"Déjese encontrar": la búsqueda de desaparecidos en el cementerio de Cocorná
17 Diciembre 2023

"Déjese encontrar": la búsqueda de desaparecidos en el cementerio de Cocorná

Crédito: CAMBIO-José Báez

CAMBIO acompañó a un equipo de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas en el cementerio de Cocorná, Antioquia. En Colombia hay 104.000 desaparecidos. Este es el relato de cómo los familiares buscan de manera desesperada a sus parientes.

Por: Pía Wohlgemuth N.

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Cambio Colombia

 

“¡Esa es la camisa!”, dice Camilo Andrés Giraldo Restrepo, nieto de Juan Rafael Giraldo, un hombre desaparecido en 2004 en la vereda Santa Ana, municipio de Granada, Antioquia. La camisa está en un ataúd, al lado de un cuerpo que acaba de ser exhumado del Cementerio de Cocorná, en el mismo departamento. La estructura del camposanto –que tiene más de 220 años de historia– es blanca, circular. Las golondrinas y los buitres, que parecen instalados allí desde el principio de los tiempos, acompañan, en contraste macabro, a los vivos que visitan el lugar y a los que vienen a enterrar a sus muertos.

gallinazos

Camilo y su familia vienen a desenterrarlos. Estuvieron allí a finales de noviembre, cuando un equipo forense de 13 personas de la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas se dispuso a analizar 38 de 73 cuerpos sin identificar que están distribuidos en 61 bóvedas, y otros dos cuerpos con nombre y apellido que nadie ha reclamado. Hay 157 cuerpos con nombre y apellido pero sin doliente, de los cuales 50 murieron en el contexto de la guerra.

La Unidad de Búsqueda tiene la tarea de hallar a 104.000 desaparecidos en todo el país, mediante la identificación de sus huellas dactilares, su carta dental, su ADN y una indagación minuciosa de su vida. El trabajo puede tomar varios años. 

Solo en el oriente antioqueño la guerra dejó alrededor de 3.152 desaparecidos, de los 24.000 que hubo en todo el departamento. Es la región de Colombia donde se ha documentado el mayor número de ejecuciones extrajudiciales o mal llamados falsos positivos. 

"La muerte huele a humedad, sobre todo en las zonas más tropicales".

Al ver la camisa a rayas que sale del ataúd, la familia de Juan Rafael Giraldo piensa que la búsqueda ha terminado. Camilo está seguro: “¡Qué camisa más fina, no se pudrió!”. Paola Chavarro, la antropóloga forense que lidera la comisión que fue al cementerio, pone sobre una mesa la prenda, de rayas gruesas azules y moradas.

“Guardaron los huesitos ahí en una bolsita”, añade Diana Giraldo, una de las hijas de Juan Rafael. Era el empaque especial forense de la Fiscalía, que ya había abierto la bóveda, aunque ninguno de ellos lo sabía.

La última vez que Diana y su hermana Edith vieron a su papá, en 2004, vestía una camisa de rayas muy similar. Por eso, creen que se trata de él. "Tiene que ser él", afirman. 

camisa

“Íbamos a hacer la molienda. Yo me devolví por algo que se me había olvidado en la casa donde dormíamos. Mi mamá estaba llorando, un soldado le estaba apuntando con un fusil. ‘¿Amá, qué pasó?’. Me dijo que se iban a llevar a mi papá, pero que ahorita él volvía”, cuenta Diana.

Minutos antes, Camilo vio a un soldado acechando a su abuelo por detrás de la bagacera, en donde se seca la caña. Otro más le dio un culatazo en las costillas. “Lo desinfló. Mi abuela y yo nos aferramos a mi abuelo. Yo lloraba, les decía que no, que no. Pero nos empujaron y nos dejaron ahí, dijeron que tenían que hablar con él”, cuenta Camilo.

Diana llegó con Edith. Los soldados las golpearon y se llevaron a su padre. Juan Rafael le entregó las llaves a su esposa. Después de varias horas, las tres salieron a buscarlo por la carretera principal, que conecta a Medellín con Bogotá. No apareció.

"Édgar López sintió por mucho tiempo que un cuerpo fresco olía a fríjoles. Hace unos 30 años empezó su carrera en Medicina Legal".

“Al día siguiente, mi mamá y mi hermana caminaron hacia la vereda La Playa. Alguien les dijo que habían visto a unos soldados pasar con un señor, y les contaron que oyeron disparos. Mi mamá vio unas ramas de caña afiladas y ensangrentadas. Demás que no solo lo mataron, sino que también lo torturaron”, agrega Diana, segura de que el cadáver de la camisa a rayas es su papá, que acaba de aparecer, después de más de 19 años de búsqueda.

Pero, ¿se trata en verdad de él?

***

Es difícil saber la edad de una persona que ha muerto hace tantos años, como Juan Rafael Giraldo. Es más sencillo cuando se trata de un niño, un bebé o alguien muy joven, por los procesos que los huesos sufren durante esos años. Los adultos tienen 206 huesos, los bebés tienen muchos más. Cuando nacemos, algunos huesos están unidos por cartílago que, con el paso de los años, se va transformando. Los huesos en los hombres terminan de crecer alrededor de los 23 años y en las mujeres un poco más temprano, más o menos a los 20 años.

Por ello, a simple vista, es difícil saber si el cuerpo con la camisa a rayas es en verdad el de Juan Rafael. Aparte, en los casos de falsos positivos solían cambiar la ropa de las víctimas y, por ello, la camisa no es una prueba contundente.

Saber el sexo biológico es aún más complicado. Para poder dar un rango se necesita combinar datos, mirar los dientes, el grosor de los huesos de la mandíbula y del esqueleto. Las mujeres tienen un cráneo más grácil, sus mandíbulas son más redondas, en general, sus huesos son menos robustos que los de los hombres.

"Colombia es un país que acumula muertos".

“Las pelvis de los hombres son como un cuadrado, las de las mujeres están diseñadas estructuralmente para permitir el paso del feto al nacer”, responde Paola, mientras analiza un cuerpo diferente al que podría ser el de Juan Rafael. 

Ese cuerpo tiene algo peculiar: la pierna derecha conserva la forma de la piel plegada en su contacto contra el fondo del ataúd. Ahora tiene una textura acartonada. La mano está abierta hacia arriba, como la de alguien que acaba de morir. Es un fenómeno cadavérico, se llama momificación.

Paola eleva con sus manos las tres piezas de la pelvis. Julián Arias, antropólogo, compara las piezas con las fotos de un libro de antropología forense.

libro

La odontóloga forense Érika Usme revisa los dientes. Está segura de que era una persona adulta, pero no pueden determinar su sexo. Esa será una tarea de Medicina Legal.

Aunque estaba en una bóveda marcada con las iniciales de la guerrilla desmovilizada de las Farc, no ven signos de violencia en ese cuerpo que le hubieran podido ocasionar la muerte. 

Dos días atrás, el 27 de noviembre, no buscaban a Juan Rafael, sino a una mujer: María Mary, de 17 años, desaparecida en 1991. Su hermano Mario está en el cementerio. Él tenía 12 años y vivía en una vereda de San Carlos cuando un guerrillero de las Farc les avisó que iban a llevársela, reclutada.

“No pasaron sino ocho meses. Mandaron la razón de que no contáramos ya con mi hermanita y que había quedado acá en Cocorná, junto a otros cadáveres marcados como NN”, cuenta. Observa, a unos tres metros de distancia, mientras los forenses revisan el cuerpo momificado.

mario y sabina

“Yo estoy tranquilo”, comenta Mario, hablando con un acento paisa pausado, mientras los forenses avanzan en el trabajo de abrir cuatro de diez bóvedas marcadas como "PNI Farc" (Persona No Identificada). Tal vez, en alguna de ellas, esté su hermana. 

Mario quiso comprobarlo en la década de los noventa. No le preguntó a nadie, porque era un peligro hacerlo en un tiempo en que a los campesinos del oriente los señalaban de guerrilleros, por cuenta del poder que tenían el ELN y las Farc en toda la región. Podían reclutarlos, amenazarlos, asesinarlos, ya fueran las guerrillas, ya fueran los paramilitares, ya fuera el Ejército.

Vio las bóvedas: NN, 1992. Supo, aunque sin pruebas, que en alguna de esas estaba María Mary. Se fue con el plan de regresar años después a visitarla.

“'¿Será que sumercé me regala una sonrisa?', le dice Érika a Maribel Noreña, quien abre la boca, inclina la cabeza hacia atrás y se ríe, mientras mira sus dientes. Érika es odontóloga forense y quiere comparar la dentadura de la joven con la del cuerpo que hallaron en la bóveda 141".

En 2008 lo hizo, aprovechando el entierro de una persona conocida. Cuando llegó, encontró desocupadas las bóvedas en donde más de diez años antes le habían dicho que estaba su hermana. No había rastro de ella.

“Pienso que en esos días habían movido los huesitos. Sentí tristeza, porque al menos ahí era más fácil identificarlos, pero ahora está más complicado, porque no sabe uno dónde están, si los pasaron para atrás o los echaron a las fosas comunes”, cuenta Mario. En casi todos los cementerios hay fosas comunes. Son agujeros: en el caso de Cocorná, como cuartos alargados y altos, con una puerta pequeña a la altura del techo, por donde arrojan los cuerpos que nadie reclama. A veces, cuando no hay más espacio, van a parar allí. 

Mario prefiere irse a su casa a mediodía, le avisa a alguien del equipo y sale del cementerio. “Más bien, ustedes me van avisando…”. 

Mario

Sabina Carmona, investigadora del equipo, estudió por casi tres años la historia de quienes podrían estar desaparecidos en el cementerio de Cocorná. Sabe que en 1992 llegaron dos cuerpos de mujeres a este cementerio, el mismo año en que mataron a María Mary, supuestamente en combate.

La investigadora entiende bastante bien a personas como Mario, por eso se comunica tranquilamente con las víctimas: su propio papá fue desaparecido. Era un líder social en el fallido proceso de paz del Caguán y apareció muerto un mes después.

El equipo de investigadores en Cocorná busca entender el pasado para la identificación de cuerpos, basándose en entrevistas, archivos, ONG y colaboraciones con la JEP, que han aportado información sobre las acciones del Ejército (2002-2003) en el oriente antioqueño, donde militares perpetraron asesinatos de personas inocentes y los hicieron pasar como muertos en combate.

El general (r) Mario Montoya y otros comandantes presionaban por las “bajas”, alimentando una máquina de muerte perversa. El propio Montoya niega su responsabilidad, a pesar de las pruebas. Los casos de falsos positivos siguieron por años en la institución, incluyendo 2004, cuando desapareció Juan Rafael, abuelo de Camilo, papá de Diana y Edith. La JEP sigue investigando.

***

Paola Chavarro mide 1,60, sus ojos son oscuros, usa gafas, su pelo es negro, ondulado. Antes trabajaba en arqueología preventiva. Encontraba patrimonio arqueológico en zonas donde se realizaban obras o proyectos que necesitan un permiso ambiental, y revisaba qué tanto podía afectarse durante esos procesos. Ahora se dedica a buscar desaparecidos de la guerra.

Paola

Ella sabe que todo tiene que comprobarse con evidencia. Entiende que familias como las de Juan Rafael sientan que la búsqueda terminó por cuenta de una camisa a rayas que se parece a la de su familiar desaparecido, pero no se apresura nunca a dar conclusiones. No hace ni dice nada que pueda alentar esperanzas falsas. Su lenguaje es científico e institucional. Aún así, aprende de cada cuerpo: puede notar cuando algunos, estando con vida, sufrían de dolor en el cuello por cargar bultos, que tuvieron que trabajar desde muy jóvenes o que no podían ir al odontólogo y se les caían los dientes. “Ve uno muchas cosas de la vida de las personas. Y yo les converso sobre eso, ‘qué me vas a contar, qué me vas a decir, qué me vas a enseñar’”, dice Paola.

La antropóloga confiesa que les habla a los cuerpos. “Me despido. Cuando se van al proceso de identificación o los que se van a quedar acá en custodia del cementerio, cuando ya están en las bolsas en el instituto, les digo que espero que encuentren pronto a su familia”.

“¿Y les pides que te hablen?”, le pregunto. “Siempre cuentan, los casos más difíciles son cuando están incompletos, ahí siempre hay algo que contar. O cuando estamos buscando en campo abierto, acá les da risa porque yo les digo ‘bueno, ya, suficiente, ya ha durado mucho tiempo aquí solo, déjese encontrar, porque estamos con el hermano, estamos con el amigo, estamos con el sobrino, déjese encontrar’”.

Así como algunos desaparecidos le cuentan cosas a Paola, hay personas que por medio de brujería les piden a los fallecidos que se comuniquen. En el cementerio de Cocorná, este equipo encontró, por separado, dos huevos entre las bóvedas. En uno de los casos, los forenses alcanzaron a pensar que se trataba de la cabeza de un feto, porque estaba en pedazos, cerca de la pelvis del esqueleto.

De hecho, la Iglesia, que administra el cementerio, movió de bóvedas algunos de los cuerpos porque alguien las había "vandalizado". Descubrieron que un hombre se metía a dormir con los muertos. Por eso, la Unidad se encontró más de un cadáver desordenado. En otras ocasiones han visto velas, amarres y muñecos que parecen vudús.

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Van a ser las tres de la tarde de ese lunes 27 de noviembre, cuando aparece un cuerpo que podría ser el de una mujer joven en la bóveda 61. Quizá una niña, quizá se trate de la hermana de Mario, pero es mejor no sembrar ninguna esperanza.

Ese cuerpo es el primero que encuentran en Cocorná que parece haber sido de una combatiente. Tiene una serie de marcas negras que podrían ser prueba de que, tal vez, se quemó con fuego o en una explosión. Además, tiene dos pedazos de bala entre sus restos.

Los huesos están en mal estado. Rotos, desordenados. Un hongo se reparte por el cráneo destrozado, la columna vertebral y las piernas. Casi todo el esqueleto es negro, tiene algunas partes de color marrón rojizo, y el hongo es una capa blancuzca que brilla como escarcha al recibir el sol. Ese color es inusual en restos de tantos años, porque nada brilla en un esqueleto. Lo metálico, como las balas, se vuelve verdoso, se oxida y deja marcas en el hueso. 

“Es mejor no acercarse sin tapabocas”, dice María Camila López, antropóloga forense. La belleza del hongo, plateado cuando recibe luz, es engañosa. Julián Ramos, criminalista del equipo, advierte que respirar muy de cerca es peligroso. Las esporas —células de los hongos que funcionan como semillas; gracias a ellas se reproducen— pueden entrar por la nariz y llegar a los pulmones.

Paula González y Madeleyne Zapata escribieron en su tesis de grado de Antropología en la Universidad de Antioquia que los hongos de los géneros Aspergillus y Penicillium son los más comunes en restos humanos. Por lo general, “disuelven componentes orgánicos e inorgánicos del hueso”.

"A veces se hace la excavación y no se encuentra ni un solo hueso, pero encuentras la estructura de las prendas y sabes que ahí había alguien. Pueden ser animales o los hongos que se come toda la estructura, huesos, dientes, todo. Es muy agresivo", señala Érika.

Cuando Érika, la odontóloga, palpa uno de los dientes de este cuerpo, sabe que puede romperse. El hongo se alimenta de él, lleva años masticando los restos: “Los dientes son los huesos más fuertes del cuerpo humano”, dice.

Limpian el cuerpo lo mejor que pueden, pieza por pieza. Separan cada parte en bolsas transparentes. Lo alistan en una bolsa blanca que ponen junto a otros cuerpos que van a llevar a Medicina Legal cuando termine la comisión en el cementerio.

El Instituto de Medicina Legal cruza el ADN proporcionado por la Unidad de Búsqueda con el banco genético de personas desaparecidas. El ADN es la prueba definitiva. Pero esa entidad tiene cerca de 25.000 cuerpos pendientes por analizar. El trabajo toma mucho tiempo, aunque hayan recibido resultados de intervenciones de la Unidad y la JEP durante los últimos años.

La identificación y entrega de desaparecidos de Dabeiba, un cementerio con una proporción de desaparecidos similar a la de Cocorná que la JEP intervino desde 2019, está solo en un cuarto de camino. Además de estos casos, Medicina Legal también recibe cuerpos de la violencia urbana de manera regular. Colombia es un país que acumula muertos.

Por ello, el equipo de la Unidad intenta mandarle solo cuerpos completos cuando es necesario, es decir, cuando están muy descompuestos o cuando con la investigación y el trabajo de campo no hay indicios de quién podría ser esa persona. En ese caso, Medicina Legal debe hacer el trabajo más a fondo en el laboratorio. De lo contrario, el equipo de la Unidad envía tan solo una muestra y lo demás se queda, empacado, en una bóveda del cementerio.

El trabajo de Gabriel Rodríguez y de Julián Ramos, criminalistas del equipo, es cuidar la cadena de custodia. Deben seguir el paso a paso de los cuerpos que el equipo trata de identificar, incluyendo esos que se llevan hasta Medicina Legal, en bolsas blancas y marcadas. En ocasiones, deben dormir con ellos en el cuarto de los hoteles en donde descansan, en el camino de regreso después de una comisión.

La muestra que eligen para llevarse, cuando no es todo el esqueleto, no es tampoco cualquier parte del cuerpo. Solo unos huesos sirven para el análisis de laboratorio: la tibia, el fémur o el húmero. En la mitad de los huesos se encuentra la médula ósea y de allí se extrae el ADN. Si están en muy mal estado, pueden enviar un diente que se haya conservado bien. Ese lo escoge Érika, la odontóloga.

Gabriel también se encarga, entre otras cosas, de cortar esa porción de hueso en el laboratorio que instaló el equipo en la parte trasera del cementerio de Cocorná. “Saber que uno está cortando con una segueta ese hueso que alguna vez tuvo vida es impresionante, es muy interesante. Se siente como cortar madera, es un poquitico más duro”, comenta.

Él también usa un taladro de punta fina para abrir un agujero en el húmero izquierdo, que se va a quedar en el cementerio. Allí pone un chip, que parece una lágrima, y pega un rótulo que lleva un código de barras. Este sirve como un documento de identidad para ese cuerpo, que otra entidad del Estado puede leer con un escáner. 

chip

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El tacto, el olfato, la vista. La búsqueda de los desaparecidos activa cada sentido. La muerte tiene un poco de todo.

No es inusual confundir huesos con madera en una tumba. Cuando están frescos, se diferencian por el color y textura, pero es difícil notar la diferencia cuando un cuerpo lleva años guardado en un ataúd, sobre todo si lo han movido, lo han desordenado, como lo hacía el hombre de Cocorná que se metía a dormir en las bóvedas. 

Excavar bajo tierra —a veces en zonas en las que el Estado nunca ha llegado, después de trayectos de ocho horas en mula y otras cinco, seis, siete a pie— es todavía más complicado: los huesos se confunden con raíces, piedras, ya se han vuelto parte del ecosistema y su color cambia.

“El tejido esponjoso de los huesos humanos es muy característico”, explica Paola. Aunque en todos los huesos se puede ver esa textura semejante a la de un coral marino, la zona en que el fémur se junta con la pelvis, conocida como epífisis proximal, es una de las más evidentes. “Cuando el hueso tiene algún tipo de alteración que nos permite ver el tejido esponjoso, se ve de una forma y con una distribución particular que, al tocarlo, así esté seco, tiene una estructura distinta a la de la madera”, agrega la antropóloga.

Paola

Pero a campo abierto no sólo se encuentran huesos humanos. “Ese tejido esponjoso, el ancho del canal medular, también nos permite diferenciarlo de los huesos de animales. Nos hemos encontrado huesos de vaca, pero son diferentes”, cuenta Paola. Incluso, hay otras estructuras de la naturaleza, como los termiteros, los panales, que se camuflan como huesos humanos. Mirando de cerca, los forenses deben determinar qué es qué.

Los olores. Uno de los fotógrafos del equipo, Édgar López, sintió por mucho tiempo que un cuerpo fresco olía a fríjoles. Hace unos 30 años empezó su carrera en Medicina Legal, hizo decenas de necropsias, que aprendió a llevar a cabo viendo a su papá, que trabajaba en la institución. Cuando abría los cadáveres, se le venía a la mente el olor pegajoso del plato tradicional de Antioquia.

Los huesos de los muertos de tanto tiempo, como los que podrían ser de Juan Rafael y otras víctimas que están en este cementerio, despiden olores mucho más sutiles. A humedad, casi siempre. La muerte huele a humedad, sobre todo en las zonas más tropicales, en donde el calor selvático invade hasta los agujeros tapados con cemento en donde descansan los fallecidos.

Hay olores que se impregnan en la ropa, en el pelo de los forenses: “Una vez vi una persona en estado de licuefacción, que es cuando todos los gases del cuerpo se conservan y se vuelven líquidos. El cuerpo estaba tan envuelto en plástico que los gases no tuvieron por dónde salir y se quedaron ahí impregnados. Olía terrible, eso fue muy duro, nos tocó con los trajes de bioseguridad, dos guantes, gorros, gafas, tapabocas, y el olor se impregna mucho, penetra, libera como una fuerza. Uno intenta llegar a bañarse enseguida”, recuerda Gabriel.

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“¿Será que sumercé me regala una sonrisa?”, le dice Érika a Maribel Noreña, quien abre la boca, inclina la cabeza hacia atrás y se ríe, mientras mira sus dientes. Érika es odontóloga forense y quiere comparar la dentadura de la joven con la del cuerpo que hallaron en la bóveda 141. Maribel es hermana de Diego Orlando Noreña, nacido en 1981, reclutado por las Farc en 1997, muerto en 2006.

Diego

Si es su hermano, podría haber coincidencias en la mordida, en la forma de su sonrisa. Ella es otra de las víctimas que convocó la Unidad de Búsqueda para visitar el cementerio, en donde podría estar un familiar suyo, similar a como se hizo con los seres queridos de Juan Rafael.

Orlando Arias, uno de los sepultureros, golpea los bordes de la tapa de cemento con un hacha de doble filo. Cede después de varios golpes, revelando un ataúd con madera descubierta. Alejandra Poveda, topógrafa, registra la ubicación y las medidas de la bóveda —allí suelen ser de 2.30 a 2.40 metros de profundidad y 60 centímetros de cada borde—, mientras Édgar documenta detalles con tarjetas amarillas y fotografías.

Paola, la antropóloga jefe, examina la bóveda y junto con Orlando y Darío Alzate, el otro sepulturero, retiran parte del ataúd. Su superficie se desprende, y con brochas, limpian el polvo que cubre los huesos. En silencio, todos observan mientras se revela el cuerpo con medias y calzoncillos. El equipo decide que enviará a Medicina Legal el cuerpo completo —para que cruce el ADN con toda la base de datos genética de desaparecidos— y también una muestra aparte, para que la compare directamente con los genes de la familia de Diego. El resultado que indique su identidad puede tardar, incluso, años.

Érika se inclina para examinar de cerca, y se produce una conversación en voz baja. En frente, Miguel, Lucía y Maribel, padres y hermana de Diego Orlando Noreña, observan con atención. El equipo de la Unidad no puede estar seguro de que es él.

***

Diecinueve años después de la desaparición de Juan Rafael, Sabina Carmona y los otros dos investigadores de la Unidad han recolectado toda la información de la bóveda en donde podría estar el papá, el abuelo, el que solía vestirse a rayas: la necropsia, los documentos de la parroquia, los testimonios.

Ese 29 de noviembre de 2023, Sabina nota rápidamente que la camisa no es como la de la descripción conocida por ella: las rayas deberían ser delgadas, blancas y azules. Paola, Julián y María Camila recomponen la forma, unen las piezas del esqueleto, en silencio.

Le falta una pierna. Le sobra un ojo de vidrio. Camilo ya lo sabe.

—No es él.

familia

 

 

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