Daniel Samper Pizano
13 Febrero 2022

Daniel Samper Pizano

MACHISMO FEMINISTA

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Hace algunas semanas, cuando Íngrid Betancourt debutó como emperatriz de la unidad del centro político —y, de hecho, única mujer en un concilio de varones—, se desgajó sobre ella una lluvia de alabanzas. Yo me atreví a citar palabras textuales de sus infortunados compañeros de secuestro sobre la conducta que observó ella con sus camaradas durante el criminal episodio. Eran demoledoras. La pintaban como una Bruja Mala, no como el Hada Buena que madame intentaba representar.

Parece que aquella columna en Los Danieles agitó la militancia social ultrafeminista. Me tildaron de machista, de opositor del progreso femenino y de enemigo del género. Eso me cuentan, porque ocurre que yo, por andar leyendo anacrónicos libros impresos y mirando partidos de fútbol, me pierdo el denso foro de filósofos (perdonen: creo que aquí debo agregar “y filósofas”) de las redes. Ya Francia Márquez, a quien sigo admirando como líder social, me había acusado de racista por no estar de acuerdo con ella. De modo que, graduado de segregacionista y antifeminista, ya me faltaban pocos títulos para un honoris causa de la Academia Donald Trump.

Ustedes saben el resto: pocos días después de aquel escrito, Íngrid hizo estallar por sorpresa la alianza que amadrinaba y dio una demostración de vanidad, egoísmo, sectarismo, juego sucio y deslealtad que dejó a todos con la boca abierta. Yo, que la tenía cerrada, me limité a confirmar lo anunciado: la Bruja Mala había desplazado al Hada Buena... Tras el inesperado petardo se esfumó la solidaridad de cuerpo. Se desbordaron entonces las aguas de la represa contra Betancourt que se habían acumulado de manera silenciosa y llegué a leer cuatro artículos contra ella en un solo día en El Espectador. Por fin supe que yo no era el único dispuesto a criticar a una mujer, no por su sexo ni su género, sino por su conducta pasada y presente como animal social de dos patas. Las feministas callaron; habían logrado atemorizar con su acoso a los columnistas y ahora, al levantarse la veda, estaban espantadas al ver con qué gusto se desahogaban en sus artículos los acorralados. Esto revela, tristemente, que el extremismo de género avanza y es capaz de achantar, acomplejar y acallar.

La discriminación antifemenina en Colombia tiene una larga cola histórica y ha permeado los códigos, envilecido las costumbres y arrugado aun a mentes liberales como la del gran Germán Arciniegas, que en los años treinta se opuso al ingreso de mujeres a la universidad. Por fortuna fracasó, y en 1935 se matriculó en la Nacional la primera de ellas. Era Gerda Westendorp Restrepo, hermana media del cura guerrillero Camilo Torres Restrepo y bisabuela de Alejandro Riaño (Juanpis González). Habían pasado 109 años desde la fundación del claustro.

Tan poderoso es el machismo colombiano, que ha conseguido crear una versión de su propio veneno con forma de mujer. Se trata de una militancia extrema, un feminismo que imita el sectarismo tradicional de los machos, pero potenciado exponencialmente por abundantes dosis de corrección política. Podríamos llamarlo machifeminismo.

Una de sus características es carecer por completo de humor. Otra, la intolerancia. Una más es declararse en permanente estado de delique, bajo el peso de ofensas y agravios invisibles o inventados que quizás descifran del aire y exponen con escándalo. Una rama especializada de este mal —el machifeminismo lingüístico— pretende cambiar la lengua para acomodarla a sus gustos personales. Esta desviación cree que basta con modificar las palabras para que se remedie la realidad. Y se engaña, por supuesto: los pobres y desamparados del antiguo diccionario cambiaron: hoy son desfavorecidos en el reparto del ingreso, pero suman muchos más que antes y es mayor su desigualdad respecto a los ricos miserables, definidos en estos tiempos como acumuladores ahorrativos de bienes y servicios.

Una característica más de este frente es la capacidad de aplicar a todas las mujeres o todos los hombres las características que destila en un individuo particular. Si un hombre comete un desafuero con una mujer, ellas interpretan que la razón es obvia: todos los hombres son así. Un chiste en el que aparezca una mujer concreta (una suegra, una novia, una esposa, una hija, una vecina, Juanita Banana, Juana de Arco, Juana la Loca) abarca automáticamente al concepto de lo femenino de manera genérica: entonces hay un agravio colectivo, suenan los timbres, se encrespan las militantes y corren las portavoces a disparar desde los torreones y calificar de bestia machista a la víctima de turno.

Sospecho que hoy esa víctima seré yo, y no solo por 24 horas. El machifeminismo no se detiene y marca con baldones. Algunos amigos jóvenes me advierten del peligro que mis opiniones encierran. “Te van a fritar en las redes”, me previenen. Pues, ¿saben qué? MIUC, como decían los viejos bogotanos. Cuando eso ocurra estaré viendo por televisión un partido de fútbol (el excelente Barça femenino, por ejemplo) o leyendo el delicioso libro de Juan Villoro sobre Ciudad de México. Ni siquiera pienso enterarme.

ESQUIRLAS. 
Profecías: Profeticé la tarea destructiva de Íngrid en la Coalición de la Esperanza y advertí sobre el peligro del alcohol en la política horas antes del penoso discurso de Gustavo Petro con lengua de trapo en Girardot. Ambos augurios ocurrieron. Otro acierto más, y vuelo a comprar lotería.

Dynamite: Parece mentira que empresas de la Organización Santo Domingo, a cuya generosidad debemos el Diccionario de Cuervo, dinamiten hoy el español: sports en vez de deportes (Caracol TV)… lovers en vez de amigos, amantes o clientes (D1).

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