Preparémonos, pues, para la “era trumpista”. Fue un triunfo claro y contundente, que lo deja con plenos poderes y un camino despejado (en el Congreso y en la Corte Suprema) para aplicar una agenda de gobierno que produce escalofríos. “Que nos coja confesados”, comentó un amigo cuando comenzaron a transmitirse los datos de la votación.
Pero no es hora de llorar sobre la leche derramada, ni de juicios de responsabilidad o análisis retrospectivos sobre lo ocurrido. A lo hecho, pecho. Se equivocaron (yo también) encuestadoras, grandes medios informativos americanos y europeos, respetados politólogos de aquí y allá, estrellas de Hollywood y del rock, ninguno de los cuales imaginó la dimensión del triunfo electoral de un personaje calificado como un peligro para la democracia de su país y del mundo.
Es arbitrario, y autoritario, políticamente incorrecto y moralmente repudiable, pero fue el que conectó con una fibra profunda de la sociedad estadounidense. El americano promedio, incluyendo muchos latinos, negros y asiáticos, demostró que no le choca su personalidad chabacana y beligerante. Más aun: que le gusta su discurso populista contra las élites (por más irónico que parezca) y comparte su desprecio por las buenas maneras y sus arengas nacionalistas sobre la superioridad intocable de la gran potencia.
Por falta de audacia o por exceso de cautela, o de sonrisas (“smiling Kamala” se burlaba Trump), la candidata demócrata nunca logró una conexión semejante. Pareciera que Estados Unidos no está preparado para elegir a una mujer como su presidente. Menos aún si es de piel sospechosa, lo cual remite al sustrato racista, machista y conservador que aún subsiste en un país donde el principal aliado del reelegido presidente es también el hombre más rico del planeta, el detestable Elon Musk, que tiene un ego casi tan grande como el de Donald. La primera democracia del mundo está lejos de ser la más perfecta.
Hoy cunden las especulaciones sobre qué medidas anunciará Trump el día de su posesión. ¿Cuáles de Biden revocará? ¿Qué tantas instituciones desmantelará? ¿Cuántas funcionarios echará (muchos, muchos ha prometido)? ¿Hasta dónde llegará el ajuste de cuentas con quiénes lo criticaron? Y, sobre todo, ¿cómo aplicará el que ha reiterado que será el primer acto de su gobierno: la deportación de millones de inmigrantes ilegales? Se sabe que aquí no habrá vuelta atrás, pero aún no ha explicado bien cómo y en qué plazos llevará a cabo esta promesa de “limpiar a la nación de criminales”. El diablo está en los detalles.
Colombia y América Latina en general poco importan en la agenda trumpista. Seguimos siendo el principal aliado de EE.UU. en la región, pero no creo que esto cuente para algo. Salvo que Trump decida intensificar la desgastada “guerra contra la droga” o salir como sea de Nicolás Maduro y comprometa a Colombia en sus planes. No lo veo factible, pero con él nunca se sabe. Y todo se puede esperar. Lo que no es descartable es la “guerra comercial” que producirá su promesa de elevar aranceles a las importaciones a su país. Esto nos afectará, así como el impacto de las anunciadas deportaciones sobre las remesas que envían los colombianos desde Estados Unidos, hoy la segunda fuente de ingresos de la economía nacional.
El presidente Petro debe jugar sus cartas con cautela. Trump ofrece un blanco jugoso para la retórica antimperialista y tenerlo como adversario le puede resultar tentador. Pero ojo con cazar peleas que no puede ganar. Y que resultarían demasiado costosas.
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Pasando a tierra propia, mucha gente se pregunta a quién endosará Álvaro Uribe para la presidencia de 2026. Sin ser futurólogo pienso —porque para allá va el mundo— que sería una mujer; por ejemplo, Paloma Valencia, opción preferible a la otra mujer fuerte del uribismo, María Fernanda Cabal, y a la del "Uribito" del momento, Miguel Uribe Turbay, quien avanza en los sondeos.
Pero falta mucho y desde la oposición pueden brincar muchos gallos tapados. O ya destapados, como el exalcalde barranquillero, Álex Char, quien hoy hace gala de una oratoria vehemente de tribuno del pueblo que revela ganas de llegar hasta el fin.
Las especulaciones electorales son un viejo pasatiempo colombiano que resulta más divertido cuando está acompañado de apuestas y "pollas" con premios en metálico para los que más aciertan. Las apuestas pueden ser simples —quién gana la elección— o más variadas y complejas: desde índice de participación hasta diferencias entre los candidatos. Siempre con porcentajes precisos y pagos inmediatos.
También son reveladoras del grado de conocimiento, intuición o ingenuidad política de los participantes. Mi regla de oro es que hay que apostar con la chequera y no con el corazón. He ganado algunas, como la última con la elección de Trump, y perdido varias con el joven historiador conservador Juan Esteban Constaín, quien no les mete simpatías políticas a sus apuestas, se fue con Kamala Harris y esta vez perdió. Yo aposté con la chequera.
La elección venidera suscita toda suerte de interrogantes, además de quién será el candidato del uribismo. ¿El petrismo se inclinará por una mujer y esta sería María José Pizarro? ¿Vargas Lleras llegará a segunda vuelta? ¿Y Claudia López? ¿Quién prevalecerá en la disputa interna del Nuevo Liberalismo entre los hermanos Galán? ¿Con quién saldrá el Partido Liberal bajo la dirección de César Gaviria?
Faltan consultas internas, transfuguismos venales y alianzas traicioneras. La cosa está buena y se pondrá más caliente. Se reciben apuestas...
P.S: En todo el tardío escándalo sobre Pegasus falta saber a quiénes chuzaron. La Casa Blanca asegura que no fueron políticos ni periodistas colombianos, lo que resulta muy difícil de creer. ¿Fueron entonces solo narcos los interceptados? Para salir de dudas, que revelen los nombres. Apuesto a que no se sabrá.