Ciudad Mallorquín: ¿qué hay en el fondo de la discusión sobre el proyecto de vivienda inclusiva?
El proyecto de Ciudad Mallorquín se construye en un lote de 80 hectáreas, de las cuales 45 son útiles. Hasta el 31 de marzo unas 9.000 familias ya habían adquirido o apartado su vivienda nueva, según los constructores.
Crédito: Foto Pablo David
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El Grupo Argos, urbanizador que lidera la obra, y los constructores que desarrollan los proyectos de vivienda, han puesto sobre la mesa los soportes legales y medioambientales para la construcción de las 16.000 viviendas en el área metropolitana de Barranquilla, pero los opositores de la misma siguen atacando el proyecto.
Por: Redacción Cambio
Sentencias de jueces de esquina de barrio, ligeros comentarios de opinadores de radio, teorías científicas en viajes de taxi y hasta serias columnas de opinión, conceptos técnicos de especialistas y pronunciamientos oficiales de autoridades administrativas y ambientales, entre otros. La conversación sobre la construcción de Ciudad Mallorquín en el área metropolitana de Barranquilla está abierta como uno de los principales temas de la agenda ciudadana y ha terminado por motivar la discusión sobre el desarrollo urbano y social de la urbe más poblada del Caribe colombiano.
Sobre la mesa está el análisis de la construcción de la nueva Barranquilla, con oportunidades de vivienda digna para más personas, el déficit habitacional local y el manejo que se le debe dar a este proceso. Hasta ahora, como suele ocurrir en muchos de estos temas tan complejos, la misma discusión parece haber navegado más entre mitos que entre realidades legales y científicamente sustentadas. Además, sobre sospechosos intereses que promueven una avalancha de opiniones y señalamientos negativos en contra del proyecto; y la legítima defensa de los promotores de la construcción de las viviendas.
Para entrar en contexto, lo primero que hay que precisar es que Ciudad Mallorquín es un megaproyecto inmobiliario liderado por la división de Negocio Urbano del Grupo Argos y del que participan diez de las constructoras más grandes del país, entre las que se destacan Amarilo, Bolívar, Colpatria, Marval y Conaco, entre otras. Y que, debido a su tamaño, negar la necesidad de una discusión constructiva de su impacto natural en el tema social, económico, urbanístico y medioambiental sería una irresponsabilidad.
El proyecto se construye en una de las zonas de expansión urbana más apetecidas en el área metropolitana de Barranquilla, específicamente en la conurbación con el municipio de Puerto Colombia. A unos pocos metros de importantes universidades, reputados colegios privados, clínicas, centros comerciales, sitios de entretenimiento y a no muchos minutos de la playa. Y, por si fuera poco, también está en un cuadrante en donde se construyen un buen número de calles internas y que cuenta con varias vías de acceso y zonas de expansión para las mismas. De allí que muchos le tengan el ojo puesto.
Ciudad Mallorquín abarca 80 hectáreas de terreno, de las cuales 45 son útiles. Proyecta la construcción de 16.000 viviendas, de las que 14.200 son de Vivienda de Interés Social (VIS). Lo que quiere decir que más o menos 40.000 personas ahora tendrán la oportunidad de vivir en esta privilegiada zona, en donde hasta hace poco tiempo solo se construían residencias costosas e inalcanzables para la gran mayoría.
Ese, sin ser el único, es uno de los puntos que genera mucho ruido contra Ciudad Mallorquín. Es decir, parece que a algunos residentes y constructores no les suena mucho la idea de que a su zona lleguen vecinos multiestrato, para definirlo de una manera técnica.
Ricardo Plata Cepeda, un reconocido dirigente gremial de la ciudad y líder de opinión, planteó hace algunos días, a manera de reflexión constructiva, que cierto activismo en contra de Ciudad Mallorquín podría estar motivado, precisamente, por la negativa de algunos ciudadanos que ven el proyecto como algo de menor “nivel económico”.
Para tratar de explicar lo que, desde su punto de vista, puede estar ocurriendo y en conversación con CAMBIO, Plata trajo a referencia el término NIMBY, curioso acrónimo de la frase en Inglés: “Not In My Backyard”, que significa literalmente “no en mi patio trasero”. Pero, que principalmente es usado para referirse al hecho de que vecinos de estratos altos protesten contra la construcción de edificaciones que consideran que alteran su vida y sus vecindarios, especialmente si se ponen conjuntos de viviendas de un nivel económico más bajo o VIS, como el caso de Colombia.
El término no es creación de Plata, sino que fue propuesto desde finales de la década de 1970 del siglo pasado por diferentes investigadores y científicos sociales. Y desde esos días se comenzó a hablar de cómo la aceptación de este tipo de conductas termina por promover la segregación y anchar la brecha social y económica de la mayoría de los ciudadanos al negarles el acceso a viviendas dignas y entornos adecuados.
Para Plata este tipo de reacciones humanas, donde los otros no son bienvenidos, “son de una especie de tribalismo social” y le parece lamentable, si es así, que haya unos ribetes o rasgos de clasismo en esta reacción tan desmedida en contra de que unos grupos importantes de gente que viven en el área metropolitana de Barranquilla, es decir que son barranquilleros, ahora puedan mudarse a un sitio donde van a estar mejor.
“Muchos de ellos vienen de orígenes de barrios que posiblemente fueron desordenados y ahora vienen a sitios mucho más ordenados, más limpios, con mobiliario urbano de primera calidad, como en otras partes de la ciudad. Bienvenidos que estén más cerca, que progresen, gracias a las políticas de gobiernos recientes y, sobre todo, a sus propios esfuerzos”, dice Plata.
¿Una ciudad dentro de la ciudad?
Con corte al pasado 31 de marzo, 9.217 de esas 16.000 viviendas disponibles ya habían sido adquiridas o apartadas y alrededor de 600 familias ya habitan el complejo inmobiliario. Lo que quiere decir que Ciudad Mallorquín ya es una realidad impostergable.
De ese grupo de nuevos vecinos hacen parte, desde el 3 de agosto de 2023, Alejandra Mejía, su esposo y sus dos hijas. Después de largos años buscando oportunidades que les permitieran comprar su primera vivienda familiar, una de las hijas de Alejandra se enteró del proyecto de Mallorquín. Aun sin dinero se aventuraron a conocer el sitio, no había nada, solo los primeros movimientos de tierra. Pero, la sola ubicación sirvió para convencerlos. El trabajo de la hija como entrenadora física en gimnasios del norte de Barranquilla fue uno de los argumentos principales. Fue ella quien asumió los trámites bancarios.
Durante tres años, proceso que se alargó por la pandemia del covid-19, la familia batalló para mantener equilibrada la balanza entre ahorros e ingresos con el contrapeso de la suma de la cuota inicial, la financiación y el préstamo del banco. En medio de todo, la hija tuvo un accidente y terminó por dejar el trabajo, las esperanzas se perdieron por días. Pero, replantearon, buscaron más dinero, cada uno puso lo que pudo. Lo que habían dejado inicialmente para adecuación lo tuvieron que abonar a los pagos. En la constructora les creyeron y el banco aprobó finalmente. “Fue una montaña rusa de emociones”, confiesa Mejía.
Antes vivían en el barrio Chiquinquirá, en una zona comercial pegada al centro de Barranquilla. En una cuadra rodeada de locales viejos, talleres de mecánica, parqueaderos de buses intermunicipales. “Prácticamente, no teníamos vecinos para compartir. Nuestra vida estaba limitada al trabajo y al encierro en la casa. Las hijas pasaban vacaciones donde una tía para que no estuvieran expuestas a los peligros en ese sector. Aquí la vida nos cambió. La diferencia es del cielo a la tierra”, dice emocionada, mientras pasea por el parque central de Ciudad Mallorquín.
Cuando se le habla de las críticas y cuestionamientos de temas como la movilidad, el medio ambiente o la cantidad de habitantes, Mejía dice que no entiende el porqué de la discusión y cómo puede haber gente que no le guste que otros puedan vivir mejor.
“Han hecho todo lo posible por tener un entorno bonito y por cumplir todas las normas”, señala y, además, cuenta que el solo hecho de mudarse también trajo otros cambios familiares: el esposo ha ido creciendo en su negocio de venta de pollo, una de sus hijas está fuera del país trabajando, la otra cambió de empleo y ella empezó con un teletrabajo en una empresa mexicana de medicina estética.
Otro de los cuestionamientos a la obra ha sido la cantidad de habitantes que tendrá y el impacto que esto genera. Uno de los argumentos expresados por los críticos tiene que ver con el cambio del uso del suelo en que se construye el proyecto y la variación del número de viviendas permitidas. Para esto se ha hecho alusión a que en 2007 lo que es hoy Ciudad Mallorquín era una Zona de Uso Múltiple Restringido (ZUMR) en la que están autorizadas densidades máximas de diez casas por hectárea, según el Plan de Ordenamiento de la Cuenca Hidrográfica de la Ciénaga de Mallorquín y los Arroyos Grande y León (POMCA). En 2017, sin embargo, el Plan fue rediseñado por la Corporación Autónoma Regional del Atlántico (CRA) y determinó que el área donde ahora se construye pasó a ser un Suelo de Expansión Urbana.
En respuesta a las críticas por el número de viviendas, Argos ha señalado que previo al inicio de las actividades, “para desarrollar el proceso constructivo del urbanismo, se obtuvieron todas las autorizaciones por parte de la autoridad ambiental competente”. Y que “con ocasión del permiso de aprovechamiento forestal otorgado, la autoridad aprobó un plan de compensación en áreas de ecosistemas equivalentes”. Además, el proyecto está enmarcado dentro de lo que puede llamarse como “ciudades de proximidad” o “ciudades de 15 minutos”, en donde la densidad genera la demanda para atraer usos complementarios como el comercio y la mejora del transporte público.
Dice la urbanizadora que con los servicios cerca se reducen desplazamientos en vehículos particulares, contribuyendo a disminuir la congestión vial y las emisiones de CO₂. Y que, asimismo, en este caso, habilita la llegada de servicios públicos y la construcción de un comercio de gran superficie, una sede de una caja de compensación familiar, un centro comercial y una estación de servicio. Lo que garantizará una mezcla de usos en beneficio de los habitantes y del medio ambiente, dado que este desarrollo requiere de menos área frente a otros proyectos.
Manuel Moreno, arquitecto con estudios de maestría en medio ambiente y arquitectura bioclimática, señala que la densidad urbana, explicada en términos sencillos, consiste en la relación de número de habitantes por alguna unidad de área, como la hectárea en este caso. Y que tiene varias formas de verla. Es decir, que puede entenderse como una carga o un factor que favorece a la vida de la ciudad.
Por un lado, algunos urbanistas y ambientalistas abogan porque las ciudades sean más densas, para que estas expandan menos su mancha urbana, lo que permite brindar mayor cantidad de servicios robándole menos espacios a la naturaleza. En estos casos todos los servicios públicos se vuelven más eficientes. Es decir, hay un mejor uso del espacio. Y en teoría hace que se pueda ir caminando a la mayoría de los sitios.
Y en contra, una alta densidad puede tener lo que usualmente puede ser una queja en cualquier ciudad grande, que exige mayor control a la contaminación y los espacios para habitar serán más compactos y caros. Un ejemplo claro es la zona de Manhattan, en Nueva York, donde es un lujo de millonarios vivir, explica Moreno.
La gran paradoja, según el especialista en urbanismo, está en que muchos queremos tener las ventajas de la vida del campo, como jardines, árboles, animales; y al mismo tiempo, vivir cerca de los sitios que necesitamos, como hospitales, colegios, universidades, comercios. “Como si no estuviéramos dispuestos a pagar el precio que esos beneficios conllevan. Es mejor ir a pie al colegio o la universidad, pero si vives en un vecindario de casas de 2.000 metros cuadrados, difícilmente lo vas a poder hacer”, puntualiza.
Moreno cree que casos como el de Ciudad Mallorquín no pueden verse desde un solo ángulo, por eso la idea, al tratarse de un proyecto organizado y planificado por años, es que se intente desarrollar con los menores desbalances. Además, que es clave que las autoridades de planeación de Puerto Colombia, en vista de que en cinco años la densidad creció casi al doble, deben plantearse la necesidad de revisar su modelo de desarrollo urbano y pensar qué quieren que suceda ahí.
“Si hay manera de que la institucionalidad pueda dialogar de forma más pareja con urbanizadores, está en nuestras manos como ciudadanos que eso pase. La Ciudad Mallorquín merece estudiarse mejor y bien, observar, seguirla, para ver qué pasa, para tratar de replicar lo bueno y revisar lo malo que pueda salir de ahí”, señala.
Otras miradas del proyecto
Desde hace nueve meses, Roberto Barros, su esposa Ángela Herrera y su hijo Samuel, de siete años, son otra de las familias que viven en Ciudad Mallorquín. Ambos padres son ingenieros electrónicos y trabajan buena parte del tiempo desde su apartamento.
Después de ocho años de casados y de vivir en arriendo en diferentes barrios populares de Barranquilla, hace tres años, cuando escucharon los rumores de que detrás de la Universidad del Norte iban a construir un proyecto inmobiliario, entablaron comunicación con las diferentes constructoras, su prioridad era una buena ubicación geográfica. Barros dice que el cambio ha sido positivo para todos, que ahora viven de una forma más sofisticada y con diferentes condiciones. De eso destaca la accesibilidad a parques y zonas verdes para caminar o hacer deporte, a los centros de salud donde los atienden y los centros comerciales.
“Los cuestionamientos sobre el tipo de vivienda, siempre se ven. Personas del sector lo critican de manera jocosa, por la cantidad de apartamentos, la movilidad, los parqueaderos, el tipo de gente que va a vivir. Pero, no nos han afectado mucho esos comentarios algo clasistas de gente que no le gusta compartir su espacio con otros. Todo aquel que se dé la oportunidad de ver qué tipo de personas van a vivir en Mallorquín se va a dar cuenta de que es gente luchadora, clase media, que quiere salir adelante”, señala Barros.
Una de las cosas que han sorprendido a los padres de Samuel son las redes que los habitantes ya han creado para tratar de apoyarse y facilitar la adaptación al nuevo espacio. Por ejemplo, como su hijo estudia un poco lejos, entre varias familias se organizan para turnarse la recogida en los colegios y hacen viajes en carros compartidos.
Mercedes Botero, profesora emérita de la Universidad del Norte y psicóloga que trabaja en diferentes iniciativas de construcción de ciudadanía, dice que desde la perspectiva social, en este caso, la voz más legítima es la de los que ya habitan o van a habitar el proyecto.
“Se habla de movilidad social, desde una perspectiva de escalar en niveles socioeconómicos, y eso es mucho más. Por ejemplo, los vecinos, que ya se aproximan a 620 familias, trabajaron por establecer un compromiso de apoyarse. Por eso, el desarrollo del territorio lo veo en el largo plazo, con familias disfrutando un espacio seguro, sostenible, gente honesta y respetuosa”, cuenta.
Lo destacable del proyecto, explica Botero, es que se trata de una sociedad mixta de personas que se unen por diferentes motivaciones: algunos se mudaron por cercanía a los lugares de estudio de sus hijos; otros para tener su primera vivienda, porque no pueden comprar en otros sitios que tengan las mismas condiciones; algunos buscando seguridad o personas mayores que buscan tranquilidad; y otros, por puro olfato e intuición invirtieron.
“Nuestra valorización humana y ecológica no la pueden poner en juicio. Vengan a conocer y no se dediquen a juzgar lo que pasa”, agrega la líder, quien ya ha venido desarrollando actividades con los nuevos vecinos.
La conversación sobre Ciudad Mallorquín está más encendida que nunca y seguro son muchas las voces serias que faltan por pronunciarse o ser escuchadas no solo sobre el impacto social del proyecto, sino también sobre otros temas igual de álgidos, como la movilidad y el medio ambiente, que sin duda darán para llenar muchas páginas. Mientras tanto, la discusión en Barranquilla sigue, pero con el paso de los días, parece que se derrumban los argumentos más flojos para abrirle paso a la realidad.