
Educación para la democracia en Colombia
Estanislao Zuleta, Antanas Mockus y Carlos Gaviria, tres maestros que promovieron valores democráticos fundamentales para implementar una pedagogía que inculque valores ciudadanos.
Crédito: Particular y Colprensa.
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Con base en el ejemplo de tres maestros que promovieron valores democráticos, Estanislao Zuleta, Antanas Mockus y Carlos Gaviria, el exministro y escritor Alejandro Gaviria señala cómo es de importante y urgente para el país implementar una pedagogía que inculque valores ciudadanos.
Por: Alejandro Gaviria

Este artículo propone unos lineamientos generales para una educación en valores y virtudes democráticas, una educación que promueva de forma explícita una cultura republicana: ciudadanos más respetuosos de las instituciones y más conscientes tanto de sus responsabilidades éticas como de sus propias inclinaciones antidemocráticas.
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La posibilidad de una pedagogía cívica —la idea de que es posible promover, en colegios y universidades, por ejemplo, ciertas virtudes que son esenciales para la democracia— es una idea polémica. Otorga una responsabilidad adicional a las instituciones educativas, desconoce o subestima las condiciones sociales que dificultan o impiden el surgimiento de una cultura democrática y, además, puede minimizar el papel de las familias y comunidades en una tarea esencial.
Sin embargo, es una idea a la que no deberíamos renunciar. El proyecto Imaginar la democracia está basado en una premisa similar, en un optimismo fundamental sobre la eficacia de los esfuerzos deliberados por inculcar valores ciudadanos. Leí hace varios años una frase inquietante en la biografía que escribió el autor austriaco Stefan Zweig sobre el pensador francés Michel de Montaigne: “No se puede aleccionar a los hombres: solo guiarlos para que se busquen a sí mismos”. Comparto la duda sobre los sermones, sobre los esfuerzos por aleccionar desde la superioridad moral o intelectual. Pero no creo que este escepticismo niegue la posibilidad de una educación para la democracia. Simplemente reconoce que es una tarea ardua.
Si la educación contribuye a integrar la sociedad, a conectar, por ejemplo, jóvenes de diferentes orígenes sociales, puede ayudar de manera determinante a formar una cultura democrática más sana y respetuosa, sin los sesgos y la suspicacia que surgen naturalmente con la separación social. Una educación que aumente la movilidad social ayudaría, asimismo, a generar una mayor legitimidad de las reglas de juego y las organizaciones democráticas. La democracia se fortalece, casi sobra decirlo, si las escuelas integran las comunidades y las universidades son más incluyentes.
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Si la educación contribuye a integrar la sociedad, a conectar, por ejemplo, jóvenes de diferentes orígenes sociales, puede ayudar de manera determinante a formar una cultura democrática más sana y respetuosa.
Pero la contribución de la educación a la democracia no debería agotarse en su impacto integrador, sino que debería ir más allá del impacto indirecto que tiene lugar a través de la equidad social. Para ilustrar esta idea, este artículo recurre al ejemplo de tres educadores colombianos que dedicaron buena parte de su vida a la promoción de los valores democráticos.
Empiezo con Estanislao Zuleta, uno de nuestros grandes pedagogos de la democracia. Nunca quiso aceptar una visión resignada de la democracia: la democracia como un conjunto de reglas de juego compartidas para garantizar la entrega pacífica del poder, o la democracia como disponibilidad a perder, a aceptar esas reglas y respetarlas sin objeciones, sin reparos ni ambigüedades.
“En el desarrollo progresivo de la democracia es necesaria una afirmación positiva, no una afirmación resignada [...] una de las virtudes menos democráticas es la resignación, una de las más democráticas es la esperanza”, escribió. Creía que esa visión positiva no solo venía con el cambio social, con un sistema económico más justo y un Estado capaz de ampliar las oportunidades y construir esperanza, sino también con un cambio cultural: con la expansión del pluralismo, del respeto ético a quienes piensan distinto o intentan experimentos de vida diferentes.
Sabía bien que el pluralismo no es la norma, que los seres humanos tendemos casi naturalmente hacia el dogmatismo. “Aprender a amar la pluralidad es algo difícil —escribió—, realmente difícil. Estamos acostumbrados a creer en nuestra idea como la única verdadera, no cuestionable ni enriquecible, a declarar herejes, revisionistas o cualquier otra cosa a quien difiera de nuestra idea, a pensar en términos de buenos y malos, a organizar partidos fanáticos que, como el hígado, producen naturalmente bilis”.
Zuleta enfatizó una y otra vez la dificultad del pluralismo, que es también —cabe señalarlo— una dificultad de la democracia. El dogmatismo se alimenta de nuestros sesgos de confirmación, de nuestra tendencia a reinterpretar amañadamente la nueva información que recibimos para que nuestras creencias o ideas sobre el mundo permanezcan inalteradas. Tendemos a buscar aquello que reafirma nuestras convicciones y a rodearnos de quienes las comparten. El sesgo de confirmación es ubicuo, el padre de todos los sesgos.
Ante estas dificultades, Zuleta se tomó en serio su papel de educador obsesivo, de promotor del pluralismo a través de la conversación y el diálogo abierto. No defendía una tolerancia tibia, desapasionada, colindante con la indiferencia, sino la necesidad de tener más y mejores conflictos. Abogaba por cierta modestia, por la capacidad de confrontar y enriquecer nuestra visión del mundo con otras visiones. Predicó el pluralismo con el optimismo que siempre he visto en los mejores profesores: una fe en la eficacia de una pedagogía honesta y persistente.
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Zuleta se tomó en serio su papel de educador obsesivo, de promotor del pluralismo a través de la conversación y el diálogo abierto. No defendía una tolerancia tibia, desapasionada, colindante con la indiferencia, sino la necesidad de tener más y mejores conflictos.
Cuando estudiaba ingeniería en los años ochenta, en medio de números y ecuaciones, leí por sugerencia de una profesora un texto de Estanislao Zuleta sobre el racionalismo kantiano: pensar por uno mismo, ser consecuente y ponerse en el lugar del otro. No lo entendí entonces como una pedagogía democrática esencial. Hoy lo percibo así, como una tarea necesaria y ejemplar para el futuro de la democracia.
Sigo ahora con otro pedagogo de la democracia, otro educador que nunca renunció a la idea de promover una cultura democrática: Antanas Mockus. Como otros pensadores de la Ilustración, creía que, sin ciertas virtudes republicanas —sin una preocupación por el interés general, una moderación en el uso del poder y un cumplimiento voluntario de los deberes cívicos— la república misma resultaría inviable, derivaría en caos o en tiranía.
Enfatizó la “cultura ciudadana”, entendida como una disposición general y mayoritaria a cumplir las normas y las leyes, no por temor al castigo o al señalamiento, sino por convicción. Cuando decía que “gobernar es educar” hacía referencia, sobre todo, a la posibilidad de una pedagogía —en su caso, una pedagogía simbólica, a veces escandalosa— sobre la necesidad de respetar las normas sociales, proteger los bienes públicos y cumplir las leyes.
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Cuando Antanas Mockus decía que ‘gobernar es educar’ hacía referencia, sobre todo, a la posibilidad de una pedagogía —en su caso, una pedagogía simbólica, a veces escandalosa— sobre la necesidad de respetar las normas sociales, proteger los bienes públicos y cumplir las leyes
Muchos problemas democráticos pueden entenderse como problemas de acción colectiva. Un acueducto municipal no es solo una obra de infraestructura, es también un acuerdo colectivo para cuidar el agua. La seguridad social no es solo un conjunto de disposiciones legales sobre aportes y beneficios, es también una cultura, un acuerdo voluntario que, entre otras cosas, contribuye a prevenir el abuso y el despilfarro. En este contexto, la cultura ciudadana es determinante. La sostenibilidad de los sistemas sociales depende, en buena medida, de esa cultura, del respeto mutuo y del respeto a las instituciones.
El aporte de Antanas Mockus no fue teórico: fue práctico. Asumió de manera jovial —nunca adusta, pero siempre seria— su papel de ingeniero de normas sociales, de promotor de una cultura de convivencia y respeto a las reglas de juego. Conviene destacar, más que la eficacia de sus esfuerzos, su fe en una pedagogía democrática, en la idea de que la educación para la democracia es posible y necesaria.
Quiero, para terminar, mencionar brevemente a otro maestro de la democracia que, con sus decisiones y pronunciamientos, mostró también las posibilidades de una pedagogía pública: Carlos Gaviria. Muchos creen que la racionalidad y el discernimiento ético no tienen un lugar en la política actual. Gaviria fue un ejemplo de lo contrario, de cómo la razón puede enaltecer las instituciones democráticas y la política misma.
Sus fallos sobre la despenalización de la dosis mínima y la eutanasia son un ejemplo de argumentación y razonabilidad. Tuve la oportunidad de estudiarlos con detenimiento, de usarlos en mi trabajo académico y en mis decisiones como funcionario. Siempre los consideré —más allá de los debates sobre el fondo—, como un ejemplo de buena pedagogía, como una forma de enseñar con base en sentencias y propiciar a través del derecho un cambio cultural. Carlos Gaviria era también, así lo creo, un optimista sobre la educación para la democracia.
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Siempre consideré los fallos de Carlos Gaviria como un ejemplo de buena pedagogía, como una forma de enseñar con base en sentencias y propiciar a través del derecho un cambio cultural.
Este artículo, más que enaltecer a tres maestros de la democracia en Colombia, pretende transmitir una idea esencial —sobre todo en esta época de confusión y cinismo—: la idea de que una pedagogía para la democracia es posible y urgente, la convicción personal de que los ejemplos de Estanislao Zuleta, Antanas Mockus y Carlos Gaviria deberían servir de inspiración y acicate para quienes aspiran a educar en el pluralismo, el respeto a las instituciones y la reflexión ética.
