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El matoneo en los colegios
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Santiago Espinosa, escritor y rector del Gimnasio Sabio Caldas, explica las principales características del ‘bullying’ en los colegios, dialoga con dos expertos sobre el tema y da recomendaciones para luchar contra ese problema que ya es tan grave que Colombia ocupa el segundo lugar en el mundo en matoneo.
Por: Santiago Espinosa
Del bullying u hostigamiento escolar todos tenemos un ejemplo de nuestros años como estudiantes: un líder, o un grupo, que acosa a otro compañero de manera sistemática y reiterativa, hasta llevarlo a un colapso emocional.
A nada le temen tanto los padres de familia. Los adolescentes, como lo dijo Vigotsky, construyen su identidad por la pertenencia o no a distintos grupos: la banda escolar o las porristas, la revista del colegio o el equipo de fútbol, “los de Séptimo A”, o “los de Séptimo B”. Quien no pertenezca a un grupo no es propiamente un adolescente: es como “el agua para el pez”.
Eso explica, entre otras cosas, que sea tan difícil hablar frente a un auditorio de estudiantes de séptimo o de octavo grado: quieren hablar y comentar entre ellos todo el tiempo, y todo lo comparan con los otros porque esta es la manera en la que aprenden. Cuando un estudiante vive una situación de ‘matoneo’ escolar (la traducción de bullying al español) es como si al pez le quitaran el agua o, aún peor, como si el agua se tornara gradualmente en gasolina ardiente. La conexión entre matoneo e ideación suicida es alarmante y no estamos hablando de un ‘mal menor’. Podríamos decir, además, que el matoneo sistemático de los colegios es la base de la violencia organizada de los países.
Aumento preocupante en el reporte de los casos
Algunos estudios sostienen que el bullying se ha disparado en los colegios como resultado de la crisis emocional que hoy viven los adolescentes y del uso indiscriminado de las redes sociales: los expertos hablan de ciberbullying. Otros, por el contrario, piensan que el matoneo siempre ha existido en las instituciones educativas, pero que solo hasta ahora, cuando tenemos datos más concretos y una ley de convivencia escolar –la Ley 1620 de 2013–, es que nos hemos concientizado de sus efectos tan preocupantes. Incluso se habla de una reducción de los casos presenciales en algunos colegios, como resultado de un mayor acompañamiento de los adultos y de una mayor conciencia de los estudiantes.
La respuesta está en el medio de estos dos extremos. Debo expresar con preocupación que, según los indicadores disponibles, los casos sí están aumentando en los colegios. En Bogotá, por ejemplo, se reportaron 868 casos en 2019. Esa cifra subió a 2.242 en 2022. Y, sin embargo, al mismo tiempo en que ocurren estas dinámicas, es innegable que hoy tenemos más información y mejores herramientas para enfrentar estas situaciones convivenciales: protocolos y programas de desarrollo socioemocional, oficinas y expertos que nos acompañan en los colegios.
En un estudio reciente, la organización Bullying Sin Fronteras ubicó a Colombia en el segundo lugar entre 30 países con mayor presencia de matoneo en sus aulas. Si esto pasa en los colegios es muy difícil que haya una paz estable y duradera, y mucho menos una paz total.
En Bogotá se ha creado una dependencia que se llama la Oficina para la Convivencia Escolar (OCE). Esta oficina, dependiente de la Secretaría de Educación, se ha convertido en el mayor apoyo que tenemos los colegios ante cualquier reporte que vulnere los derechos de los estudiantes. En cifras de la OCE, de todas las alertas reportadas a la Secretaría de Educación en el año 2022, el hostigamiento (o bullying), representa un 8,3 por ciento. Si se mira la pandemia como una bisagra, entre 2019 y 2022, estas cifras se multiplicaron por cuatro en Bogotá. Es verdad que ahora se reportan más casos, pero es innegable que un aumento de estas proporciones no debería dejar a ninguna persona indiferente.
Hay otros datos del estudio de la OCE que son muy relevantes. La mayoría de los casos de hostigamiento se presentan con mujeres adolescentes, con 60 por ciento de ellos, lo cual puede explicarse porque de todos los incidentes, un 19 por ciento se debe a discriminaciones basadas en género. El bullying, contrario a lo que vemos en las películas, no es una cosa de ‘machos contra machos’ y la mayoría de los adolescentes que lo sufren son mujeres. Aunque en la primera infancia y en la infancia, es decir, en niños y niñas de 4 a 11 años, hay una leve mayoría de presuntas víctimas masculinas, y si se mira el histórico han aumentado más los eventos de hostigamiento contra hombres que contra mujeres, quizás también porque ellos han empezado a reportar más las cosas que les pasan, antes de ‘defenderse’ por su cuenta.
Entre la moda y la prevención necesaria
Lo que es innegable es que la palabra ‘bullying’ se ha puesto de moda. La oímos en los medios de comunicación y en las familias en las campañas de sensibilización. Es como si los términos ‘matoneo’, u ‘hostigamiento escolar’, que son los que usan en la Secretaría de Educación de Bogotá, no estuvieran revestidos del mismo glamour que su traducción al inglés. Y es muy positivo que el bullying esté en el centro del debate educativo, porque nos ayuda a prevenir y a atender los casos, y porque les muestra a los estudiantes que lo están sufriendo que no están solos, para animarlos a pedir apoyo.
Pero también ha traído este fenómeno un efecto indeseable en muchas familias, que a veces usan esta palabra, bullying, para cualquier conflicto escolar, lo que ha hecho que pierda su significado y su relevancia. Oímos decir mucho a los padres de familia: “el otro día le hicieron bullying a mi hija” o “no me haga bullying”, cuando ambas frases son incorrectas. El bullying es bullying cuando es algo reiterativo y sistemático, y cuando hay un desbalance de poder que pone en riesgo a la persona.
También ocurre que algunas familias –estoy seguro de que esto les ha pasado a mis colegas rectores– nos piden que abramos un caso de ‘presunto bullying’, para evadir tácitamente la responsabilidad de su hijo con lo académico y lo convivencial. “Si mi hijo pierde el año, voy a poner una tutela diciendo que en este colegio le hacen bullying”, afirman. O “mi hija le pegó a la compañera porque el día anterior ella le había hecho bullying y ella se estaba defendiendo”, dicen. Pero, cuando indagamos las situaciones, después de un enorme esfuerzo de seguimiento, encontramos que no hay ninguna evidencia adicional para sostener dichas acusaciones.
Si tenemos algunos ‘padres punitivos’, esto es, que le piden a sus hijos que les ‘peguen duro’ a los que los molesten, multiplicando el ciclo de la violencia, cada vez tenemos más ‘padres sobreprotectores’, que ante cualquier diferencia cotidiana nos solicitan que activemos los protocolos más rigurosos, con un desgaste de tiempo altísimo para los coordinadores, rectores y psicólogos. O incluso tenemos muchos ‘padres permisivos’ que, en algunos casos, se valen de estas acusaciones tan delicadas para ayudarles a sus hijos a evadir sus responsabilidades. Con esto no quiero decir que el fenómeno no nos preocupe. Por el contrario, el bullying es una de las cosas que de hecho más nos inquietan. A este riesgo, junto a cualquier situación de acoso o agresión sexual, es a lo que le hemos dedicado más tiempo en nuestra formación como profesores. Es importante, no obstante, que entendamos el término mejor. Por más grave que sea una ofensa, no significa necesariamente que haya un hostigamiento.
Una conversación con dos expertos
¿El bullying está disparado en Colombia? ¿Qué podemos hacer los colegios y las familias para enfrentar estas situaciones? Le he hecho estas y otras preguntas a Enrique Chaux, profesor de la Universidad de los Andes y uno de los mayores expertos en estos asuntos en América Latina. “El bullying es una serie de agresiones repetidas y sistemáticas contra la misma persona, y sucede además en un contexto de desbalance de poder. Es decir, algunas personas tienen más poder en sus grupos que otras, y abusan de ese poder maltratando a quienes son más vulnerables e indefensos, por ejemplo, a quienes no tienen casi amigos”, responde Chaux. E insiste mucho en que un “conflicto mal manejado entre dos compañeros, en el cual se terminan tratando mal mutuamente, pero no es repetido, ni hay un claro desbalance de poder, no es bullying”.
Le pregunto si los casos de bullying han aumentado después de la pandemia, a lo que me contesta que, a pesar de que todavía no tenemos las cifras para verificarlo con certeza, las alertas y los reportes de los colegios apuntarían a un aumento de los casos. De lo que Chaux no tiene duda es que, en primer lugar, el confinamiento y las duras situaciones emocionales que vivimos durante la pandemia “afectaron el desarrollo de habilidades socio-emocionales cruciales para evitar el bullying”. Y que, en un segundo lugar, hay un aumento preocupante del ciberbullying en los últimos años. “El ciberacoso puede ser mucho más doloroso que el bullying presencial”, sostiene, y agrega que “es usualmente presenciado por muchísimas más personas y puede generar la sensación de no tener cómo escapar… Quienes lo hacen muchas veces, no son conscientes del daño que puede hacer, y pueden llegar a ser más hirientes”.
Sobre los efectos emocionales del matoneo, que es lo que más nos preocupa a padres y profesores, le he preguntado a Tatiana Colón, psicóloga y profesora de la Universidad Javeriana. Ella responde: “Los niños, niñas y adolescentes víctimas de bullying, en primer término, son despojados de su autoestima”.
Colón hace un énfasis especial sobre los efectos duraderos en las personas que sufren el matoneo. “Al ser casi siempre una situación de larga duración, con una alta intensidad, genera un trauma psicológico en quien la sufre. Estas consecuencias pueden adquirir tintes psicopatológicos, cuadros depresivos consistentes en ánimo triste y/o irritable, dificultad para disfrutar de lo que antes le gustaba, llanto fácil, aislamiento social, sentimientos de rechazo, cambios en los patrones de sueño y alimentación, alteraciones en la actividad motora (por exceso o por déficit) e ideación suicida”, señala. E identifica la “fobia escolar” como la consecuencia más usual, “caracterizada por una intensa angustia anticipatoria, por lo que la persona tiende a evitar el colegio a como dé lugar”. Por todo esto, concluye Colón: “las consecuencias del bullying en la autoestima pueden acompañar a la persona hasta la edad adulta, o incluso llevarlo a una conducta suicida, cuando el problema no ha sido detectado o abordado de forma oportuna”.
Le pregunto a Tatiana Colón por el aumento de los casos de bullying en los colegios, y me contesta desde una perspectiva cultural: “las transformaciones en la organización social también tienen un impacto en las relaciones: necesidad de inmediatez, sujetos centrados en sí mismos, pérdida de la intimidad y la privacidad y una marcada competencia son fenómenos que sin duda aportan a que el bullying crezca desmesuradamente”. Y agrega sobre el ciberbullying: “la persona víctima de bullying podía estar libre del acoso o maltrato al terminar la jornada escolar. A través de las redes sociales se está expuesto permanentemente a la situación violenta. No se puede controlar, lo que genera diversas ansiedades al no saber quiénes están generando los contenidos (generalmente se hacen desde perfiles falsos) y a quiénes están llegando. La masividad del fenómeno y el anonimato generan una sensación de inseguridad y humillación constante que lleva muchas veces a la deserción escolar y en términos emocionales a situaciones más complejas”.
¿Qué pueden hacer los colegios y los padres?
Los expertos con los que conversé coinciden en la importancia de tomarse el bullying con toda seriedad. Frente a las instituciones educativas, ambos insisten en la importancia de que todo el colegio se comprometa a prevenirlo y manejarlo de manera oportuna, y no sólo lo hagan el psicólogo o el coordinador. Chaux insiste en la importancia de que se promueva el desarrollo de habilidades socioemocionales para todos los estudiantes, y que los Manuales de Convivencia incluyan protocolos para manejar estos casos desde un enfoque restaurativo, es decir, que busque reparar los vínculos y no simplemente castigar al presunto ofensor. Colón, por su parte, advierte sobre la necesidad de una detección oportuna para intervenir o proponer alternativas interdisciplinarias, y en la decisión de los colegios de ofrecer entornos escolares más democráticos, en los que los alumnos se sientan seguros, escuchados y valorados.
Respecto a los padres de familia, Chaux llama la atención a que se busque el apoyo del colegio para que sea la institución educativa la que adelante los protocolos. Minimizar el fenómeno, o indicarles a los hijos que respondan con otra agresión, casi siempre empeora la situación. “Tratar de solucionar el problema por su propia cuenta –advierte Chaux–, buscando a la otra familia, puede terminar en situaciones violentas mucho mayores”.
Colón, desde su visión como psicóloga, hace un llamado a mantener una comunicación constante y cercana con los hijos, que promueva en ellos el apoyo y la confianza de que tienen las herramientas para enfrentar la situación de manera pacífica. Los dos expertos coinciden en la importancia de buscar un apoyo profesional cuando el hijo o la hija presenta síntomas de depresión o ansiedad. Pedir este apoyo, más que restarles autoridad a los padres, fortalece los vínculos afectivos que le permiten a un joven el soporte necesario para levantarse y permanecer, sin repetir nuestros círculos interminables de violencia y exclusión.