Poder constituyente y democracia asamblearia

Crédito: Colprensa

4 Agosto 2024 04:08 pm

Poder constituyente y democracia asamblearia

El filósofo y catedrático Óscar Mejía Quintana explica desde la teoría cómo se ha desarrollado la democracia liberal y cómo se forma su relación con conceptos que han tomado vigencia en la actualidad como el poder constituyente y el poder constituido.

Por: Óscar Mejía Quintana

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El dispositivo de la democracia liberal

Lo que conocemos como democracia liberal fue una propuesta, no hay que olvidarlo, de la burguesía revolucionaria de los siglos XVII y XVIII (Locke, Segundo tratado sobre el gobierno civil, 1791) que poco a poco derivó en un dispositivo ideológico-político que se impuso en las sociedades occidentales y algunas de las antiguas áreas de influencia colonial europea. En esencia, la democracia liberal incluye, en sus versiones presidencialista y parlamentaria, y de acuerdo con Robert Dahl (Poliarquía, 1971), elecciones libres e imparciales de funcionarios, sufragio inclusivo, derecho a ocupar cargos públicos, libertad de expresión, variedad de fuentes de información y autonomía asociativa.

Pero el dispositivo ‘democracia liberal’ fue aparejando dos nociones complementarias que paulatinamente han sido subsumidas, o incluidas en un conjunto, junto a ella. La primera, que podemos denominar poder constituido –es decir, todo el andamiaje institucional del Estado y la sociedad civil (esta última también una propuesta vertebral de la burguesía revolucionaria en su momento)– que por lo general se identifica con el estado de derecho o estado constitucional, el statu quo social inclusive, sus elites y/o tecnocracias dominantes. 

La otra, obediencia a la legalidad o, en filosofía y teoría del derecho, obediencia al derecho, y, desde una mirada de la ciencia política si se prefiere, obediencia al ordenamiento. Aquí hay que aclarar que mientras que el modelo antiguo filosófico y político reconocía la desobediencia legítima a las leyes injustas (Santo Tomás ya establecía que las leyes contrarias a la Lex Naturalis tenían que ser desobedecidas), la sutil variación de Locke instaura que la desobediencia civil sería contra el tirano y no contra las leyes, con lo cual la obediencia absoluta a la legalidad queda consagrada. El nazismo y todas las formas de totalitarismo quedarían expuestas en Nüremberg cuando los criminales de guerra se escudaron en el argumento: ¡somos inocentes porque actuamos de acuerdo con la ley!

Óscar Mejía Quintana
Óscar Mejía Quintana, filósofo y profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia. 
Foto: Óscar Mejía Quintana.

Se completaba así, como diría Foucault, un dispositivo hegemónico de verdad y dominación para buena parte de las sociedades contemporáneas: poder constituido-democracia liberal-obediencia a la ley que el constitucionalismo, conservador y progresista, fue convalidando durante los últimos dos siglos como un fetiche y dogma inamovible del derecho y las sociedades democráticas. 

Mas allá de la democracia liberal

La democracia liberal impera en muchas latitudes del planeta pero, desde la segunda mitad del siglo XX, ha sido evidente su desgaste y de ahí la proliferación, ya de modelos que la profundizaban en su línea, ya de modelos críticos, alternativos o complementarios, o radicalmente diferentes a la misma. 

En las primeras variantes de democracia liberal se inscriben las objeciones al Estado de Bienestar y la consolidación de la ecuación neoconservadora/neoliberal, de Reagan y Thatcher en los años setenta y ochenta, llamados estado mínimo-economía neoclásica-mercado global y conceptualizados en una serie de textos clásicos de lo que se conoce como neoliberalismo filosófico (Robert Nozick Anarquía, Estado y utopía, y James Buchanan The limits of liberty, ambos de 1975) y las posteriores variaciones que se desarrollarían en el último cuarto de finales de siglo (democracia corporativa: Philippe Schmitter, Trends toward corporatist intermediation, 1981; democracia fuerte: Benjamin Baber, Strong democracy: participatory politics for a New Age, 1984; democracia decisional: Giovanni Sartori, ¿Qué es la democracia?, 1993; democracia consocional: Arend Lijphart, Patterns of democracy, 1999) y muchas otras, obvio, todas teorizaciones enmarcadas, unas más otras menos, en el marco del dispositivo general.

Pero en la otra orilla se van a desarrollar tres paradigmas críticos de la democracia liberal: la democracia deliberativa, la democracia posfundacional y la democracia del común o asamblearia, las tres convergiendo en una propuesta alterna al trípode descrito con la triada alternativa poder constituyente-democracia radical-desobediencia civil que el constitucionalismo convencional no ha sabido integrar a su corpus teórico ni tener en cuenta en sus sesudos análisis. Ello básicamente porque en nuestro contexto se ha confundido teoría constitucional con derecho constitucional colombiano y, en especial, jurisprudencia de la Corte Constitucional, reciclando el fetichismo legocéntrico característico de nuestra cultura jurídico-política.

Democracia
Crédito: Germán Hernández y Carlos Sanabria.

Poder constituyente vs poder constituido

Cuando en el orden jurídico y político se habla de ‘poder constituyente’, inmediatamente sale a relucir el filtro distorsionante poder constituido-democracia liberal-legalidad, estableciendo así, de entrada, un diálogo de sordos convalidado por abogados y constitucionalistas (y periodistas ‘expertos’) que reducen y restringen el primero al segundo. Como Ulises amarrado al mástil –la metáfora que mejor ilustra la relación–, para aquellos el poder constituyente no existe sino como poder constituido, es decir instancias y procedimientos constitucionales y legislativos para evitar sucumbir a los cantos de las sirenas, dicen ellos, del populismo o la dictadura.

Pero lo cierto es que el poder constituyente, desde una teoría critica constitucional y política, no transita por las esclusas del poder constituido o los procedimientos constitucionales o legales establecidos en la Constitución o las leyes para regular las convocatorias de asambleas constitucionales o constituyentes porque, precisamente, aquel es la expresión fundante originaria, previa o paralela, diacrónica o sincrónica, de estos. El poder constituyente no es análogo ni se reduce ni restringe a asambleas constitucional o constituyente o reformas constitucionales y ese es el sofisma y la falacia en que el constitucionalismo convencional y el dispositivo ideológico de la democracia liberal utilizan para confundir, por ignorancia o intencionalmente, la deliberación al respecto. 

Lo cierto es que cada modelo alternativo a la democracia liberal tiene una concepción del poder constituyente que desborda las cadenas y procedimientos del poder constituido y, por tanto, de las supuestas reglas para convocar asambleas de este orden. Voy a intentar sintetizar los elementos más relevantes de cada uno de ellos.

Poder constituyente como democracia deliberativa y contestataria

Desde el comienzo de la modernidad frente al liberalismo se emplazó una postura diferente: el republicanismo, muchos de cuyos elementos fueron después subsumidos por la tradición liberal y el constitucionalismo. Las diferencias más profundas fueron la reivindicación del consenso en defensa de las minorías frente a la regla de mayoría liberal, la desobediencia civil contra las leyes en contraste con la obediencia ciega a la ley y la deliberación ciudadana como complemento a la mera justicia procedimental (Philip Pettit, Republicanismo, 1999). En la versión más radical de esta tradición, la irlandesa, la democracia contestaria es la máxima expresión de un poder constituyente deliberatorio.

Ese republicanismo y su democracia deliberativa se articula en dos paradigmas políticos actuales: el primero, la democracia consensual de John Rawls (Liberalismo político, 1993). La noción de consenso entrecruzado y razón pública rawlsianas nos remiten a un poder constituyente que tiene, en la deliberación y movilización ciudadana sobre la Constitución, la desobediencia civil contra las leyes injustas (en la línea de Martin Luther King) el cuerpo y dinámica estructural de un proceso constituyente que no se origina ni habita en el parlamento ni, exclusivamente, en el tribunal constitucional que, aunque es su cabeza, tiene que regirse por una justicia política, no derivada del poder judicial sino del consenso político societal que lo origina: lo que fue el New Deal en los años treinta en Estados Unidos.

Y el segundo, la democracia discursiva de Jürgen Habermas (Facticidad y validez, 1992) que, en una línea equivalente, incluso más moderada, sostendrá que el proceso constituyente ciudadano se fundamenta en una interpretación ‘deshipostasiada’ del parlamento del concepto de soberanía popular y que el tribunal constitucional tiene que asimilarlo, dinamizarlo y darle vía libre no desde la letra momificada del texto constitucional, sino desde las expresiones de protesta de los públicos contrahegemónicos de la periferia social (complemento de Nancy Fraser, Iustitia Interrupta, 1997), de las formas de vida, eticidades, comunidades sin influencia ni voz en los círculos de poder, de los desfavorecidos, para conciliar así revolución y reformas radicales con la Constitución, en favor de una justicia social para todos y no sólo para los privilegiados. 

Poder constituyente como democracia de obstrucción

El pensamiento francés después de Foucault retoma la cuestión democrática con vigorosas apuestas constituyentes. Claude Lefort (La invención democrática, 1981) y Miguel Abensour (La democracia contra el Estado, 1998) coinciden, frente al pensamiento conservador-liberal, que lo que dinamiza a la sociedad es el conflicto y, por tanto, la esencia de lo político es una democracia no domesticada, salvaje y libertaria, que lo cataliza social e, incluso, institucionalmente, y no que lo desconoce y lo reprime. 

Pierre Rosanvallon (Contrademocracia, 2006) sin duda ofrece la lectura más pragmática pero no menos radical y quizás más efectiva. La democracia es control (pueblo fiscalizador) y es imputación (pueblo juez), pero es ante todo democracia de obstrucción (pueblo veto). Un poder constituyente de obstrucción contra los poderosos, las elites, las mafias, la corrupción, la desinformación, todo lo cual lleva a una ciudadanía militante, conceptual y prácticamente, en defensa de la actualización radical de la Constitución frente a todo elemento o situación que afecte su proyección utópica, que es lo relevante de ella.

Poder constituyente como democracia asamblearia

Pero sin duda es Antoni Negri (Poder constituyente, 1994) quien, más tarde, con Michael Hardt (Asamblea, 2017), plantea la posición crítica, alternativa al constitucionalismo convencional, más comprehensiva del poder constituyente como tal. En el primer libro queda claro que, durante toda la modernidad, el poder constituyente, en tanto las grandes revoluciones sociales y políticas que forjaron la sociedad contemporánea, siempre terminó sofocado por el procedimentalismo de las constituciones y las leyes del poder constituido. El sueño de las grandes reformas reprimido por la misma Constitución y su legalidad. Texto, por supuesto, que no se lee en los cursos de derecho constitucional.

Pero en el segundo se concreta el mecanismo actual del poder constituyente: la democracia asamblearia, las asambleas de deliberación de la ciudadanía, del pueblo, de la gente, las asambleas de discusión que finalmente tematizan y problematizan el marco constitucional en que todos vivimos, que lo cuestionan, lo replantean, lo ‘reimaginan’ y reinventan, el crisol de los nuevos sueños societales que se da en los foros, los seminarios académicos, las tiendas del barrio, las juntas comunales, las plazas. Es decir, la “sociedad abierta de intérpretes constitucionales” (Peter Häberle, 1975), que es el ámbito alterno al poder constituido, a la cultura de expertos y especialistas, donde nace, se dinamiza y se proyecta el poder constituyente al calor de los procesos, las proyecciones, los ensueños de una sociedad para ser más justa e incluyente: y no requiere mecanismos constitucionales.

Por eso, hay que desamarrar a Ulises del mástil y dejarlo que se embriague con el canto seductor de esas sirenas que le permitan realizar la utopía posible de una sociedad mejor. Y no reducir el poder constituyente a asambleas constituyentes y poder constituido.

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