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El día más triste en la vida de Gabriel García Márquez
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¿Quién le recomendó al escritor colombiano más grande de todos los tiempos que huyera del país porque había un plan en su contra?
Por: Armando Neira
Es posible que Gabriel García Márquez (Aracataca, Magdalena, 6 de marzo de 1927-Ciudad de México, 17 de abril de 2014) nunca imaginara que iba a estar en los billetes que pasan a diario por las manos de sus compatriotas. Allí aparece su rostro sereno, junto a su figura, de pie y con liqui liqui de algodón, rodeado de las mariposas amarillas. Lo acompañan en el reverso indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta.
Todo en ese billete de 50.000 pesos es tan colombiano como lo era él. Su popularidad contrastaba con su timidez: “Me estorba (la fama). Lo peor que le puede ocurrir a un hombre que no tiene vocación para el éxito literario, en un continente que no estaba preparado para tener escritores de éxito, es que sus libros se vendan como salchichas. Detesto convertirme en espectáculo público. Detesto la televisión, los congresos, las conferencias, las mesas redondas…”, le dijo a su amigo Plinio Apuleyo Mendoza en El olor de la guayaba. El título del libro es un homenaje a los instantes en que la nostalgia por su país lo atrapaba.
Así como le costaba manejar sus condiciones de celebridad, también le ocurría con los temores que siempre lo acompañaron, como volar en avión: “El único miedo que los latinos confesamos sin vergüenza, y hasta con un cierto orgullo machista, es el miedo al avión. Tal vez porque es un miedo distinto, que no existe desde nuestros orígenes, como el miedo a la oscuridad o el miedo mismo de que se nos note el miedo. Al contrario: el miedo al avión es el más reciente de todos, pues solo existe desde que se inventó la ciencia de volar. Yo lo padezco como nadie, a mucha honra, y además con una gratitud inmensa, porque gracias a él he podido darle la vuelta al mundo en 82 horas, a bordo de toda clase de aviones, y por lo menos diez veces. No; al contrario de otros miedos que son atávicos o congénitos, el del avión se aprende. Yo recuerdo con nostalgia los vuelos líricos del bachillerato, en aquellos aviones de dos motores que viajaban por entre los pájaros, espantando vacas, asustando con el viento de sus hélices a las florecitas amarillas de los potreros, y que a veces se perdían para siempre entre las nubes, se hacían tortillas, y había que salir a medianoche a buscar sus cenizas del modo más natural: a lomo de mula”, dijo alguna vez.
¿Cómo sería, entonces, el miedo a tener que coger de prisa un avión porque la extrema derecha de su propia tierra lo tenía en la mira con tan inciertas como tenebrosas consecuencias? Fue el miércoles 25 de marzo del año 1981, posiblemente el día más triste en su vida.
Llegó, de noche, asustado al aeropuerto El Dorado, en Bogotá, con su esposa Mercedes Barcha, bajo la protección de la embajadora de México María Antonia Santos, quien los dejó al pie de un avión de Aeroméxico y se aseguró de que saliera ileso porque aquí la violencia estatal andaba sin freno.
En este caso, hay que remontarse al 7 de agosto de 1978 cuando asumió la presidencia Julio César Turbay Ayala, un mandatario que era objeto de burlas. Sus opositores ironizaban por su ausencia de un título universitario, su voz nasal y sus corbatines, aunque en simultánea, le temían. De hecho, sus votantes fueron a las urnas seducidos porque prometió mano dura para enfrentar “los desmanes de los comunistas” como, decían, se había visto en el Paro Nacional de 1977.
Casado con Nydia Quintero de Turbay, nacida en Neiva y formada en su infancia por las Dominicas Terciarias en el colegio La Presentación, el mandatario les dio vía libre a los militares para “imponer el orden”. Para eso, nombró al general Luis Carlos Camacho Leyva como ministro de Defensa. Entre ambos impusieron el Estatuto de Seguridad, una herramienta de represión tal que permitía la detención, por ejemplo, de los jóvenes cuando se reunían dos o tres en la esquina del barrio pues “algo estarían planeando”. Se les podía incomunicar durante diez días. Se denunció que muchos fueron llevados y nunca más volvieron. Si había mano de hierro contra los civiles, ¿cómo sería contra los integrantes de la guerrilla?
La explicación para ese nivel de represión pasaba, en parte, por los osados avances de la guerrilla. Por aquella época las Farc y el ELN se extendían en los sectores rurales mientras que el M-19 gozaba de enorme simpatía en los núcleos urbanos, especialmente por la audacia y espectacularidad de sus acciones. El primero de enero de 1979 se supo que un comando del M-19 les robó a las Fuerzas Armadas más de 5.000 unidades de su armamento, incluyendo el fusil de Camilo Torres Restrepo.
El M-19 había hecho un túnel desde una casa alquilada, atravesó la calle y salió por el suelo a las bodegas del armamento del Ejército Nacional en el Cantón Norte, en la carrera Séptima con calle 100: “¡Feliz Año, gran h.p., Ahora sí vamos a pelear en serio!”, escribieron en las paredes.
Al año siguiente, en febrero de 1980, otra vez el M-19 se tomó la Embajada de la República Dominicana y secuestró a 50 personas, entre ellos 17 diplomáticos, incluidos el embajador de Estados Unidos, Diego Cortes Asencio, y el nuncio apostólico, Angelo Acerbi. Los guerrilleros justificaron la acción por las continuas violaciones a los derechos humanos. Además, exigían la liberación de 300 de sus compañeros que estaban en las cárceles, no obstante que el presidente Turbay decía que, en Colombia, el único preso político era él.
Tras 60 días de negociaciones, con el protagonismo de Carmenza Cardona Londoño, la Chiqui, la guerrillera del M-19 que llevó la vocería del grupo y que generaba una singular simpatía entre la gente, un vuelo llevó a secuestrados y secuestradores a La Habana, Cuba. Fue como un día cívico. La gente se subió a las terrazas con pañuelos blancos para despedir el avión mientras en las casas ondeaban banderas blancas y la tricolor.
En la conversación cotidiana, era evidente que la popularidad del M-19 iba en ascenso mientras que al Estado se le acusaba de torturar y de un delito hasta ahora desconocido: la desaparición forzada. En voz baja se hablaba de las continuas violaciones a los derechos humanos por parte de los militares en las caballerizas de Usaquén.
El Estado veía enemigos en todas partes y, claro, entre estos sobresalían los intelectuales. Incluso se dijo que a muchos los capturaron porque les encontraron en sus casas el libro El túnel del escritor Ernesto Sábato. En este contexto fue que se corrió el rumor de que García Márquez tenía simpatía hacia el M-19. Además, hubo una coincidencia fatal: en ese mes de marzo, Turbay anunció el rompimiento de relaciones con Cuba y acusó a Fidel Castro, amigo personal de García Márquez, de haber enviado un cargamento con armas para esa guerrilla que las Fuerzas Armadas interceptaron en las selvas del Chocó.
Fue un éxito para el gobierno no solo porque acabó con la columna de 40 guerrilleros del M-19 en la ensenada de Utría, sino porque entre ellos estaba la Chiqui. “Yo veo ya lejos la camioneta donde hice la negociación, la concepción de la guerra ha variado mucho en este año, no es con diálogos que ganaremos la guerra, es al calor de las balas y hombro a hombro con el pueblo”, escribió ella en su diario. Con ese trofeo, Turbay escaló la confrontación al ámbito internacional y señaló a Fidel y al autor de Cien años de soledad.
La periodista argentina Gabriela Esquivada escribió que esa noche en El Dorado, los periodistas le preguntaron si era cierto que, como habían afirmado varios funcionarios de Turbay mientras le llegaba la cita para el interrogatorio militar, participaba de una campaña para desprestigiar al gobierno colombiano, organizada por la izquierda y Cuba.
–Entonces sí hay un cargo contra mí–, dijo García Márquez.
“Distintos funcionarios, en todos los tonos y en todas las formas, han coincidido en dos cargos concretos”, escribió el 7 de abril en El País de Madrid, desde la capital mexicana. “El primero es que me fui de Colombia para darle una mayor resonancia publicitaria a mi próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo de una campaña internacional para desprestigiar al país”.
“Después de 25 años, tenía el propósito firme y grato de vivir en mi país. Pero en este ambiente de improvisación y equivocaciones, recibí una información muy seria de que había una orden de detención contra mí, emanada de la justicia militar. No tengo nada que ocultar ni me he servido jamás de un arma distinta de la máquina de escribir, pero conozco la manera como han procedido en otros casos semejantes las autoridades militares, inclusive con alguien tan eminente como el poeta Luis Vidales, y me pareció que era una falta de respeto conmigo mismo facilitar esa diligencia. Las autoridades civiles, entre quienes tengo muy buenos y viejos amigos, me dieron toda clase de seguridades de que no se intentaba nada contra mí. Pero un gobierno donde algunos dicen una cosa y otros hacen otra cosa distinta, y donde los militares guardan secretos que los civiles no conocen, no es posible saber dónde está la tierra firme”, aseguró García Márquez.
En ese momento empezó a vivir un proceso kafkiano porque como no había legalmente una orden de detención en contra del escritor, México no podía asilarlo. Pero como en esos tiempos oscuros tampoco había garantías de un juicio transparente, ya que la justicia militar no estaba en esas sutilezas a la hora de procesar civiles, la embajadora Santos lo acompañó hasta el avión, como medida de protección.
–No hago declaraciones políticas, pero el mismo hecho de mi salida de Colombia es síntoma de la situación del país–, agregó García Márquez antes de subir la escalerilla. –La situación nacional es simplemente muy confusa y prefiero esperar que se aclare, para que no cometan un error conmigo–.
Las crónicas periodísticas recuerdan que, horas antes, a las dos de la tarde de ese 25 de marzo, mientras Mercedes hacía unas compras, sonó el teléfono en la casa de los García Márquez en Bogotá. El escritor trabajaba en un artículo para El Espectador sobre la ruptura de relaciones con Cuba y de sus implicaciones para los dos países, en particular; y para la región, en general.
Para el gobierno de Turbay Ayala era obvio que García Márquez estaba colaborando con el M-19.
–Tenga cuidado. Están convencidos de que usted está enredado con el lío de las armas del M-19–, dijo una voz desconocida, y cortó.
Una hora y media más tarde hubo otra llamada; una voz diferente dijo:
–Mira, amigo, no te puedo decir mi nombre porque tu teléfono está intervenido. Pero tienes que estar alerta: hay una orden de detención contra ti por vinculación con el M-19–.
Casi de inmediato cuatro amigos de García Márquez llegaron a la casa. Todos habían escuchado, en versiones diferentes, la misma noticia: los militares lo iban a interrogar y podían retenerlo y mantenerlo incomunicado durante diez días, en los que nadie sabría qué le harían.
–Pero estoy seguro de que no tienen nada contra mí. No tengo nada que ocultar–, pensó en voz alta.
–Gabo, podrían haber fabricado pruebas. No puedes esperar a que lleguen aquí en la madrugada y te lleven–.
“Corriendo el riesgo, además, de que no fuera propiamente la justicia militar, sino uniformados de militares”, le dijo García Márquez luego, durante el vuelo a México, a la periodista Margarita Vidal, que publicó la extensa entrevista en Cromos.
Quería hablar con el canciller Carlos Lemos Simmonds, le dijo García Márquez a ella, “con el objeto de que tuviera una información que en Colombia solo tengo yo, de cómo es Fidel Castro personalmente, qué piensa de las relaciones con Colombia y con América Latina y, en fin, de las ideas que tiene sobre muchos temas”.
El autor de El coronel no tiene quien le escriba relató que era información reservada, pero que serviría para contrarrestar “todos los rumores y de toda la información manipulada” de los días anteriores. “Yo quería servir de mediador”.
–Se habla mucho de su amistad con Fidel–, le dijo Vidal. Y por ella la vinculación que tratan de establecer entre usted y el M-19 por el desembarco en el sur del grupo entrenado en Cuba. ¿Qué tan grande es su amistad con Fidel?
–Yo soy el único extranjero que cada vez que voy a Cuba, y voy más o menos cada tres meses, veo a Fidel. Conversamos horas enteras. Y, ¿sabes de qué hablamos casi siempre? De literatura. Él es un excelente lector, cosa que nadie puede imaginarse, con esa imagen de chafarote y de salvaje que le han dado. Pero es un lector muy fino.
“Pocas veces hablamos de política porque precisamente él usa la amistad conmigo para descansar de toda la mierda de política en qué anda metido todo el día”.
–Una de las pocas veces que hablamos de Colombia (todavía Alfonso López Michelsen era presidente), yo le pregunté, así, de frente: “¿Cuba entrena guerrilleros colombianos?”. Y él me dijo: “Hemos reanudado las relaciones con Colombia sobre la base de que ambos países respetamos las reglas del juego. Yo le prometí al presidente López que las respetaba y las respeto hasta el final”. Y me dijo una frase que no olvido: “En política nunca se puede mentir, entre otras cosas, porque tarde o temprano se sabe”. Claro que de esto ya hace un tiempo. Ya López Michelsen no es presidente. No sé si Fidel consideró que se habían roto las reglas de juego.
En ese 1981, García Márquez acababa de publicar Crónica de una muerte anunciada y sus detractores lo acusaron de montar un show para promocionar su libro.
“No, ilustres oligarcas de pacotilla: nadie se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse solo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos”, respondió él.
En efecto, según la Fundación Gabo, una iniciativa que promueve su legado en toda su dimensión personal y profesional, ese año había sido intenso para él. El 23 de enero el diario mexicano Excélsior informó que ya estaba asegurada la distribución de un millón de ejemplares para Hispanoamérica de la novela que protagonizan Santiago Nasar y Angela Vicario, y que se había traducido a 31 idiomas.
De hecho, la editorial Oveja Negra registró la mayor tirada de la historia para una novela de América Latina. En medio de este acontecimiento, Gabo y Mercedes habían regresado a Colombia. Se fueron a la casa que compró a su hermana Margot en Bocagrande, en Cartagena. Fueron días de fiesta y reencuentros.
El 20 de marzo regresó a Bogotá para asistir a una gala porque Francia le había entregado la Legion d’Honneur. La embajada de ese país lo agasajó y él luego le concedió al escritor Juan Gustavo Cobo Borda una famosa entrevista que se tituló 'La entrevista del cachaco sapo al costeño corroncho':
“Yo llegué a Bogotá en 1943, cuando tenía 13 años. Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde comienzos del siglo XVI. Estudiaba bachillerato en el colegio oficial de Zipaquirá. Para mí, la literatura es la poesía, y ya entonces, cuando llegué al colegio, me sabía de memoria todos los poetas clásicos españoles. No solo me los sabía y recitaba, sino que los cantaba eternamente”, le dijo en la charla.
“El lunes 23 de marzo almorcé con Gabriel García Márquez en su blanco apartamento enclavado en los cerros, desde los cuales se divisa todo Bogotá. Comimos pollo con verduras, pepinos y un bizcocho. Esa noche el presidente hablaría por televisión y anunciaría la ruptura de relaciones con Cuba”, relató Cobo Borda de lo que fue ese encuentro.
García Márquez llegó huyendo a Ciudad de México en donde, según El Universal, lo esperaban los amigos de la caudalosa comunidad literaria y artística y también los discretos miembros de la inteligencia interna, la Dirección Federal de Seguridad (DFS). “Estaba fichado y sujeto a una vigilancia atenta desde los años setenta, cuando ya tenía su residencia como inmigrante en la nación, primero por el gobierno de Luis Echeverría y después por el de José López Portillo”, dicen documentos oficiales del país azteca.
Esos papeles, que quedaron en manos del Archivo General de la Nación (otros, en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, no se hicieron públicos), muestran que García Márquez era de interés para las autoridades mexicanas por sus tareas como ser intermediario entre militantes de la izquierda latinoamericana y el equipo del candidato socialista, y luego presidente francés, François Mitterrand; en particular su relación con Régis Debray y varios encuentros con líderes políticos de Colombia, Chile y El Salvador.
“El primer documento que la inteligencia mexicana recogió como antecedentes del escritor está fechado en noviembre de 1967, cuando participó como delegado colombiano en el II Congreso Latinoamericano de Escritores, organizado en el DF, Guanajuato y Guadalajara”, reseñó El Imparcial.
García Márquez, sin embargo, estaba centrado en su obra pese a sus temores y a estos seguimientos de aquí y de allá. Lo único que quería era escribir en esa ciudad en la que, seguro tampoco imaginó, se iba a quedar para siempre.
“Sé que la trampa estaba puesta y que mi condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay valores intocables (…). La verdad es que las voces de que me iban a arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios días y –al contrario de los esposos cornudos– no fui el último en conocerlas”, dijo.
Su salida quedó consignada así, según registros de la DFS: “Procedente de Bogotá, Col., en el vuelo 480 de Aeroméxico, arribó a esta ciudad el señor Gabriel García Márquez en calidad de asilado político. En una breve entrevista al bajar del avión dijo que él había pedido en la Embajada de México en Bogotá protección para él y su familia pues él sabía de una orden de aprehensión expedida por el Ministerio Militar de ese país, pues se le conectaba con cargamento de armas”.
Al año siguiente, el 10 de diciembre de 1982, García Márquez ganó el Premio Nobel de Literatura, según la Academia Sueca, “por sus novelas e historias cortas, en las que lo fantástico y lo real son combinados en un tranquilo mundo de imaginación rica, reflejando la vida y los conflictos de un continente”.
El galardón provocó que de nuevo se repasara toda su vida una y otra vez. Nunca se mencionó, sin embargo, quién le avisó personalmente que se había convertido en un objetivo de los militares.
El 8 de julio de este año, el presidente Gustavo Petro presentó la sala que se habilitó en la Casa de Nariño en homenaje al hijo del telegrafista de Aracataca que alcanzó la fama universal y escribió una vasta y rica obra. “Que cada rincón de la Casa de Nariño cuente una historia de lo que es Colombia, en toda su variedad cultural y regional”, dijo el jefe de Estado, Gustavo Petro.
En el acto estuvo presente Gonzalo García Barcha, uno de sus dos hijos, y Jaime Abello, presidente de la Fundación Gabo. Entre los objetos exhibidos se destacan 20 ediciones diferentes de Cien años de soledad, un retrato del Nobel hecho por Carlos Jacanamijoy y un facsímil con algunos de los artículos escritos cuando trabajó en El Espectador.
Allí está también la copia del primer ejemplar de la revista Alternativa, que ayudó a fundar en 1974, y desde donde se denunciaron con ejemplar valentía los abusos de los años del Estatuto de Seguridad.
En esa ocasión, el ministro de Cultura, Juan David Correa, dijo: “Creo que es un mensaje también de unión, de acuerdo nacional alrededor de una figura cultural incontestable, y que hoy la cultura ocupe aquí este lugar, en este sitio tan importante para la historia republicana del país, es muy significativo".
Porque, sin lugar a duda, haber cuidado y protegido con tanta discreción a García Márquez es uno de los hechos más importantes por todo lo que él llegó a hacer después de esos años turbulentos: El amor en los tiempos del cólera (1985), El general en su laberinto (1989), Del amor y otros demonios (1994), entre otras obras, y Vivir para contarla (2002), un título que es una metáfora de esta historia.
Eso lo supo en toda su dimensión CAMBIO, que estableció que doña Nydia Quintero, la primera dama que luego crearía la Fundación Solidaridad por Colombia, siendo entonces la esposa del presidente Turbay Ayala, fue la que lo contactó y le contó que huyera de inmediato, porque la cosa era en serio.