David Gilmour y otro destello de genialidad
El quinto álbum en solitario del guitarrista de Pink Floyd es una amalgama perfecta de contradicciones entre la oscuridad y la luz, donde esta última prevalece por cuenta de la fuerza creativa intacta de uno de los músicos más trascendentales de la historia del rock. Una verdadera obra maestra y, tal vez, el disco del año.
Por Jacobo Celnik
Voy a tratar de ser objetivo con esta reseña para sorpresa de los que me conocen. He aprendido que en el mundo de la música hay que saber ubicar los términos “obra maestra” y “genios”, descripciones que no se pueden usar a la ligera y sin el cuidado necesario. No todos los músicos y los discos son merecedores de esos calificativos. David Sylvian, Robert Wyatt, John Cale, Scott Walker, Brian Eno, Robert Fripp, Miles Davies, John Coltrane, Van Morrison, Pete Townshend o Peter Gabriel, entre una infinidad de músicos, para mí son genios (nadie lo discute) que crearon obras maestras. De la misma manera que para mí el más reciente disco de los Rolling Stones es más un esfuerzo en solitario de Jagger en vez de una “obra maestra”. Sin embargo, David Gilmour, que para mí es un genio, a su manera ha creado una pequeña joya luminosa del rock que merece todo tipo de elogios. No en vano, el guitarrista le dijo a la revista Classic Rock que Luck and strange era su mejor disco desde Dark side of the Moon. ¡Palabras mayores!
“El título del quinto álbum en solitario de David Gilmour podría ser su epitafio”, señaló un periodista inglés de la revista Prog Rock en una muy lúcida y objetiva reseña del álbum Luck and strange. Sin embargo, su nombre esconde una premisa con la que siempre se le ha identificado a la generación de Gilmour y compañía: “La suerte de un momento muy extraño con tantas ideas positivas que yo y los baby boomers en el mundo de la posguerra hemos tenido”. Interesante reflexión que plantea el arquitecto del sonido de Pink Floyd, un tipo que se podría decir que ha contado con la suerte para brillar durante más de seis décadas haciendo música, primero en medio del caos, los egos, la locura, el antisemitismo y la megalomanía de una parte de la banda que le dio la fama, y luego de la mano de la genialidad, sabiduría, empatía, humildad y capacidad creativa de Richard Wright y Nick Mason, la otra parte de la banda, con quienes dejó dos discos memorables bajo la marca Pink Floyd entre 1987 y 1994.
El álbum es y no es más de lo mismo. Gilmour no es un tipo que se va a arriesgar a explorar terrenos desconocidos y por eso no escatimó en buscar a los mejores aliados para producir el disco. Parte de su genialidad se esconde en el gran trabajo de Charlie Andrew, un joven productor británico famoso por su trabajo con bandas indie, con quien logró desarrollar un sonido moderno, fresco, nítido, envolvente y acorde a los tiempos que vivimos. Hubiese sido una locura (o tal vez no) que este nuevo álbum sonara a The division bell, aunque la esencia, la marca y la huella floydiana están intactas y Andrew supo cómo cuidar y hacer brillar ese legado, esencial para la legión de seguidores de Gilmour que, desde que se anunció su nuevo álbum a inicios de este año, sufrimos de ansiedad anticipatoria hasta que lo tuvimos en nuestras manos.
La historia de la relación de Gilmour con Andrew es muy interesante porque el productor llegó a trabajar con el guitarrista sin conocimientos previos de su vida y obra y, por lo tanto, sin un verdadero asombro hacia él y todo el legado que corre por sus venas como los solos de guitarra de Comfortably numb o Money. Esa “falta de conocimiento” le permitió a Andrew aportar un nuevo enfoque al sonido del álbum. Así lo reconoció Gilmour: “Charlie escuchó uno o dos demos y empezó a hacer observaciones que iban en contra de lo que yo me imaginaba para el disco como un solo o una parte instrumental. Fue arriesgado, atrevido y eso me gustó. Tiene una maravillosa falta de conocimiento y respeto por mi pasado”.
En esencia Luck and strange es un gran álbum de rock (para mí el disco más importante de 2024) donde la inconfundible voz de Gilmour y la marca de un sonido único de su guitarra, con algunos toques clásicos del rock progresivo, brillan en medio de letras profundas que invitan a reflexionar sobre la vida y la mortalidad, aportes esenciales de Polly Samson, esposa del músico inglés, quien desde los días de A momentary lapse of reason (hablo de 1987) es la líder del departamento de letras, metáforas y mensajes trascendentales. Gilmour logra en este disco tonos sobrios con arreglos que sobresalen por su sencillez, nitidez y frescura, y en donde prima la música, en el sentido más profundo de la palabra, sin pretensiones o excesos de virtuosismo (muy típico del progresivo) sino objetivos claros con cada nota ejecutada. Porque menos es más y a este disco, a diferencia de clásicos floydianos como Dogs, Pigs o Sheep, no le sobra ni le falta nada.
Hay piezas instrumentales, un cover de la banda The Montgolfier Brothers (no los conocía), guiños al pasado gracias a un demo recuperado junto a Richard Wright de 2007 y que le dio vida al tema central que bautiza al disco, y colaboraciones muy destacadas como los de Romany Gilmour (hija de David) quien brilla y de qué forma en el álbum gracias a sus coros, su interpretación del arpa en Vita brevis y su manejo vocal en Between two points y Yes, I have ghosts, una voz que produce paz y sosiego… Gilmour tenía una joya muy bien guardada y su futuro será promisorio para la música, no me cabe la menor duda. Es un disco que desde la producción intenta alejarse de Rattle that lock, su predecesor de 2015, aunque cada disco de Gilmour, desde su debut como solista de 1978, están interconectados por un hilo azul asociado a la marca y a la voz de un artista atemporal y trascendental.
No sé si es el mejor álbum en solitario de Gilmour. Lo que sí tengo claro es que cada una de sus obras personales superan de forma significativa los intentos malogrados del exbajista de Pink Floyd por mantenerse activo y vivo en el mundo de la música. Gilmour es a Pink Floyd lo que Robert Plant es a Led Zeppelin: dos tiburones que siempre miraron hacia adelante, cuidando su legado, sin pisotearlo y sin la necesidad de vivir del pasado o de “cerdos voladores” al son de "we don´t need no education". Gilmour está del lado correcto de la historia y eso lo vale todo.