Daniel Samper Ospina
25 Febrero 2024

Daniel Samper Ospina

COSAS QUE NO ENTIENDO DE PETRO

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Quise visitar a Laurita Sarabia en su nuevo despacho de subpresidente de la República el mismo día en que me enteré de que, en un gesto de austeridad, y dado que el mismo presidente denunció que las finanzas del Estado están al borde del colapso, el Gobierno anunció la apertura de embajadas claves en Haití, Senegal, Angola, Nueva Zelanda, Etiopía, Guayana, Senegal y Barbados: lugar este último en el que, al menos por motivos capilares, me sentía pleno para clasificar como embajador. Me negaron la dirección del Invima y Armandito no se dignó siquiera a responderme la carta en que le imploraba nombrarme en la FAO: lo único que me quedaba, entonces, era acudir a la mandamás del Gobierno y rogarle nombramiento en Barbados, siquiera un consulado en Malpelo:

“Señorita Laura —pensaba decirle, como si, más que presentarme en su oficina, lo hiciera en un canal de la Perubólica—, señorita Laura, ¡quiero ser tu embajador!”. 

Ella diría entonces: 

—“¡Que pase el desgraciado!”, ante lo cual el suspendido canciller Leyva ingresaría al despacho y me haría entrega formal de un pasaporte diplomático firmado por su hijo y de una riñonera con el logo de Colombia, potencia mundial de la vida, para guardar los viáticos, todo esto mientras sonaban las notas marciales del himno nacional y yo abrazaba a mi familia. 

Si Daniel Quintero suena para una dignidad diferente a la de dirigir el Inpec (cargo que deberían ofrecerle desde ya para que se vaya acostumbrando al lenguaje de los reclusos), imposible que no se pongan la mano en el corazón conmigo —pensé—: soy de lo mejorcito del samperismo. Y este es el gobierno de las segundas oportunidades. 

Entiendo que existan personas críticas de la manera en que nuestro presidente Berto maneja la nómina oficial: hace seis meses retiró del Gobierno en simultánea tanto a Laurita Sarabia como a Armandito Benedetti con ejemplares y sentidas palabras en que hablaba de dignidad y de transparencia; y, sin que ninguno de ellos hubiera despejado sus dudas frente a la justicia, esta semana los nombró de nuevo, y en idénticos cargos: al exembajador lo nombró como embajador y a la exjefa de gabinete como jefa de gabinete. En el gobierno del cambio, este ha sido el mejor cambio de todos: no cambiarlos. O mejor: cambiarlos a los dos. Para que nada cambie.

Y, sin embargo, considero que, al menos en el caso de Laurita, el nombramiento es un acierto, porque —digámonos la verdad— el presidente Berto parece dueño del mundo. Destaco su paciencia con nosotros, el acto de humildad de viajar de todos modos a Colombia, observar nuestra realidad, opinar de nuestros ínfimos problemas. Pero cada vez que interrumpe su agenda internacional para fijarse en nuestras miserias, es el planeta mismo el que pierde a un líder: es la etnia cósmica la que queda a ciegas: ¡son las gentes del sur que salen en búsqueda del agua líquida de los deshielos del norte los que pierden la luminosa voz que les señala el sendero de la salvación, mientras el mandatario galáctico se ve obligado a referirse al desfalco de cuarenta carrotanques en La Guajira, entre otras nimiedades!

Lo mínimo para que pueda expandir su liderazgo por las estrellas del universo, pues, es contar con una mujer como Laurita: alguien que maneje por él los asuntos cotidianos de la administración pública. Hablamos de una mujer astuta y hábil, y sin embargo generosa, que seguramente permitirá al presidente Berto convertirse en su segundo de a bordo. Porque así es Laurita: amiga de sus amigos. Ya la veo dueña de todo, sí, pero asignándole al presidente Berto tareas menores, aunque importantes, que exigen confianza, como firmar un decreto, legalizar un nombramiento o acompañarla en determinados viajes. Porque uno de los privilegios con lo que regresa la señorita Laura es precisamente ese: viaticar en dólares otra vez. 

Lo cual podría propiciar escenas como esta: Laurita sale al exterior y, a su regreso, el maletín de los viáticos en efectivo nuevamente se refunde. Laurita, entonces, entra en cólera y exige que, sin excepción alguna, se les practique el polígrafo a todos sus subalternos, incluyendo al presidente Berto.

Ordena entonces a los miembros de inteligencia del Ejército y de Casa Militar —que, según el nuevo cargo, deben rendirle cuentas— llevar al mandatario al sótano de Palacio. Pide a un estafeta que desempolve el polígrafo que ella misma usó en su momento con Marelbys Meza: está en uno de los depósitos donde se guardan los Crocs que dejó Uribe, el frac color naranja de Juan Manuel Santos, una silla Rímax que se le quedó a Pastrana, la caja de dientes de Gaviria y las guitarras de Duque. Y una faja de Samper.

Dispone que le acomoden electrodos en el pecho al abnegado prócer, encimita de su corazón grande. Y lo somete ella misma a un cuestionario para averiguar de veras quién es el primer mandatario, dilucidar sus principales misterios: ya no con preguntas del estilo de ¿qué sucedió en la campaña presidencial para quedar hipotecado a Armandito Benedetti y a Laurita Sarabia de este modo?;  ni siquiera del tipo de ¿qué significa “agenda privada”?, o alguna que podría proferir el mismo Jorge Enrique Robledo, como ¿diga sí o no si usted nació en Zipaquirá y no en Ciénaga de Oro? 

Sino asuntos más trascendentales, las cosas que no entiendo de Petro: ¿cómo distingue usted a Nicolás del otro Nicolás? ¿Su hermano se está poniendo implantes capilares? ¿Dónde durmió cuando Íngrid Betancourt le rompió la cama? Aun: ¿por qué denunció que le estaban dando un golpe de Estado en un trino escrito en árabe? ¿Y por qué firmó ese trino con el nombre de Gustavo Berto? ¿Se encuentra bien? ¿Hay alguien ahí adentro?

Y sobre todo: ¿tiene ya embajador en Barbados, siquiera cónsul en Malpelo? ¿Aceptaría una recomendación? 

Pero cuando estaba a punto de golpear las puertas de Palacio, me arrepentí. Imaginé que la propia Laurita firmaba el decreto de mi nombramiento y que se enamoraba de mi riñonera para cargar sus propios viáticos. A cambio me ofrecía la faja que olvidó mi tío Ernesto. Era otra forma de cambiar para que nada cambie.

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