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La democracia que contempla su muerte
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Para el analista y catedrático Mauricio García Villegas, la sociedad debe estar mucho más alerta de lo que hasta hoy ha estado ante la posibilidad de que sus ciudadanos opten, democráticamente, por sacrificar la democracia. Y, con ella, su libertad.

Los seres humanos apreciamos la libertad. Siempre queremos tener la posibilidad de decidir por nosotros mismos, sin un poder que nos imponga lo que debemos hacer o pensar. No sólo queremos ser libres como individuos, sino vivir en una sociedad donde el Gobierno obedezca a la voluntad de los ciudadanos; lo dicen la filosofía moderna, los discursos políticos, y en eso creemos los ciudadanos. Pero, ¿estamos realmente tan apegados a la libertad como creemos? ¿Realmente preferimos la libertad a la obediencia ciega a una autoridad que nos cautiva? O’Brien, el personaje creado por George Orwell en su libro 1984, dice lo siguiente: “La humanidad es débil y puesta a escoger entre la libertad y el placer opta por el placer”. Tal vez tenga razón.
Digo esto pensando en la posibilidad de que la democracia se anule a sí misma y que la mayoría de los ciudadanos decida libremente entronizar a un gobernante autoritario. ¿Qué tan probable es que el pueblo le ceda su libertad a un déspota que le promete ideales nacionalistas, campañas gloriosas o, simplemente, un placer que adormece su mente?
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Hay que pensar en la posibilidad de que la democracia se anule a sí misma y que la mayoría de los ciudadanos decida libremente entronizar a un gobernante autoritario
Esta no es una preocupación nueva, como lo muestran los siguientes tres autores célebres: Étienne de La Boétie, Alexis de Tocqueville y Aldous Huxley.
La Boétie, en el siglo XVI, escribió un libro sobre la servidumbre voluntaria en el que sostiene que lo que aterra del ser humano no es la obediencia que asume frente a un tirano desalmado, sino la obediencia querida, voluntaria, que a veces le presta a ese tirano. La libertad es frágil y con frecuencia la perdemos queriendo perderla.
Alexis de Tocqueville, en la primera mitad del siglo XIX, pensaba que en el futuro (que es nuestro presente) la dominación y la sumisión tendrían un carácter muy distinto. No habrá un tirano visible y temible que subyugue a un pueblo atemorizado, sino un poder invisible que gobernará a partir de pequeñas reglas que, en lugar de destruir la voluntad de sus súbditos, las ablandará y las doblegará; será un poder que “no tiraniza ni mortifica ni reprime ni enerva, sino que apaga, embrutece y, a la postre, reduce a toda la nación a un rebaño de animales tímidos e industriosos, cuyo pastor es el Gobierno”, decía.

En Un mundo Feliz, Aldous Huxley describe una sociedad del futuro en la que el Estado, por medio del suministro de drogas, controla el bienestar de los ciudadanos. Todos viven sin sobresaltos, en medio de una serenidad inducida. Han perdido la libertad, pero han ganado el placer.
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El liberalismo es una filosofía política que le pone límites al poder para proteger la libertad de los individuos. La imposibilidad de que el Gobierno abuse es la garantía de los derechos individuales. John Locke, uno de sus representantes más conocidos, decía que el poder sólo podía gobernar a través de leyes previamente establecidas por las mayorías políticas. Eso es lo que dice la teoría, lo que repiten los políticos y lo que creemos, pero ¿es eso suficiente para garantizar la libertad?
Tal vez lo fue algún día, pero hoy es poco probable que lo sea. No sólo hay que controlar al poder para proteger la libertad: también hay que ponerle límites a la sociedad civil porque en ella se pueden engendrar fuerzas que pongan las instituciones democráticas a su servicio. Esta idea tampoco es nueva. Durante la revolución francesa se promulgó la Ley Le Chapelier, que limitaba el derecho de asociación bajo el supuesto de que no podía haber organizaciones privadas que tuvieran el poder de competir con el Estado. En una democracia, decía Isaac René Guy Le Chapelier, su promotor, nadie puede tener la capacidad de ponerse por encima de la ley.
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En las democracias actuales le prestamos mucha atención a la primera garantía (control del Gobierno), pero descuidamos la segunda (control de la sociedad) porque subestimamos la capacidad que tienen los grandes poderes económicos para capturar las instituciones y para moldear la conciencia de los ciudadanos o, mejor dicho, para hacer esto último en aras de conseguir aquello. Cada día crece el temor de que las grandes corporaciones como Google, Meta o Amazon, que controlan buena parte de la comunicación en el mundo, estén adquiriendo la capacidad para manipular la mente humana y así moldear las preferencias de los individuos, avivar algunas de sus emociones en detrimento de otras y encasillar su imaginario de lo posible, lo conveniente y lo justo. Los ciudadanos están queriendo lo que les han hecho creer que quieren; de esta manera amarran su voluntad sin darse cuenta, sin la presencia de un poder despótico que lo constriña. No está de más volver a citar a Alexis de Tocqueville cuando dijo:
“Veo una inmensa muchedumbre de hombres semejantes e iguales que dan vueltas sin reposo sobre ellos mismos para procurarse placeres pequeños y vulgares, con los que llenan su alma. Cada uno de ellos, tomado aparte, es como extraño al destino de todos los otros: sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana; por lo que hace a sus conciudadanos, él está al lado de ellos, pero no los ve; les toca, pero no les siente; no existe sino en sí mismo y para él solo, y, si bien tiene una familia, se puede decir que lo que ya no tiene es patria”.
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Cada día crece el temor de que las grandes corporaciones como Google, Meta o Amazon, que controlan buena parte de la comunicación en el mundo, estén adquiriendo la capacidad para manipular la mente humana
Me pregunto si el mundo que nos ofrecen hoy los grandes poderes económicos a través de sus redes sociales y de sus medios de comunicación no se está pareciendo cada vez más al que pintaban La Boétie, Tocqueville y Huxley. ¿Significa eso que debemos deshacernos de esas redes y esos medios? Por supuesto que no; lo que significa es que la democracia debe crear las condiciones bajo las cuales el ejercicio de la libertad sea posible y, en ese sentido, debe establecer controles a las redes sociales y a los medios de comunicación para que estos no destruyan la libertad de los ciudadanos, ni se aprovechen de su inclinación a la sumisión voluntaria.
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La democracia constitucional contempla mecanismos para evitar que una facción política, que por definición obedece a sus intereses particulares y no al interés general, se apodere del aparato estatal. Esos mecanismos que limitan el ejercicio del poder no son del todo exitosos (persisten fenómenos de concentración de poder, por ejemplo, del poder ejecutivo que obstruye al poder judicial o del poder electoral capturado por los partidos políticos) pero, en términos generales, funcionan. Con respecto a organizaciones privadas que tienen capacidad para doblegar al Estado o para moldear la conciencia ciudadana, en cambio, los controles son insuficientes o no existen. Esto es particularmente evidente en las campañas electorales, las cuales se han vuelto negocios en los que los políticos invierten y en donde ganan los candidatos con mayor capacidad para exacerbar las emociones de la población votante. Un político estudioso y reflexivo que presenta una propuesta bien fundamentada está cada vez más en desventaja con el político que no tiene otro proyecto que el de capitalizar el malestar de la gente, exacerbando el resentimiento y el odio, para ganar unas elecciones.
Las reglas electorales que rigen durante las campañas políticas son anacrónicas, están pensadas para épocas en las que no había redes sociales, existían unos consensos básicos entre los partidos políticos, y la información era poco vulnerable ante las teorías conspirativas y las fake news. Todo esto es materia de debate hoy, y es muy probablemente que en los años que vienen veamos controles más drásticos en materia de difusión de la publicidad, regulación de las redes sociales y financiación de las campañas.
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Las reglas electorales que rigen durante las campañas políticas son anacrónicas, están pensadas para épocas en las que no había redes sociales
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La reciente elección de Donald Trump en los Estados Unidos, con la ayuda y complacencia de los grandes poderes económicos, en particular de multimillonarios dueños de redes sociales como Elon Musk, es un campanazo de alerta para la democracia. Tal parece que los dueños de las grandes fortunas han entendido que la mejor manera de capturar las instituciones democráticas es moldeando la mente de los ciudadanos a partir de las redes sociales y los medios de comunicación, y poniendo su voluntad domesticada al servicio de sus intereses. No quiero ser fatalista ni decir algo que se parezca a una teoría conspirativa de los ricos del mundo contra la mente de los ciudadanos indefensos. La realidad es mucho más complicada que eso; las explicaciones basadas en la división entre ricos y pobres casi siempre son, por decir lo menos, incompletas.
No obstante, creo que los ciudadanos debemos estar mucho más alerta de lo que hasta hoy hemos estado ante la posibilidad de que ellos opten, democráticamente, por sacrificar la democracia y, con ella, su libertad, y que esa posibilidad esté siendo alentada por poderes económicos que adormecen su mente para que apoyen lo que ellos quieren.
