Alguien sabe el revés de los tapices, digo, de nuestras vidas, pero es el otro, el fantasma, quien lo teje.
Eduardo Carranza
Durante décadas mi mamá había madrugado todos los días a dictar clases en un colegio del que luego se retiró, ya viuda, como rectora. Ahora llevaba varios años disfrutando en casa de su pensión, lejos del trabajo, de las aulas, de las preocupaciones. Sus hijos acudíamos a acompañarla con frecuencia para charlar con ella y celebrar su sentido del humor. Un mal día comentó que se hallaba molesta porque “las niñas del colegio se han vuelto insoportables”. Quedamos sorprendidos. ¿Qué niñas? Hacía tiempo no tenía contacto con las alumnas. Pronto pasamos de la sorpresa a la alarma, cuando añadió que pensaba convocar de inmediato a los profesores para ver cómo manejaban la situación. Entendimos entonces que algunos comentarios extraños que le habíamos oído en las últimas semanas eran el preámbulo del momento más temido: la llegada del fantasma. Fue como una pequeña muerte.
Las enfermedades de la memoria, que los ignorantes llamamos alzhéimer pese a sus diversos orígenes, son ese espectro que se apodera de algunas personas mayores y pasa a controlar su pasado y su presente. El que teje oscuramente la vida en el revés de los tapices. El que arrastra a su víctima al mundo de la neblina donde suceden cosas impredecibles incluso para los especialistas.
El fantasma es vil, inmisericorde y voraz. En el mundo gobierna a 40 millones de enfermos. En Colombia, a unos 300 mil. Además de cruel, es cobarde. Se solaza sojuzgando a los más viejos, que son los más indefensos y próximos al final. En Colombia, once habitantes de cada centenar entre los 60 y los 85 años padecen el mal de la desmemoria que menciona Cien años de soledad. La proporción alcanza un porcentaje de 33 entre los mayores de 86. Calculo que mi mamá cayó en sus brazos a los 82 años. El monstruo desapareció con ella una madrugada de 2010. Tenía 88.
A medida que transcurre el tiempo, la lista de bajas sigue creciendo. Ya no bastan dos columnas, las de ausentes y presentes. Una tercera, quizás la más amarga de todas, anota a los derrotados en el combate con la memoria. Allí aparecen discretos amigos y conocidos, pero también ilustres compatriotas como Gabriel García Márquez. Y famosos estadistas y científicos y gente del deporte y el arte. A todos daña esta criatura.
Los que más duelen no son los más célebres sino los más cercanos. Personas sencillas que uno conoció por sus capacidades, su brillo, su simpatía terminaron en poder del espectro que todo lo empequeñece, lo mengua, lo destruye. Pienso en O*, brillante ejecutivo, reducido hoy a entretener sus días en pequeños juegos y ejercicios casi infantiles. Pienso en M*, una profesora cuya conversación era una fiesta y ahora se marchita silenciosa y mustia. Pienso en LF*, varios años menor que yo, al que asaltó tempranamente el olvido. Pienso sobre todo en E*, a quien dejé de ver unos pocos meses y esta semana ya no pude encontrarlo más: solo quedan de él vestigios de bondad. Su sabiduría se borró.
A partir de cierta edad vivimos bajo la amenaza del heraldo negro. Quizás llegará el día en que la gente que nos rodea se mire entre sí con resignación o angustia. Pero lo peor es el temor a escuchar pisadas del fantasma que se acerca.
El mazacote máximo
Hace poco, mientras varios preministros alarmados por los efectos de las comidas y bebidas ultracalóricas anunciaban impuestos a los alimentos insalubres, dos poderosas empresas de viandas infantiles festejaron el lanzamiento de un nuevo rey de los postres colombianos, el McFlurry Chocoramo (sic). Se trata de una supergolosina que consta de helado, ariquipe, migas y cubitos de chocolate. Todo un imán para los niños de hoy, todo un problema para los médicos de mañana.
Red Papaz y esta columna encargaron un análisis del tremendo bombón a los profesores Mercedes Mora y Rubén Orjuela. Los resultados señalan que el mazacote excede abrumadoramente el suministro de azúcares libres, energía, grasas saturadas y sodio, y cuadruplica la dosis diaria de energía que requiere un niño de seis años. Hablamos de un chorro de calorías y aditivos químicos que inundará la barriga del guámbito y lo volverá candidato a obesidad crónica, diabetes, caries y enfermedades cardiovasculares, entre otros males. (¡Y pensar que muchos se bajarán el empalagoso magma con ayuda de una gaseosa azucarada...!).
Señalan en su reporte los dos nutricionistas que la información que provee el producto es engañosa y “no aporta ningún beneficio en términos nutricionales: ni vitaminas, ni minerales, ni fibra”. En cambio, esconde grasas trans y saturadas que obstruyen las arterias y aumentan el riesgo de cardiopatía coronaria. Un venenete asustador.
No soy puritano ni estoy libre del pecado de glotonería. Pero, para empezar, tampoco soy ya niño y, además, por razones de salud reduje al mínimo las dosis de postre de natas en mi ingesta (qué horrible palabra para algo tan sabroso). Muy de vez en cuando disfruto un Big Mac y en diciembre no perdono unas tajadas del ponqué Ramo navideño. Pero me escandaliza que la respuesta de las empresas de ultraprocesados a la creciente inquietud pública por la desnutrición de nuestra niñez sea ofrecer un nuevo menjurje que reúne y multiplica lo más dañino de los menús. Deberían saber que el tradicional y célebre Choco Taco, parecido al McFlurry, desapareció hace poco de los estantes de Estados Unidos castigado por la mayor conciencia de los consumidores y el rechazo del mercado. Sentido común, señores. No jueguen con la comida.
ESQUIRLAS. Microantología de Cristóbal Belda, famoso cardiólogo español: “La nueva forma de pobreza no es la delgadez, es la obesidad”... “Aterra la cantidad de pacientes infartados con solo 45 años”... “No des comida ultraprocesada a un niño: el impacto sobre su salud es como si fumara cigarrillos”.