Esmeralda Hernández Silva
21 Abril 2024

Esmeralda Hernández Silva

LA ÚLTIMA EMBESTIDA

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Más de veinticinco millones de personas en Colombia comparten su pan y su techo con un perro que acompaña sus días con el movimiento de su cola o con un gato que acompaña sus noches con un ronroneo. Si eres una de esas personas, cierra los ojos por un momento e imagina a tu animal compañero en medio de una plaza siendo atravesado por la espada de un hombre vestido con un traje colorido y brillante ceñido a su cuerpo, mientras una multitud aplaude y grita llena de júbilo. Tu amigo se desangra, agoniza y gime en un lamento desgarrador, al mismo tiempo que sus ojos buscan sin encontrarlo, un rostro amigo o un gesto de piedad.

Así son las corridas de toros, con la diferencia de que nadie llora al toro pese a que tiene la misma capacidad de sentir y sufrir que el perro o el gato. Su agonía lenta y deshonrosa transcurre entre aplausos y vítores, en una cruel ausencia de compasión. Este espejo refleja otras atrocidades humanas como la tortura, la esclavitud, la ablación genital y la crueldad animal representada en la tauromaquia, ese ritual de sangre que los doctores en filosofía y expertos en estudios culturales Anahí González e Iván Darío Ávila definen como un legado colonial especista y heteropatriarcal; una estructura sexual occidental que se reproduce a través del estereotipo del matador, un hombre que recurre a la violencia y con cuya figura en el espectáculo, se materializa un performance de la dominación del hombre sobre las mujeres, los animales y la naturaleza.

Ante la imposibilidad de negar su propia barbarie, los taurinos hablan ahora de la voluntad de “regular” las corridas. ¿No es una burla a la inteligencia proponer “reglamentar” para que se mate al animal con un estoque (espada) ya no de 88 centímetros, sino de 78, como si esos 10 centímetros cambiaran la manera en que el toro agoniza sobre la arena? ¿Qué pensará de esto el 86% de compatriotas que repudian estas prácticas? ¿No es acaso un comodín para timar a la opinión mientras pretenden arrebatarle al país la posibilidad real de avanzar en el reconocimiento de los derechos de los animales? Estas son preguntas que deben resonar en la conciencia individual hasta convertirse en un grito colectivo.

En este contexto, se gesta un proyecto de ley que he tenido el honor de liderar, pero que es el resultado de más de dos décadas de lucha ciudadana. Esta iniciativa, que ahora se encuentra a un debate de convertirse en ley -la última embestida-, tiene el respaldo de la mayoría de los congresistas, quienes más allá de diferencias partidistas, han convenido en que ninguna forma de tortura puede ser legal en Colombia.

La propuesta no solo busca abolir la tauromaquia, sino que también garantiza una transición económica para quienes dependen de ella y promueve un cambio cultural. Los espacios que hoy se manchan de sangre, se convertirían en escenarios de cultura y arte genuino, sin víctimas ni verdugos.

Sin embargo, no falta quien defiende la tauromaquia como una tradición inofensiva. Es un debate cargado de pasiones y argumentos muchas veces carentes de fundamento. Argumentar que el toro de lidia existe solo para morir o que no siente dolor, es ignorar evidencias científicas y médicas probadas. Insinuar que se extingue una especie es falaz, pues el toro de lidia es una raza; así que el toro seguirá existiendo, como especie, que por demás, cuenta con millones de ejemplares en Colombia y en el mundo. Además, aseverar que el amor por los animales no se traduce necesariamente en bondad es ignorar la complejidad de la conducta humana, que la historia ha demostrado ser imprevisible y llena de contradicciones.

Defender a los animales es defender también la dignidad humana, reconociendo nuestra propia animalidad y la incoherencia que sería actuar de otra manera. Quien respeta a un animal, debe rechazar toda forma de violencia. Solo en la armonía con todas las especies y el planeta encontraremos una paz duradera y real. Esa es la verdadera reconciliación.

Aquí está el propósito superior que nos guía. No el de las menciones de honor ni un podio de advenedizos de la moral como quieren hacernos ver; nos impulsa la oportunidad de que Colombia salga de la nefasta lista de 8 países en el mundo que aún hoy permiten las corridas de toros; de que entendamos que se nos concedió un planeta no para arrasarlo con nuestro arribismo, codicia e indolencia, sino para coexistir con cada especie maravillosa que siente y vive. 

Es hora de que el paraíso que se nos legó y que convertimos en un infierno para las otras especies, vuelva a ser un edén. Que el toro sea libre y no condenado desde antes de nacer al averno sobre la arena.

Los defensores de la tauromaquia hablan de tradición y valentía, de un duelo casi sagrado entre el hombre y la bestia. Pero olvidan que en este duelo, uno de los contendientes nunca eligió participar. Porque si el toro pudiera elegir, siempre escogería la vida y la libertad y no la tortura y la embestida. No porque le falte fuerza, sino porque le sobra corazón.

La ley que proponemos entonces no es el fin, sino el principio de un camino hacia la reconciliación con todas las formas de vida, es un homenaje al mundo natural que debe ser protegido y no explotado. Es una invitación a que limpiemos la arena, a que cambiemos la tradición de la tortura por una donde el coraje no se mida en la capacidad de matar, sino en la valentía de vivir y dejar vivir.

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