rodeado de apellidos de élite y debates sobre el capital. Hoy, cada tanto, dice que el pobre es pobre porque quiere, y que Google ha reemplazado a la universidad. Ha acumulado tierras, propiedades, dinero.

En esa casa crece Rosa, con la cabeza dividida entre dos historias: la de su madre, hecha de resiliencia, y la de su padre, hecha de privilegio y certezas.

Quiere ser presidenta porque piensa que una mujer, hija de contrastes, puede gobernar un país que también está hecho de extremos. Y cuando lo dice —“yo voy a ser presidenta”—, no lo hace como un juego ni como un capricho infantil. Lo dice con la convicción que dan los libros leídos y sus estudios como abogada.  

La democracia según Javier y Rosa

Javier tiene 20 años; Rosa también. Comparten un país lleno de incertidumbres. Cuando hablan de democracia no hablan del mismo lugar, aunque sus voces suenen igual de jóvenes.
Para Javier, la democracia es populismo, pueblo, derechos. Dice que en temas democráticos nos mueven las sensaciones más que las ideas. Cuenta que, en San Andrés de Sotavento, un candidato a la alcaldía, durante la campaña, instaló postes de alumbrado en ciertos barrios y, tras perder las elecciones, los mandó a quitar. Reflexiona sobre su pueblo: dice que está atrapado en el tiempo, no avanza, no cambia la mentalidad para aspirar al progreso.
Para Rosa, la democracia es ante todo un proceso electoral. Habla de reglas, de instituciones. Pero también es crítica: dice que vivimos en la cultura del “más vivo”, donde se celebra al que engaña mejor y gana como sea. Rosa no cree que siempre se vote mal; más bien, piensa que muchas veces se elige entre opciones malas. No hay dónde escoger. Para ella, democracia es capitalismo, es voto, es elección forzada.

Aprender y enseñar

Se enseña y se aprende desde que nacemos. La información que recibimos determina nuestras elecciones personales y nuestras actuaciones colectivas. Aprendemos al observar en los hogares, al escuchar diálogos en las calles y en los transportes públicos. Para aprender y construir nuestra identidad, necesitamos referentes. Copiamos, y lo hacemos para superar lo que hemos conocido.

Hace algún tiempo, me pidieron que enviara un mensaje a estudiantes que finalizaban su formación en Derecho. Después de pensarlo mucho, recordé este cuento:

Un maestro alfarero elabora un jarrón hermoso y perfecto. El día en que su discípulo debe partir —pues ya no tiene nada más que enseñarle— se acerca a él, le muestra el jarrón que ha elaborado como regalo y, antes de que el discípulo pueda recibirlo, lo deja caer, deshaciéndolo en cientos de pedazos. Sorprendido, el discípulo pregunta al maestro por qué ha destruido su obra perfecta. El maestro responde que ha llegado el momento de que él mismo empiece a hacer obras mejores que las que su maestro ha hecho.

De todo aprendemos y, sin advertirlo, enseñamos con lo que decimos y hacemos.

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