Daniel Samper Pizano
12 Febrero 2023

Daniel Samper Pizano

LA BOLSA Y LA VIDA

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Mientras el país debate sobre metros subterráneos, trenes elevados y aviones de guerra, en La Guajira los niños aborígenes mueren de desnutrición y nadie cumple las órdenes perentorias de alimentarlos que impartió al gobierno la Corte Constitucional en 2017. La Colombia inhumana que esta tragedia representa empieza a aparecer ante el público en sus verdaderas dimensiones. Ocurre que detrás de las ya famosas mochilas wayús, quienes las tejen y sus familias son víctimas de una vieja y cruel enfermedad: el hambre.

Los wayús constituyen un pueblo de 380.000 colombianos esparcido por el desierto que malviven gracias a pequeños trueques, paupérrima producción agropecuaria, algo de turismo y las citadas mochilas artesanales. Estas talegas de lana y pelos de chivo son iconos nacionales y pan para los indígenas. 

Sus coloridos diseños dan la vuelta al mundo y despiertan la admiración de glamurosas revistas y desfiles de moda. En internet se venden por precios que oscilan entre unos 350 mil y casi 2 millones 200 mil pesos la unidad (70 y 350 dólares). En almacenes elegantes hay que pagar sumas dos o tres veces más elevadas. Nada de esto llega a las rancherías. Las mujeres guajiras solo reciben participaciones sensibles de las tiendas solidarias. El éxito de su artesanía beneficia mucho más a los intermediarios, imitadores y fabricantes en serie que a las auténticas trabajadoras, pese a que desde 2011 la denominación de origen es propiedad registrada.

Sus bolsas son su vida. Terminar una sola de estas mochilas les toma una semana con todos sus días y parte de las noches. En su sociedad matriarcal, las mujeres lideran al grupo doméstico y lo sostienen. Al final, reciben solo 60.000 pesos por cada artículo: menos que la cuarta parte de un salario mínimo. De tan precaria suma pagan las materias primas, la comida de su familia y otros gastos. “Las mujeres —dice la periodista Isabela Puyana en un reportaje sobre los wayús (Publimetro, febrero de 2023)— deben caminar durante horas para a comercializar sus productos”. En los largos viajes, que a veces consumen cuatro y cinco horas a pie, dejan la prole al cuidado de una vecina que poco puede hacer por los tepichis si acusan síntomas de deshidratación o desnutrición.

Por eso se están muriendo los niños en la Guajira. Por pobreza. Por desnutrición. Por sed. Por enfermedades que tan solo significarían un leve contratiempo para los habitantes de la ciudad. 

Un etnólogo comentó a la reportera: “Cada día la situación de los wayús empeora”. En realidad, lleva cinco siglos empeorando. Estos primitivos precolombinos, cuyas mujeres lucen vistosas mantas y los maridos humildes taparrabos, fueron los primeros habitantes de nuestro país que divisaron en la playa hombres de barba espesa y espada al cinto. Ocurrió en septiembre de 1500, cuando el conquistador Alonso de Ojeda desembarcó en el Cabo de la Vela. El litoral desértico no prometía grandes cosas. Juan de Castellanos describe la escena en su extenso poema de 113.609 versos publicado en 1589: “Es costa de cardones y de espinas, estéril y de secos arenales”. Algo parecido cantará Leandro Díaz cuatro siglos más tarde en su merengue El cardón guajiro. 

Castellanos recuerda en su crónica que, al alejarse del litoral,  hallaron “campos estendidos, grandes llanos”. En fin, “tan gran riqueza, que no puede medirse su grandeza”. Pero la “gran riqueza” no estaba reservada para los primitivos pobladores sino para contrabandistas, marimberos, políticos corruptos y empresas multinacionales que explotan el carbón o el gas.
Como ocurrió con los indios kocinas, casi todas las tribus que compartían el territorio norte de Colombia y Venezuela desaparecieron en medio de guerras con los europeos y con otros aborígenes. Los wayús, en cambio, abrieron sus ranchos, acogieron a extraños de diversas razas y colores (pardos, mulatos, negros, mestizos), se adaptaron a una nueva realidad, y sobrevivieron. 

Sobrevivieron, pero su situación sigue degradándose. Hace cien años, cuando todavía no se los denominaba wayús, pescaban perlas en el mar, conseguían dosis suficientes de agua en unos pocos ríos y quebradas, recogían y permutaban sal, criaban chivos y cuidaban algunas plantas. Hoy la tierra reseca acoge pocos cultivos y el agua ha desaparecido casi por completo, secuestrada por el desvío de corrientes y represas inútiles (Ver el documental El río que se robaron, de Gonzalo Guillén). La pandemia y el cambio climático envilecieron aún más el medio ambiente. Hasta los burros en que montaron los nativos durante décadas son pasto de delincuentes que los roban y acuchillan para exportar sus pieles. 

La crónica de marras es una perturbadora alarma. Ella recoge datos y testimonios sobre la tragedia de esta comunidad, mucho más deprimente que cuanto revelan las cifras del Estado. Baste con señalar que los ochenta y cinco niños wayús cuya muerte por desnutrición fue reconocida oficialmente en 2022, son muchos más. Esos angelitos, según invocó Violeta Parra, serían en realidad ciento cuarenta y cuatro.

Entre otros beneficios, como los minerales de exportación y el comercio —legal o no—, Colombia debe a La Guajira dos de sus símbolos internacionales más reconocidos: las mochilas y el vallenato. El epicentro creador de paseos, puyas y merengues es la comarca donde crece el cardón. Valledupar ha sido formidable caja de resonancia del vallenato, pero, con algunas excepciones, esta música tiene ciudadanía guajira. Allí se acunó la leyenda macondiana de Francisco el Hombre. Allí nacieron grandes compositores, como Leandro Díaz, Emiliano Zuleta, Luis Enrique Martínez y Carlos Huertas. Y grandes acordeoneros, como Juancho Rois y Colacho Mendoza. Y grandes cantantes, como Diomedes Díaz y Silvestre Dangond. 

Mientras tanto, ocultos por mochilas y sonidos de acordeón, los niños wayús siguen muriendo de hambre, esa enfermedad vieja y cruel pero perfectamente curable.


 

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