La constituyente (ya) no es un atajo

Después de que las personas manifestaran su deseo de una nueva constitución por medio de la llamada séptima papeleta, se convocó a una Asamblea Nacional Constituyente en 1991.

Crédito: Colprensa

2 Junio 2024 03:06 am

La constituyente (ya) no es un atajo

El exministro de Justicia Yesid Reyes analiza en este texto para CAMBIO por qué tomar atajos para convocar a una constituyente equivale a ignorar la voluntad popular.

Por: Yesid Reyes

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Por voluntad popular, desde el plebiscito de 1957 la Constitución de 1886 consagraba una única vía para ser reformada: a través de Actos Legislativos aprobados por el Congreso en dos legislaturas. Aun cuando otras modificaciones habían sido exitosas, los presidentes López Michelsen y Turbay Ayala no lograron sacar adelante sus proyectos en ese sentido; el primero de ellos intentó hacerlo recurriendo a una Asamblea Nacional Constituyente, cuya convocatoria fue avalada por el Congreso a través de un Acto Legislativo que fue demandado por Álvaro Echeverry, quien en 1991 fue constituyente por la Alianza Democrática M-19.

La Corte Suprema de Justicia, que hasta entonces venía afirmando que carecía de competencia para pronunciarse sobre la exequibilidad de las enmiendas constitucionales varió su criterio, y argumentando que ellas debían hacerse dentro de los parámetros fijados por la propia Constitución asumió su análisis. Como la única opción que existía normativamente era a través de Actos Legislativos, la Corte concluyó que cuando el Congreso delegó en una Asamblea Nacional Constituyente la posibilidad de cambiar la Constitución violó una de sus normas.  A su juicio, la facultad de reforma que el constituyente primario le había entregado al Congreso, en cuanto poder emanado del pueblo, era indelegable.

El atajo de la constituyente buscaba evadir el debate en el Congreso y dejarlo en manos de un grupo de personas cuya conformación podría llegar a manejarse de tal forma que alterara las fuerzas políticas que el voto ciudadano había llevado al Congreso. Por esa vía se abría la posibilidad de eludir la confrontación con las minorías que en el legislativo pudieran llegar a oponerse a los cambios que el gobierno quería proponer en temas tan sensibles como la estructura y funcionamiento de la rama judicial, y la configuración de la administración departamental.

En palabras de la Corte, las normas de la Constitución deben ser acatadas “sin consultar intereses distintos a los del bien común, no importa si otros intereses cualesquiera exhiben en sus manos los denominados ‘factores reales del poder’”. “El gobernante únicamente puede hacer y nada más, aquello que le está atribuido expresa y previamente por la ley. No hay poderes de facto, ni poderes incondicionales. La extralimitación de la competencia, su desvío, su usurpación aún su misma omisión, acarrean nulidad de lo actuado y responsabilidad del funcionario. […] Así se ha racionalizado el poder, eliminando los factores y motivos irracionales de las decisiones de cualquier órgano estatal, válidas tan solo cuando son acordes con la ley”.

La reforma que adelantó el presidente Turbay Ayala, aun cuando había sido respaldada por el Congreso respetando las directrices de la Corte, fue demandada por vicios de forma. Cuando se filtró a la opinión pública la noticia de que se la declararía inexequible por una ajustada votación, el gobierno nacional expidió un decreto que variaba el porcentaje con el que debían producirse este tipo de decisiones, exigiendo el voto afirmativo de las tres cuartas partes de los integrantes de la Corporación, en lugar de la mayoría absoluta que consagraba el estatuto orgánico de la administración de justicia. La Corte inaplicó esa norma por inconstitucional y, adicionalmente, resolvió que la iniciativa gubernamental objeto de análisis era inexequible.

Estos dos fracasos sirvieron de base para que se afirmara que ni el Congreso ni la Corte dejaban renovar la Constitución (pese a que por entonces ya había sido modificada más de 70 veces), lo que aunado a la tesis de que la violencia que aquejaba al país se debía a la vetustez de ese conjunto normativo, desembocó en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 que expidió la actual Carta Política. La ruta jurídica por la que se llegó a esa figura es bastante gris, como de manera detallada y reiterada ha expuesto en varias de sus columnas Alfonso Gómez Méndez. La séptima papeleta no tuvo soporte legal, su contabilización fue ordenada por un decreto de estado de sitio, ni su conteo ni sus resultados parecen haber ocurrido, y la Asamblea fue convocada a través de otro decreto de estado de sitio.

foto de asamblea
Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Crédito: Colprensa.

Esta constituyente fue, como la que ya había ideado López Michelsen, un atajo para reformar la Constitución. Pero quizás debido a que eran conscientes de ello, los redactores del actual texto se ocuparon de ampliar los mecanismos para permitir esas transformaciones, incluyendo de manera expresa los mecanismos del referendo y la Asamblea Constituyente. El recurso al voto directo del pueblo ahora es posible porque así lo autorizó el constituyente primario, pero de manera reglada y con la participación tanto del Congreso como de la Corte Constitucional.

Esa reglamentación busca respetar el deseo de los electores que escogieron a los integrantes del Congreso, permitiendo que en el trámite de las modificaciones propuestas se escuche la opinión de todos ellos. Convocar una Constituyente sin pasar por el Congreso equivale a ignorar la voluntad popular que lo conformó; lo que en el fondo se busca es deslegitimar de facto su composición invocando el aval de aquellos que comparten las políticas gubernamentales, y desconociendo la voz de los que no comulgan con ellas. Esa forma de intentar recomponer unas mayorías por fuera del Congreso, lleva a la vulneración de los derechos de quienes no comparten las decisiones del gobierno que llegó a serlo por haber obtenido más votos.

Pese a que cuando se hace referencia a los regímenes democráticos se suele destacar la importancia de las mayorías, su verdadera virtud radica en el respeto de las minorías, pues solo preservando su derecho a disentir por los conductos legales se les garantiza la posibilidad de llegar a constituir una mayoría, ejemplo de lo cual es el actual presidente. Para que ese eje central de la democracia se mantenga incólume, las reformas deben seguir los cauces consagrados en la propia Constitución. La época de los atajos terminó, y ocurrió precisamente por mandato de quienes en 1991 actuaron invocando su condición de representantes del clamor ciudadano.

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