
En las pocas ocasiones en las que me reuní con Mario Vargas Llosa vi a un hombre afirmativo y seguro de sí mismo. Vanidoso quizás, consciente de su fina estampa y temprano éxito literario, pero siempre vehemente y lúcido en la defensa de las libertades políticas.
Fue esta convicción la que lo llevó en los años setenta a romper con la revolución cubana, con la que simpatizaban casi todos los escritores latinoamericanos. Fue a raíz del sonado “caso Padilla”, cuando el poeta cubano Heberto Padilla fue encarcelado y luego obligado a leer una denigrante autocrítica por haber cuestionado al gobierno de Fidel Castro.
Era imposible no pensar en la tenebrosa época del estalinismo, en la que escritores, artistas y disidentes de la URSS y Europa oriental eran conminados a confesar sus “crímenes” contra el régimen, y el episodio marcó el comienzo del fin de la luna de miel de la revolución cubana con gran parte de la intelectualidad latinoamericana. No con toda, porque Fidel y el ya mitificado Che Guevara aún simbolizaban la resistencia patriótica de una pequeña isla caribeña ante las agresiones y bloqueos del imperio del Norte.
Vargas Llosa no comió de ese cuento y su ruptura con Cuba lo enemistó con una izquierda internacional aún rabiosamente marxista. Recuerdo bien, porque estaba ahí, el tremendo saboteo que le armaron en el Festival Internacional de Teatro de Manizales de 1972, donde era el invitado principal y no lo dejaron hablar. El tema de su charla, que no pudimos escuchar, era una crítica a la forma frívola y sesgada como los medios masivos de comunicación interpretaban la realidad continental.
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Desde entonces comenzó a hablar de “la civilización del espectáculo” para referirse a un mundo donde priman el escapismo y el entretenimiento sobre los genuinos valores democráticos. Tema recurrente en sus intervenciones públicas donde nunca rehuyó el debate político ni su defensa de la iniciativa privada frente al socialismo y el nacionalismo populista.
Quedó matriculado como un derechista enemigo de los intereses populares pero la coherencia y pertinencia de sus tesis, y el fracaso evidente de los experimentos estatistas en el continente (comenzando por el nacionalismo revolucionario del general Velasco Alvarado en el Perú), cimentaron un prestigio creciente que lo llevó a convertirse en esperanza política y alternativa presidencial.
En su libro de memorias El pez en el agua (Seix Barral/93) cuenta que en 1987 le dijo al presidente Alan García, quien quiso nombrarlo como embajador en España, que “es una lástima que habiendo podido ser el Felipe González del Perú te empeñes en ser nuestro Salvador Allende o, peor aun, nuestro Fidel Castro. ¿No va el mundo por otros rumbos?”.
Franco y directo en sus opiniones, Vargas Llosa fue un escritor comprometido, a la manera de un Jean Paul Sartre quien fue su inspiración inicial, aunque terminaron en polos ideológicos opuestos. Regresó en 1999 al Festival de Manizales donde fue objeto de un entusiasta homenaje de desagravio. Visiblemente conmovido me comentó la emoción que le produjeron los largos aplausos de un público colombiano que tiempo atrás lo había abucheado sin compasión.
Lo volví a ver años después en una asamblea de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa) donde advirtió que el narcotráfico se había convertido en la principal amenaza contra la libertad de prensa. En esto no se equivocó el nobel peruano, aunque otras decisiones y pronósticos políticos suyos resultaron desacertados.
Recuerdo que me comentó que no creía que un pueblo amante de la libertad pudiera elegir de presidente a un personaje como Donald Trump, pues esto resultaría “desastroso” para la democracia estadounidense. En Colombia respaldó con fervor a Álvaro Uribe y luego a Duque.
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En 1990 se lanzó a la presidencia y fue derrotado en segunda vuelta por Alberto Fujimori a quien había calificado de “asesino” y “ladrón”. En 2021 apoyó la candidatura de la hija de Fujimori, Keiko, que consideró como un “mal menor” frente a su rival izquierdista, Pedro Castillo.
Keiko fue derrotada, así como lo fueron todos candidatos que, con excepción de Milei en Argentina, respaldó Vargas Llosa dentro y fuera de su país (Bolsonaro en Brasil, Katz en Chile, entre otros). Pero mas allá de sus desaciertos políticos o devaneos sentimentales (remember la Preysler), fue un hombre que se la jugó por lo que creía y se mantuvo fiel a sus ideas, aunque contradijeran tendencias en boga.
A Mario Vargas Llosa hay que recordarlo por su obra literaria. No olvido el impacto que me causó La ciudad y los perros, que me devoré apenas apareció en 1963. Y luego, novelas como La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo —magistral retrato de la dictadura trujillista en República Dominicana— me convirtieron en lector asiduo de quien obtuvo, tardíamente, el Nobel de Literatura.
Aunque no figura como una de sus obras emblemáticas, me fascinó La historia de Mayta, sobre un romántico militante trotskista que pasó la mitad de su vida en la cárcel y cuyo periplo revolucionario presagió la violencia política que sufriría Perú con la aparición de Sendero Luminoso.
Entre gustos no hay disgustos y las opiniones sobre la persona y obra de Mario Vargas Llosa son discrepantes. Yo me quedo con el escritor que defendía con ardor la libertad. Pero aún tengo presente el puñetazo mansalvero que en 1976 le asestó a García Márquez cuando este se acercó a abrazar a su entrañable amigo en un atestado teatro mexicano.
Una agresión insólita que sorprendió a todo el mundo. Imposible de olvidar, difícil de perdonar y que empaña mis recuerdos de Mario Vargas Llosa.
PS: Está muy bien que el presidente Petro alerte sobre los peligros de la fiebre amarilla y recomiende vacunación masiva. Pero su alusión a los "micos muertos de Villarica" y el avance del brote hacia la capital ha creado mucha zozobra. Menos mal el secretario de Salud explicó que Bogota no es zona endemica y no hay motivo para el pánico. Pero el que no se haya vacunado, que lo haga ya.
