Ana Bejarano Ricaurte
11 Febrero 2024

Ana Bejarano Ricaurte

TOGAS SACUDIDAS

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Son históricas las manifestaciones contra jueces en todas las esquinas del planeta. Hace tres años el Tribunal Supremo de Polonia enfrentó enormes protestas al amenazar con rebelarse en contra de algunos mandatos de la Unión Europea. En Estados Unidos, la Corte Suprema ha sido objeto de todo tipo de estrategias de presión desde la sociedad civil, cada vez que va a pronunciarse sobre algo trascendente. 

Acá en Colombia recuerdo los días enteros que pasamos estudiantes de Derecho de muchas universidades al frente de la Corte Constitucional mientras pedíamos que rechazara la segunda reelección de Álvaro Uribe. Cada vez que en los altos tribunales se tomarán decisiones con respecto a los derechos reproductivos de las colombianas la 12 con 8ª se llena de colectivos feministas hasta altas horas de la noche.  

La justicia, como rama autónoma del poder público, tiene el deber de soportar la protesta que la encare. Las decisiones que se toman en algunos tribunales de cierre en diversas jurisdicciones del mundo tienen enormes consecuencias de todo orden en la vida de la población. Lo justo y razonable es que la gente pueda protestar y hacerse sentir. Es una de las maneras en que la sociedad puede conversar con quienes toman las decisiones, en especial con aquellos cuya toga a veces los ubica muy lejos de la discusión pública. 

No es cierta, e incluso es bastante problemática, la idea según la cual las altas cortes tienen derecho constitucional a trabajar sin el ojo auscultador de la sociedad encima. Esta semana se vio a todo tipo de opinadores en redes sociales intentando justificar que está prohibido presionar a la Corte Suprema de Justicia, como si la autonomía judicial fuese un escudo protector que garantizara a los jueces la posibilidad de no enfrentar el ímpetu de la sociedad civil. 

Precisamente por eso la Corte Constitucional ha podido revisitar temas cerrados. Porque se entiende que las condiciones sociales cambian y ello también debe reflejarse en las decisiones judiciales, para que en efecto conversen con su contexto. Incluso ha desarrollado la doctrina del derecho viviente, para llenar sus análisis y consideraciones de la realidad que a veces escapa a los secos procederes judiciales. Lo mismo puede y debe ocurrir con la elección de un funcionario tan poderoso como el fiscal, especialmente cuando el último arrasó con todo a su paso. 

Desde muchos sectores legítimos y respetuosos de la sociedad civil colombiana proviene el justo reclamo de que se elija una nueva fiscal. Claro que tenemos derecho a exigirle a la Corte Suprema que señale cuál es el problema de la terna que le ha sido presentada y además cuáles son las explicaciones que ofrece al país al permitir que quede encargada en interinidad —quién sabe por cuánto tiempo— una funcionaria vergonzosamente cuestionada sin que aún se ofrezca explicación satisfactoria alguna. A propósito, nadie en la Corte ha denunciado presiones de esas fuerzas oscuras que batallan desde distintos frentes para que no se modifique la estructura de una Fiscalía que se corrompió. 

Y a pesar de que todo esto es cierto, el presidente Gustavo Petro supo equivocarse (una vez más) al convocar una manifestación para el día en que la Corte se reuniría de nuevo: era obvio que los enemigos del gobierno y la ultraderecha iban a aprovechar para decir lo que dijeron, sin ser cierto. Es el resultado de la ya manida estrategia de este gobierno de manosear la protesta social para gobernar. 

Como si el reclamo de la gente que pide que se nombre a una nueva fiscal y se evite además que quede en interinidad una funcionaria cuestionada y esbirra de otro peor fuese propiedad del ejecutivo. 

No, se equivoca, señor presidente. Ese reclamo es nuestro, de la ciudadanía y actores que intervenimos con el sistema de justicia, de las personas interesadas en que ande bien. No se pide una nueva fiscal para favorecerlo a usted. 

Fue entonces un error de cálculo y un riesgo innecesario, porque además lo expuso a que cualquier desmán o violencia que ocurriera en las marchas fuese atribuible al Gobierno. Que en caso de demostrarse sí sería una amenaza grave de la institucionalidad democrática. 

Autorizó además el relato del Petro desinstitucionalizador, porque cualquiera que se hubiese aparecido allá a ejercer violencia sería inmediatamente imputado al presidente, con o sin pruebas. Y de paso posibilitó que ese sector ideológico que repudió y excusó todo tipo de vejámenes contra la justicia ahora pose de su defensor con gritos hipócritas y vacíos de “la corte se respeta”. Precisamente porque la respetamos es que le exigimos que cumpla su labor. 

El viernes la Corte Suprema de Justicia expidió un comunicado con el justo pedido de no tener que enfrentar situaciones de violencia, pero también exigió poder trabajar “sin presiones”. Una cosa son las injerencias indebidas en un proceso y en los trámites propios de un estamento judicial. Eso está prohibido, como también lo está amenazar la vida o seguridad física de esos funcionarios. Pero otra muy diferente es callar la demanda legítima de un sector importante de la sociedad que pide a gritos una nueva fiscal. Y Petro no es el dueño de ese reclamo. 

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